viernes, febrero 20

La reina y yo



 
            Supongo que os preguntaréis quién es la mujer que me está estrechando la mano en la foto de ahí arriba. Vale, saciaré vuestra curiosidad: es la reina. No se le ve, pero el rey estaba a su lado. Decidí dar una audiencia a la plebe y acudieron ellos.

            Bromeo; se trata del acto de entrega de los diplomas correspondientes a los premios nacionales de cultura de 2013. Sí, ya sé que el premio lo gané hace más de un año, pero el diploma acreditativo me lo entregaron el pasado lunes 16. Los asuntos de palacio van despacio, ya se sabe. El evento tuvo lugar en el Palacio del Pardo, que es un sitio bastante siniestro. Ya había estado allí un par de veces, pero no deja de resultarme un poquito inquietante.

Es como una casa encantada por la que pasea el fantasma de un asesino en serie. Por las noches, cuentan las leyendas, se escucha una voz de pito que susurra: Espaaañoooles, ¿qué habéis hecho con mi herencia? Es lógico que diga eso, porque el testamento del difunto serial killer se encuentra allí, en ese palacio. Según cuentan, si no se contesta a esa voz, al día siguiente empiezan a aparecer por todas las salas del edificio sentencias de muerte firmadas por una mano fantasmal. Por lo visto, para apaciguar a tan horrendo espectro, hay que decirle que su herencia está a buen recaudo en manos de cierto partido político que no quiero mencionar.

            Y no lo quiero mencionar por puro temor. Porque cuenta otra leyenda que, si pronuncias tres veces en voz alta el nombre de ese partido frente a un espejo, a tu espalda se aparecerá un enano ex-bigotudo y ceñudo que te dirá: Mire usté... O, en su defecto, un tío barbudo con ojos asombrados que musitará, en fin, lo mismo que el enano: Mire usté...

            Pero me estoy desviando del asunto. El acto tuvo lugar en el Pardo, que es un palacio bastante feo, por cierto. La ceremonia comenzaría a las 12, pero teníamos que llegar tres cuartos de hora antes. Éramos un huevo de premiados por las distintas modalidades. Conforme iba llegando la gente, los encargados de protocolo separaban primero a los premiados de los invitados. Luego, a los premiados nos dividían en dos grupos situados en sendas salas de espera; unos nos sentaríamos a la izquierda de los reyes, y otros a la derecha. ¿En base a qué nos elegían para estar a un lado o a otro? Ni puta idea.

            De entre todos los premiados, sólo conocía personalmente a dos: al periodista Antón Castro (director del suplemento cultural del Heraldo de Aragón) y al escritor José María Merino, ambos de lo más amables. Pero también conversé con el dramaturgo Juan Mayorga, con la diseñadora Amaya Arzuaga, con el fotógrafo Alberto Schommer o con la ilustradora Carme Solé. Todos muy interesantes y muy simpáticos. Yo también fui muy simpático. Pero, claro, en esas circunstancias, cuando a uno le van a dar un premio, es fácil derrochar simpatía.

            Llegado el momento, nos condujeron como ovejitas al patio cubierto donde se celebraría el acto. Había una pequeña tribuna y enfrente un montón de sillas distribuidas en paralelo, donde ya estaban instalados los invitados. Los premiados nos acomodamos en la primera fila, a un lado y a otro de la pareja real. Por cierto, ¿qué sería una pareja irreal? ¿Yo y Gisele Bündchen?

            La cosa comenzó con un discurso del rey (pero sin tartamudeos). Felipe dijo básicamente que, respecto a la cultura, él estaba a favor. Que los creadores éramos chachis, que la sociedad nos necesitaba, que los premiados habíamos contribuido a fortalecer valores indisociables a nuestra convivencia (¿yo he hecho eso?). Luego, según nos iban llamando, se procedió a entregar los diplomas. Unos los entregaba el rey y otros la reina, alternativamente. A mí me tocó the queen, como puede verse en la foto.

            A  continuación, tres de los premiados pronunciaron breves discursetes, cada uno de ellos en representación del área cultural que le tocaba. Luis Goytisolo en nombre del área del libro, Luz Casal por las artes escénicas y musicales, y Alberto Schommer por el área de bellas artes. Por último, el ministro Wert (ese apellido suena a eructo) cerró el acto con un dilatado discurso donde alabó la obra de cada uno de los premiados. De mí también dijo cosas bonitas; pero, claro, ¿qué iba a decir?

            Finalizada la entrega de diplomas, nos hicimos una foto de grupo (en realidad cientos de fotos, porque había un montón de periodistas), donde posábamos los premiados con los monarcas y “autoridades” acompañantes (podéis verla ahí abajo). Por último, pasamos todos, reyes, premiados e invitados, a un patio cubierto contiguo donde se sirvió un cóctel con copas y canapés.

            Era un espectáculo curioso. El rey se fue por un lado, departiendo con unos y con otros, y la reina por otro lado haciendo lo mismo. Y a su alrededor se formaban círculos concéntricos de gente que esperaba... ¿conocerles? No, hacerse una foto con ellos. Ay, qué daño ha hecho a la humanidad el que cada uno de sus miembros lleve ahora una cámara fotográfica en el bolsillo...

            Y, bueno, ahí acabó todo. Yo iba con americana y corbata, que es el disfraz que me pongo para simular que soy un escritor serio. Por cierto, la corbata me la prestó mi hijo mayor, porque yo no tengo. Antes era al revés; qué tiempos estos.

            Al día siguiente leí en El País un artículo de no sé quién en el que hablaba con ironía sobre lo dóciles y afables que habíamos sido los premiados, en contraposición a otros que en su momento rechazaron el premio. En fin... Cuando me anunciaron que había ganado el Nacional, mi hijo Pablo me comentó en broma si iba a rechazarlo por el maltrato del gobierno a la cultura. Le contesté que el premio no me lo había dado el gobierno, sino un jurado de profesionales independientes (sólo uno de los muchos miembros del jurado pertenece al Ministerio), y que los Premios Nacionales llevan muchos años otorgándose con independencia del gobierno de turno que toque.

            Si el premio me lo otorgase el PP (o, si vamos a eso, cualquier otro partido), no dudaría ni un segundo en rechazarlo, porque no deseo de ninguna manera vincular mi imagen y mi trabajo a una formación política, sea de derechas o de izquierdas. Lo último que querría ser en este mundo es un “hombre de partido”. Y aún menos un “intelectual” a sueldo de la ideología que sea. Pero, ¿rechazar un premio institucional otorgado por profesionales de las letras? ¿Por qué? Respeto a quienes lo han hecho, pero no le veo sentido. Otra cosa son los escritores (como Javier Marías, creo) que rechazan cualquier premio al que no se hayan presentado. No sé por qué lo hacen, pero da igual, porque yo ya he aceptado demasiados premios como para ponerme estupendo ahora. Qué queréis que os diga; me encanta que me premien.

            Además, ya había cobrado la pasta del premio hace mucho. Entonces, ¿qué? ¿Me subo a un pedestal y, una vez pillados los euros, les digo que se metan el diploma por el culo? ¿O voy allí y monto un numerito? Pues no; lo que exigía la ocasión era ser dócil y afable. O simplemente educado.

            Me  pregunto por qué os cuento todo esto... ¿No será postureo? Mirad, chicos, qué importante soy codeándome con la realeza... Pues quizá; siempre he pensado que los escritores, aunque nos engañemos diciéndonos que no, somos en el fondo unos vanidosos de tomo y lomo. Pero, por otro lado, ha sido una experiencia curiosa y me apetecía compartirla con los merodeadores de estas áridas tierras de Babel.

sábado, febrero 7

Frío



Hace unos meses, comentaba aquí que las personas, cuando viajamos a otros países, lo hacemos rodeados por una burbuja de nuestra propia cultura. Es decir, aunque estemos en un entorno completamente distinto, seguimos comportándonos y pensando como si estuviéramos en nuestro país. Ahora añado que incluso quedándonos en España, seguimos envueltos en otra burbuja, la de nuestra clase social, nuestra educación y nuestro ambiente más inmediato. Yo, por ejemplo, no represento a lo que hoy es España, sino, en todo caso, a los madrileños de clase media, con estudios universitarios, profesión liberal, un estilo de vida acomodado, alto nivel cultural... Y mis conocidos y amigos más o menos lo mismo.

            Instintivamente, doy por hecho que, en general, los puntales básicos de mi estilo de vida son comunes a la mayor parte de mis conciudadanos. Todos tenemos casa, todos tenemos familia, todos nos alimentamos, todos nos protegemos de las inclemencias del tiempo de forma parecida, todos tenemos acceso a la sanidad y la educación... Sé que no es cierto; leo la prensa, escucho la radio, veo la TV, y estoy al tanto de que mucha gente en mi propio país carece de lo que yo considero básico. Pero una cosa es saberlo intelectualmente, y otra cosa es sentirlo de forma concreta siendo testigo directo.

            Por ejemplo, si leo que el tsunami del Índico causó más de trescientos mil muerto me horrorizo. Pero me horrorizo de forma abstracta, porque en realidad no puedo imaginarme a tal cantidad de gente ahogándose. Esas muertes no se convierten para mí en una experiencia, sino en un dato. Ahora bien, si estoy en la playa y veo que alguien, una sola persona, se ahoga, el choque emocional será mucho más intenso. Porque esa muerte no será un dato más en la estadística de los fallecidos por ahogamiento, sino una experiencia vital próxima a mí. Una cosa es saberlo y otra vivirlo.

            Como sabéis, en España estamos padeciendo los rigores de dos olas de frío, una polar y otra siberiana. En realidad, no tiene nada de extraordinario; estamos en invierno, ¿no? En Madrid llevamos un par de semanas con una rasca del carajo. Ahora mismo (son las 10:30) hay tres grados de temperatura en el exterior y está muy nublado. Mucho frío. Pero estoy en mi despacho, calentito...

            Pues bien, el pasado martes se estropeó la caldera que nos proporciona agua caliente y calefacción. Me desperté con la casa helada y tuve que ducharme con un agua que me hizo pensar en morsas y pingüinos. Llamé al servicio de reparaciones y se comprometieron a venir por la tarde. En total, la calefacción estuvo sin funcionar desde las siete de la mañana (cuando debería haberse conectado automáticamente) hasta que la repararon a eso de las seis de la tarde.

            Entre tanto, yo me puse a intentar trabajar, sentadito frente a mi escritorio como un buen niño. Llevaba pantalones de pana y un jersey bien gordo, pero al poco rato tuve que ponerme una manta sobre las piernas, porque me estaba quedando pajarito. Pero, ay amigos, no podía ponerme guantes (intenta pulsar un teclado con guantes y verás qué risa), así que las manos no solo se me estaban quedando heladas, sino que además empezaron a ponerse rígidas y a agarrotarse. Imposible trabajar así. Hacía tiempo que no pasaba tanto frío. A mediodía decidí salir a hacer algunos recados, porque así podría disfrutar de la calefacción del coche. Pero regresé a casa a la hora de comer y de nuevo me sentí como disidente soviético de vacaciones en un gulag siberiano. Sólo fueron once horas, pero coño, qué frío pasé.

            Y mientras estaba ahí, tiritando, pensé que mucha gente de mi propia ciudad iba a pasar todo el invierno en las mismas condiciones que yo en esos momentos. Personas que tienen casa, incluso trabajo o pensiones, pero que carecen del dinero necesario para poder permitirse el lujo de encender la calefacción. A eso lo llaman pobreza energética, como si ponerle nombre a las monstruosidades las hiciera más llevaderas. Mejor decir “pobreza energética” que “puta miseria”, supongo. Es más cool y nos deja más tranquilos.

            Últimamente se están produciendo en Madrid más incendios de lo normal. Mucha gente que no puede pagar la calefacción se calienta con braseros, estufas o, qué sé yo, haciendo una hoguera en un cubo. Entonces una chispa salta, la casa se incendia, los inquilinos mueren. Pero ¿qué importa? Sólo son estadísticas. He comprobado en Internet que también hay más muertes por intoxicación de monóxido de carbono, a causa de la mala combustión de braseros y estufas. Joder, tengo la sensación de haber vuelto a mi niñez, a finales de los 50, cuando esas cosas eran más habituales. O a lo mejor es que estamos regresando a Dickens...

            El martes pasado, mientras experimentaba los mismos rigores climáticos que un pobre energético, no dejaba de preguntarme cómo consentimos ese estado de cosas. Estamos empezando a aceptar como normal lo que sencillamente es inasumible. Cada día se hace más ancha la brecha entre los que les sobra de todo y los que no tienen nada, ni siquiera derecho a calentarse. Recuerdo que, cuando existía la Unión Soviética, en occidente se mostraban imágenes de colas interminables en Moscú para intentar adquirir algún producto básico, y a eso se le llamaba con sarcasmo el “Paraíso comunista”. Pues bien, esto que nos rodea es el rutilante “Paraíso neoliberal”.

            Cuando pienso en estas cosas, ¿sabéis lo que siento? Frío. Mucho frío. Y rabia, mucha rabia. ¿Cuánta gente tendrá que morirse congelada, o quemada, o asfixiada, hasta que reaccionemos? ¿O es que hace tanto frío que se nos ha congelado el corazón?