miércoles, diciembre 20

El tradicional cuento navideño de Babel.



 
           Hasta ahora, siempre había colgado el cuento de Navidad el día 24, pero creo que era una mala idea. En Nochebuena la gente está muy ocupada y no tiene tiempo para blogs, así que muchos merodeadores leían el cuento después de Navidad. Y no es eso lo que yo pretendo.

            Un buen amigo mío comentaba que el cuento de Babel se había convertido en una de sus tradiciones navideñas. Qué bien, me parece bonito. La Navidad es pura tradición, se la llame así, o Yule, o Saturnales, o Sol Invictus, o Fiesta del Solsticio. Bajo todos esos nombres lo que se celebraba y celebra es el fin de un ciclo y el comienzo de otro, y esa celebración consiste en repetir, año tras año, los mismos ritos, las mismas tradiciones. Esa repetición nos une, de algún modo, a todos los humanos que nos han precedido y a todos los que vendrán después. Nos convierte en eslabones de una larguísima cadena. Y, bueno, que mis humildes relatos sean, para algunos, una minúscula parte de esas tradiciones me encanta.

            De pequeño, me gustaban muchísimo las navidades, pero a partir de 1972, cuando con diecinueve años me quedé huérfano del todo, comenzaron a dejar de gustarme. Me parecían tristes. Lo eran. Mucho después, cuando entré en publicidad, trabajé durante un montón de años cerca de El Corte Inglés de Castellana, en una zona comercial que, al llegar estas fechas, se atestaba de gente. Era ir a comer, o a intentar comprar algo, y encontrarte con colas kilométricas; era salir del curro y meterte de lleno en un atasco. Así que empecé a detestar la Navidad. Me molestaba su sentimentalismo, la falsa bondad, el exceso de comida, los machacones (hasta el vómito) villancicos, el mercantilismo disfrazado de tradición y todas esas gilipolleces.

            Pero tuve hijos, Óscar y Pablo, y recordé lo mucho que me gustaba la Navidad cuando era niño, y me dije que no podía robarle eso a mis hijos, de modo que procuré que para ellos las navidades fueran lo más mágicas posible. Y en ese proceso, al contemplar las sonrisas de felicidad en los rostros de mis hijos, volvió a gustarme la Navidad. De una forma peculiar, rara, más bien pagana; pero, en fin, con alivio, porque estaba harto de ser el típico tío duro, que mira por encima del hombro y se cree más moderno que nadie porque no hace ni siente lo mismo que el “vulgo”. Que le den a ese capullo. Ahora no tengo el menor inconveniente en ser sentimental en Navidad. Aunque, eso sí, sentimental a mi manera.

            El año pasado, un amable merodeador comento que mi relato le había parecido cualquier cosa menos un cuento de Navidad. En parte –sólo en parte- tenía razón. Siempre procuro que mis cuentos navideños se salgan de los esquemas habituales, y puede que a veces rompan los tópicos de forma un tanto brutal. El caso es que prometí que este año escribiría un cuento 100 % de Navidad.

            Normalmente, empiezo a buscar argumentos para el cuento en noviembre, y eso he hecho este año. Lo malo es que todo lo que se me ocurría era... torcido, por decirlo así. Humor negro, vueltas de tuerca escabrosas, ironía y sarcasmo, pero ni una puñetera idea “bondadosa”. ¿Pero qué me pasa?, pensé. ¿Es que no se me puede ocurrir nada que no sea oscuro? Entonces, hice memoria y recordé que en el pasado, en uno de mis cuentos había una extinción masiva, en otro una matanza de políticos, en otro destruía el Sistema Solar, otro trataba sobre el suicidio, otro tenía lugar en un campo de exterminio nazi y dos se centraban ¡en el canibalismo!

            Vale, estoy enfermo, lo reconozco. Necesito urgentemente ayuda psiquiátrica. Pero al final acabé encontrando una idea amable, totalmente navideña. ¡No soy un caso perdido!

            Volviendo al principio, a mediados de diciembre, cuando era niño, aparecían en los kioscos los extras de Navidad de dos tebeos, Pulgarcito y Tío Vivo. Y era entonces, leyendo las historietas navideñas de Mortadelo y Filemón, Carpanta, Las hermanas Gilda, Rompetechos, Trece Rue del Percebe, Anacleto, Zipe y Zape y tantos otros, cuando yo sentía que empezaba la Navidad. Así que este año voy a hacer lo mismo y he colgado el cuento unos días antes de Nochebuena.

            El relato se llama La historia del indiano, y narra el encuentro de dos personas en un bar la noche de Nochebuena. Y nada de finales raros, lo juro. Mientras lo escribía, tenía en mente la obra del pintor norteamericano Edward Hopper; sobre todo su cuadro más famoso, Nighthawks. Dicen que Hopper es el pintor de la soledad; sus personajes, aunque estén juntos, son islas. Pero también es uno de los pintores más narrativos que conozco, porque sus imágenes parecen fragmentos de historias que no conoces, pero que intuyes.

            En una calle desierta, un bar iluminado en la noche; dentro, el camarero y un cliente, nadie más. Dos islas, dos barcos que se cruzan en la oscuridad. Así comienza mi cuento, como una imagen de Hopper. De pronto, esos dos personajes solitarios, perdidos en la noche, quiebran la incomunicación y hablan. Y en el transcurso de esa conversación se produce un diminuto milagro. Porque es Navidad y quiero jugar a creer en los milagros.
 
 
            Queridos amigos, queridos merodeadores, os deseo todo lo mejor para estas fiestas, para el año que viene y para los muchísimos años que os quedan por delante. Es el Solsticio de Invierno, la fecha más sagrada del año; olvidad los problemas, zambullíos en la nostalgia, volved a ser niños. Que seáis felices y, a ser posible, razonablemente buenos; eso es lo que os deseo.

            Feliz Solsticio, feliz Navidad.

            Y ahora el cuento. Os sugiero que lo leáis con música de fondo. Un villancico, El Pequeño Tamborilero, pero no el de Raphael, sino una preciosa versión a capela del grupo Pentatonix que conocí gracias a mi amiga Blanca. Podéis oírla pinchado AQUÍ.


            La historia del indiano

            By César Mallorquí

            Sentado a la barra del bar, el hombre bebía su cerveza de forma extraña, a tragos pausados y cortos, cerrando los ojos y paladeándola como si degustara un vino exquisito. “Pero si sólo es una Mahou”, pensó Jorge, el camarero y dueño del local. “Qué tío tan raro...”.

            El bar se llamaba El Encuentro. Tenía una barra de mármol con seis taburetes altos frente a ella y, más allá, cinco mesas rodeadas de sillas, todas ahora desocupadas. Tras la barra, en lo alto, a lo largo de una fila de botellas situadas sobre un estante, luces de colores titilaban entre guirnaldas de espumillón oro y plata. En el ventanal que daba a la calle había dibujos navideños hechos con nieve artificial. Por los altavoces sonaba, tenue, un villancico. Colgado en una de las paredes, un viejo reloj de péndulo marcaba, entre tic-tac y tic-tac, las siete y treinta y seis de la tarde.

            Las siete y treinta y seis del veinticuatro de diciembre.

            Más allá del ventanal, la noche se había adueñado de la ciudad. Salvo por algún que otro viandante que caminaba apresurado rumbo a su hogar, la calle estaba vacía, sin apenas tráfico (...)

            Si quieres seguir leyendo, pincha AQUÍ.
 
 

sábado, diciembre 9

Babel 12



 
            El año pasado me quejaba de que el número 11 es una sosería sin ningún interés. ¿Qué ha hecho ese número por la humanidad, aparte de ser una mierda de primo más? Y para primos el 7, que es a tope de místico; o el 3, que suele ser santísimo. Pero ¿el 11? Bah, a lo sumo un equipucho de fútbol.

            Ahora bien, el 12 es algo muy distinto, amigos míos; ante el 12 tenemos que quitarnos el sombrero. Porque, vamos a ver: Doce son las tribus de Israel, y los apóstoles de Cristo, y los caballeros de la Mesa Redonda, y los Pares de Francia del Rey Carlomagno, y los trabajos de Hércules, y las tablas de la epopeya de Gilgamesh, y los profetas mayores del Antiguo Testamento, y las pértigas de la barca de Gilgamesh, y los hijos de Jacob, y los dioses del Olimpo, y los meses del año, y las teclas de función de vuestros teclados, y las pulgadas de un pie, y las veces que gira la Luna en torno a la Tierra en un año, y los signos del zodiaco... El doce es tan poderoso que controla el tiempo. ¿Sabéis por qué los minutos tienen sesenta segundos y las horas sesenta minutos? Porque así lo decidieron los babilonios, cuyo sistema numérico era de base 60. Y 60 es 5 X 12. Y por eso los días tienen 24 horas, que son 2 X 12. Es un número, además, de lo más redondo. ¿En cuántos grados se divide una circunferencia? En 360º; que es 12 X 30.

            Ha quedado claro que doce es un número con pedigrí, ¿no? Un número importante, cool, aristocrático.

            Pues bien, queridos merodeadores, hoy se cumple el duodécimo cumpleaños de La Fraternidad de Babel. Doce años charlando de todo y de nada, doce años divagando, doce años de tertulia en un viejo café.

            Aprovechando tan solemne ocasión, quiero deciros dos cosas: En primer lugar, pediros perdón. El año pasado fue desastroso para mí. Primero una enfermedad que me tuvo de médico en médico, y luego, en julio, el incidente con la ducha de un hotel en el que me fracturé la cadera. Operación quirúrgica, inmovilidad, silla de ruedas, muletas y más médicos. Mi trabajo se retrasó y, además, con todo ese follón incumplí mi propósito de colgar una entrada semanal. El año pasado subí treinta y este año serán veintitantas.

Pero no me disculpo por haber publicado menos, sino porque muchas veces no he respondido a vuestros comentarios, y eso es de muy mala educación. Me consta que al menos un merodeador ha dejado el blog, cabreado porque no le respondía. De verdad que lo lamento. Se me juntaban las visitas médicas, los análisis, las pruebas, la rehabilitación, el trabajo atrasado, y no tenía la cabeza en Babel (ni en ninguna otra parte). He sido desconsiderado y me disculpo por ello. Sorry.

            La otra cuestión ya la comenté en la anterior entrada. Con la sorprendente proliferación de gilipollas que creen que la Tierra es plana, me he visto obligado a hacer un cambio. En la entradilla del blog decía (de coña): “En colaboración con la Sociedad de Amigos del Movimiento Perpetuo y la Tierra Plana”. Pues bien, he quitado lo de la “Tierra Plana” (no vaya a ser que me confundan con un chalado) y he dejado sólo lo del “Movimiento Perpetuo”. Hasta que aparezca un grupo de descerebrados afirmando que la Segunda Ley de la Termodinámica es una conspiración de los illuminati.

            En fin... Al menos este año, por segunda vez consecutiva, ya he acabado el cuento de Navidad y no ando de cabeza escribiéndolo en el último momento. Se llama “La historia del indiano”.

            Eso es todo, amigos. ¡Feliz cumpleaños!