martes, febrero 28

¿Heil Trump?




          A veces pienso en los judíos. Concretamente, en los judíos que se quedaron en Alemania a partir de 1933, cuando Hitler alcanzó el poder. No todos lo hicieron, algunos supieron interpretar los signos y pusieron tierra de por medio; pero la inmensa mayoría se quedó. ¿Por qué?

          Intento ponerme en el lugar de esa gente y me asombra que no hicieran nada y se quedaran ahí, como ovejas a la espera del matadero. Pero luego me doy cuenta de que estoy cometiendo un error de perspectiva: Yo sé lo que hicieron los nazis, pero los judíos alemanes de entonces no sabían lo que iban a hacer. De hecho, ¿alguien podía imaginárselo?

          Si contemplas a Hitler olvidándote de lo que hizo; es decir, si lo contemplas como si fuera la primera vez que lo ves, ¿qué ves? A un payaso de gestos ampulosos con un discurso xenófobo y nacionalista sostenido por una ridícula argumentación basada en la pureza de sangre. Era fácil no tomarse en serio a Hitler, con ese ridículo bigotito, una absurda tendencia a ir en pantalones cortos y un ego del tamaño del Reichstag.

          Sin duda, los judíos que se quedaron no se tomaron en serio a Hitler. Supongo que pensaron que no se atrevería a hacer todo lo que había dicho que iba hacer. Debieron de decirse: “Bueno, nos tocará un poco las narices, pero no se atreverá a ir muy lejos”. Joder que si fue lejos... Pero, ¿quién podía imaginar entonces las monstruosidades que estaban por llegar?

          Pues los judíos que se fueron. Y entonces me pregunto: ¿Qué los alertó? ¿Qué los alarmó hasta el punto de hacerles abandonar sus hogares y su patria? Vale, el discurso de los nazis era alarmante, pero siempre ha habido populistas vocingleros de extrema derecha. Yo creo que no se trató tanto de las palabras como de los hechos. La señal de alarma fueron las SA, los Camisas Pardas, los matones del partido. Ellos demostraban que la ideología nazi no era sólo un montón de bravuconadas, sino un plan destinado a convertirse en realidad mediante extorsión, palizas y asesinatos. Sobrado motivo para largarte, si eres judío y medianamente perspicaz.

          Siempre me ha fascinado (al tiempo que horrorizado) la Alemania nazi y la Segunda Guerra Mundial. He leído ( y leo) mucho sobre el asunto, y conforme me informaba llegué a una conclusión sorprendente: los jerarcas nazis eran una panda de imbéciles, unos gilipollas de mucho cuidado. Ya sé que resulta difícil de aceptar; queremos creer que tras un mal monstruoso se agazapa un inteligencia perversa, pero poderosa. En cierto modo, nos resulta humillante pensar que tanta gente murió a causa de la estupidez de unos mediocres.

          Eso es lo que le pasó a Hannah Arendt cuando, refiriéndose a Adolf Eichmann, habló de “la banalidad del mal”. La pusieron a parir, sobre todo los judíos. Se esperaba (se deseaba) que presentase a Eichmann como un monstruo, un genio del mal. Pero no, Eichmann era un mediocre burócrata que se ocupó de un genocidio igual que, en otras circunstancias, se hubiera ocupado de dirigir una fábrica de salchichas. No, Eichmann no era un monstruo distinto, por su monstruosidad, del resto de la especie humana. Era un ser humano como otro cualquiera. Lo que pasa es que los seres humanos podemos actuar como monstruos.

          La mayoría de los jerarcas nazis eran idiotas que se convirtieron en monstruos, esa es la cuestión. Las ideas políticas de Hitler eran de una simpleza apabullante; como estratega era un inútil y su megalomanía le impedía ver más allá de su ombligo. Incluso creía en horóscopos y mediums. El segundo en el mando, Heinrrich Himmler, podía creerse literalmente cualquier cosa, desde el mito de Shangri-La hasta poderes mágicos. Probablemente era, junto con el tonto de Rudolph Hess, el único que creía de verdad en el trasfondo esotérico del nazismo. Hermann Goering era un seboso que sólo pensaba en comer y follar. Joseph Goebbels era brillante en ciertos aspectos (propaganda política, por ejemplo), pero estaba tan pagado de sí mismo, era tan vanidoso, que acababa convirtiéndose en un imbécil. La verdad es que el único tío inteligente que había en ese grupo era Albert Speer. Prueba de ello es que, tras Núremberg, no solo se salvó de la horca, sino que se hizo millonario publicando sus (mentirosas) memorias.

          En fin, que los responsables de uno de los mayores genocidios de la historia no eran el Doctor No y sus secuaces, ni el mefistofélico Fu Manchú, ni el profesor Moriarty. Eran una panda de gilipollas. Lo cual demuestra algo: no hay fuerza en la naturaleza tan destructiva como la idiotez. Ya lo decía Schiller: Contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano.

          Últimamente se compara con frecuencia a Donald Trump con Adolf Hitler. ¿Tiene sentido esa comparación? Bueno, hay similitudes, es innegable. Ambos, Donald y Adolfo, son populistas nacionalistas, ambos son xenófobos supremacistas blancos, ambos son de extrema derecha, ambos son belicistas, ambos son ególatras. Por otro lado, los dos cuentan con adornos capilares ridículos: Hitler el bigotito y Trump esa mata de pelo naranja. Además, los dos tienen apellidos rotundos.

          Eso del apellido no es una tontería tan grande como parece. El padre de Hitler se llamaba Alois Schicklgruber, pero se cambió el apellido por el de su padrastro, Hitler (que en realidad se llamaba Hiedler). Pues bien, el historiador y biógrafo Ian Kershaw comentaba en tono distendido que sin ese cambio de apellido, Adolf lo habría tenido más difícil, porque no es lo mismo exclamar “Heil Hitler” que gritar “Heil Schicklgruber”. Así pues, ¿qué tal suena Heil Trump?

          No obstante, hay una diferencia fundamental entre ambos: Hitler tenía una misión, una idea (horrible, pero idea al fin y al cabo), un plan, un objetivo. Trump no tiene más misión, idea, plan y objetivo que él mismo. Las personas pueden ser peligrosas, qué duda cabe, pero más peligrosas aún son las ideas. Porque las personas fallecen, o pueden ser recluidas, pero las ideas no mueren (y si lo hacen tienden a resucitar), ni pueden ser encarceladas. Hitler tenía una idea megalómana, mesiánica, que no solo arrastró multitudes, sino que, mal que nos pese, le ha sobrevivido. Trump no tiene ninguna idea.

          ¿Quiere eso decir que Trump no es peligroso, que sólo es el payaso que parece? Ni mucho menos. Porque hay otra similitud entre él y Hitler que no he mencionado: los dos son gilipollas. Y ya ha quedado claro que la estupidez es la fuerza más destructiva que existe.

          Al pensar en estas cosas es cuando recuerdo a los judíos que se quedaron.
 
 

miércoles, febrero 8

Me pareció ver a un lindo gatito...



          Tras ingresar en Feisbuc y observar el tráfico que allí se desarrolla, tengo una importante pregunta que formular: ¿Qué demonios le pasa a la gente con los gatos? Dos de cada tres videos son de gatitos y hay montañas de comentarios que rezuman pasión por los mininos. Es como si se hubiera desatado una epidemia de ailuromanía  (que, como todo el mundo sabe, significa amor excesivo –o adicción- a los gatos).

          Vale, no es que el fenómeno me coja de nuevas. Tengo varios amigos que se colocan esnifando pelos de gato. Sobre todo una pareja, dos de mis mejores amigos, a los que sólo les falta rendir culto a Bastet (que, como todo el mundo sabe, es la diosa-gata egipcia). Tenían dos gatos, pero uno murió (descanse Nata en paz), y ahora vuelcan todo su amor sobre el que les queda. Pues bien, cada vez que les oigo hablar sobre sus gatos me sube el azúcar en la sangre y me entran ganas, primero de vomitar y después de colgarme de una viga.

          Y no es que tenga nada contra los gatos, ni mucho menos. Pepa, mi mujer, sí; odia a los gatos (a eso se le llama elurofobia. Joder, qué cantidad de cosas inútiles estáis aprendiendo en este post...). Pero yo no; me gustan los gatos... moderadamente. Prefiero los perros, lo reconozco; porque con un perro se puede mantener una conversación razonablemente sensata, mientras que con un gato es imposible. No te presta la menor atención. De hecho, un perro te quiere, mientras que un gato, en el mejor de los casos, te tolera.

          En fin, está tan clara la superioridad del perro sobre el gato, que no hace falta ni explicarlo. A fin de cuentas, los perros son nuestros amigos más antiguos, porque fueron la primera especie domesticada, hace entre 18.000 y 32.000 años. Bueno, los perros no, los lobos. Por cierto, ¿no os parece raro que el primer animal en domesticarse fuera una gran carnívoro? Algún día hablaremos de eso. El caso es que los gatos fueron domesticados hace sólo unos 9.000 años; son unos recién llegados. Además, en realidad son semidomésticos, porque, no nos engañemos, es imposible domesticar a un felino. Vamos, que a tu maravilloso gato no le puedes ni enseñar a dar la patita. Le falta coco.

          Fijaos, si no, en lo que pueden hacer los perros: Cazan, pescan, pastorean, rastrean, salvan vidas, tiran de trineos, protegen gente y animales, acaban con ratas y alimañas, guían a ciegos, proporcionan terapia, detectan explosivos... y dan la patita. ¿Qué hacen los gatos? Cazar ratones y protagonizar videos de internet. De hecho, los gatos no siempre han gozado de la buena prensa actual. Por ejemplo, recordad los gatos de dibujos animados... todos son villanos. Tom es el antagonista de Jerry, Jinks lo es de Pixie y Dixie, y Silvestre es el malo frente al canario Piolín. En el cómic Maus, de Spiegelman,  los ratones son los judíos y los gatos los nazís. Fritz the Cat, de Roger Crumb, es un yonqui. Para colmo, los gatos negros dan mala suerte.
          Hay algo que me pone muy nervioso de los gatos. Estás en tu casa, de noche, solo, haciendo lo que sea. Delante de ti está tu gato. De pronto, el gato se pone a mirar por detrás de ti, como si hubiera algo que se mueve y él lo siguiera con los ojos. Vuelves la cabeza, pero ahí no hay nada. Sin embargo, el jodido gato sigue en sus trece, siguiendo con la mirada algo que no está, y, sin dejar de mirar de un lado a otro, levanta las orejas, y gira la cabeza, y bufa por lo bajo, y tú piensas alarmado “¿Pero qué coño está viendo?”... Antes me ponía nervioso, pero ahora tengo la respuesta: El animal está ahí, con cara de decir “Uy, soy un gato, veo cosas que tú no puedes ver”, pero es mentira, puro postureo; no ve nada, te está vacilando, es un cabrón.

          Pero no quiero ser injusto; los gatos tienen cosas buenas. Por ejemplo, en el cómic underground Freak Brothers de Gilbert Sheldon (sobre tres hippys fumadores de marihuana), aparece un gato que no tiene nombre: Fat Freddy's Cat. En una de las tiras, alguien le pregunta a Fat Freddy por qué prefiere a los gatos en vez de a los perros. Y Fat Freddy contesta: “¿Has visto alguna vez un gato policía?”. Un punto a favor de los mininos: no son chivatos acusicas olisqueadores de alijos de maría. Y hay más. Los gatos son independientes, y no hay que sacarlos a pasear, y son elegantes, y son bonitos (aunque no tanto como ciertos perros; el setter irlandés, por ejemplo). Ah, y hay unos videos de gatos que me encantan: los videos en que aparecen pepinos y gatos. Buscadlos –cats & cucumbers- y veréis qué risa.

          Algunos perros, por su parte, tienen el grave defecto de ser demasiado dependientes de ti. Eres el jefe de la jauría, el macho alfa, te idolatran, y a veces se ponen muy pesados. Pero eso se soluciona eligiendo la raza canina adecuada. ¿Quieres un perro más independiente? Pues agénciate un mastín. Mi último perro, Spok, era un mastín del pirineo, una especie de perro-gato por carácter, ochenta kilos de puro músculo y tan alto puesto de patas como yo. Los mastines son tan independientes como los gatos y el único problema que te darán es evitar que se coman a alguien.

          Otra complicación de los perros es que necesitan mucho espacio; un piso no es lugar adecuado para que viva un perro, salvo que sea una de esas ridículas miniaturas de compañía. Pero eso se soluciona comprándote una finca, claro. Y... ya no se me ocurren más problemas específicos de los canes.

          Supongo que muchos de los múltiples amantes de los gatos estarán leyendo esto con el ceño fruncido y expresión torva. No hay motivo, insisto, no tengo nada contra los gatos. Pero está claro que los perros son intelectualmente superiores. Aunque, en última instancia, ambos, perros y gatos, pueden ser un coñazo. Ya, ya sé, mi ailuromaniaco amigo, que te resulta imposible contemplar a tu mascota con algo que no sea el más profundo amor, pero voy a intentar que adoptes, siquiera durante unos minutos, un punto de vista diferente. Te sugiero que leas un cuento de P. G. Wodehouse llamado Adiós a todos los gatos (lo puedes encontrar en Internet). Cuenta lo que ocurre cuando, durante un fin de semana, un hombre va a pedir la mano de su prometida al hogar de los padres de ésta, una mansión llena de gatos y perros; sobre todo gatos. Es uno de los relatos que más me han hecho reír en mi vida, y además te permite comprender hasta qué punto es posible odiar a los mininos.

          ¡Alto ahí! ¡Es imposible odiar a esas cositas tan tiernas, a esas bolitas de algodón, con esos ojitos, ese morrito y esos bigotitos adorables! ¿Seguro? ¿Los gatitos son cositas tiernas y adorables? Me temo que esa opinión es fruto de una información sesgada. ¿Habéis visto alguna vez a un gato cazando a un ratón? Yo sí, y me revolvió el estómago. Porque antes de matarlo, el gato se tira un buen rato torturando literalmente al pobre ratón.  No me apetece describirlo, es muy desagradable. Pero hay videos en Internet; poned en Google “gato torturando a ratón” y se abrirá ante vuestros ojos una auténtica galería de los horrores. ¿Cositas tiernas los gatos? Sí, claro; tiernísimas. Se merecen que les pongan un pepino al lado.

          No obstante, hay un gato que siempre ha contado con mi apoyo, con la esperanza, además, de que haga uso de toda su crueldad. Toda la vida he deseado ardientemente que Silvestre atrape a Piolín, ese canario insufrible, y se lo coma, no sin antes infligirle un atroz tormento.

          Por último, una pregunta a los ailuromaniacos: Si los gatos tuvieran el tamaño de un mastín, ¿tendríais un gato?