martes, enero 27

Cartas del pasado



            En enero del año que viene, se inaugurará en La Casa del Lector, del Centro Cultural El Matadero, una exposición sobre José Mallorquí, mi padre. Aparte de la exposición, habrá un ciclo de conferencias, proyecciones cinematográficas y se editará un libro. Ya os mantendré informados.

            El caso es que, para el libro dedicado a mi padre, se me ha ocurrido preparar un artículo que trate sobre su particular teoría literaria. Que no está recogida en ninguna parte. Entonces, ¿de dónde voy a sacarla? Pues de su correspondencia particular, pensé. Quizá mi padre mencionaba en las cartas algunas ideas sobre su técnica narrativa. Así que busqué en su archivo y reuní toda la correspondencia que encontré.

            Son cientos, probablemente miles de cartas escritas a máquina (o, mejor dicho, copias a papel carbón de sus cartas). Una barbaridad. Y no precisamente cartas cortitas, sino muy extensas. Es increíble; mi padre debió de escribir... no sé, ¿cuatrocientas novelas? ¿Quinientas? Y un mogollón de guiones radiofónicos y cinematográficos. ¿De dónde demonios sacaría tiempo para escribir tantas cartas? Contestaba a cuantos le escribían, y, entre admiradores, amigos y colaboradores, le escribía un huevo de gente. Lo suyo era pura grafomanía.

 

            Hasta ahora he revisado más o menos una cuarta parte de su correspondencia. No he encontrado mucho de lo que ando buscando, pero sí lo suficiente como para ser optimista respecto al artículo. Por ejemplo, he descubierto algo que me intrigaba desde hace tiempo. ¿De dónde sacaba mi padre la cuantiosa documentación que tenía, sobre todo acerca de Estados Unidos? Imaginaos que estáis en la aislada, pobre y gris España de los años 40 y 50, y queréis conseguir datos sobre, qué se yo, la historia de California, las tribus indias, armas de fuego del Oeste o datos del territorio de Utah, por ejemplo. ¿Cómo demonios conseguía todo eso? (a los merodeadores más jóvenes les recuerdo que por entonces no existía Internet).

            Mi padre obtenía la documentación de muchas maneras, pero había una que me ha sorprendido: la filatelia. Además de escritor, mi padre era un gran coleccionista de sellos. Pues bien, por entonces existían listas de correos que permitían ponerse en contacto a filatélicos de todo el mundo para intercambiar sellos. Mi padre mantenía correspondencia con varios coleccionistas extranjeros; entre ellos al menos dos que vivían en Estados Unidos. Y he podido comprobar por su intercambio epistolar que les pedía con frecuencia que le consiguieran y enviaran libros, folletos, revistas, etc. Curioso, ¿verdad?

            Hasta ahora, la mayor parte de las cartas que he revisado son de los años 40 y 50, cuando yo todavía no había nacido (o sólo era un encantador mamoncete). La mayor parte no tienen interés; son cartas de trabajo o contestaciones a los fans. Pero otras, un treinta por ciento o así, son más personales; correspondencia con amigos y familiares. Tampoco es que tengan gran importancia objetiva, pero en ellas se trasluce la personalidad de quien las ha escrito.

            Ahora tengo dos años más que mi padre cuando murió, así que puedo compararme con él de igual a igual. Y no podemos ser más diferentes. No solo en aspectos personales, que sería lógico, sino en nuestra actitud frente al mundo y la forma de relacionarlos con los demás. En realidad, lo que nos separa son diferentes usos y costumbres sociales.

            Mi padre, en las décadas de los 40 y 50, tenía entre treinta y tantos y cuarenta y pocos años. Sin embargo, su correspondencia personal era muy formulista, muy seria y contenida. Eran las cartas de una persona formal, de un hombre consciente de su posición (escritor de éxito), pero el mismo tiempo algo tímido e inseguro, como si no acabara de creérselo. También son las cartas de un novelista, así que hay frecuentes rasgos de ingenio y una prosa muy cuidada. El tono es cordial, pero algo envarado.

            Yo no me expresaba así cuando tenía treinta y tantos o cuarenta y pocos años. Mis cartas eran mucho más desenfadadas, más próximas y coloquiales. Claro que yo no escribía ni remotamente tantas cartas, ni por entonces era un escritor de éxito. Pero da igual; también he leído algunas de las cartas que recibía mi padre, y el tono era el mismo: formulista y rígido. Creo que era cosa de la época, de cómo interactuaba la gente antes.

            Pero también he leído varias cartas que mi  padre escribió a finales de los 60 y comienzos de los 70 (algunas pocos meses antes de su muerte). El tono cambia, es más coloquial y mucho menos rígido, sin apenas formulismos. Al contrario que en las primeras cartas, mi padre escribía en su última etapa con frases mucho más cortas, sin apenas retórica. Sin embargo, se expresaba como un “señor mayor”. Y así le recuerdo yo: como un “señor mayor”.

            Ahora tengo dos años más que él; soy mayor, sin duda, un genuino cascajo. Pero ni hablo, ni visto, ni escribo, ni me comporto como un “señor mayor”. Tampoco lo hacen mis amigos de mi edad. Quizá seamos una panda de inmaduros peterpanes, pero creo que de nuevo se trata de un cambio en los usos sociales. Antes, la edad madura implicaba adoptar un rol. Ahora no. O a lo mejor es que los roles de las diferentes edades se han unificado.

            En la época de mi padre, la edad  avanzada se consideraba un valor positivo. Se suponía que los muchos años implicaban un enriquecimiento de experiencia y sabiduría, así que las personas mayores eran respetadas. Por eso, los adultos adoptaban roles acordes a su dignidad; y por eso los jóvenes intentaban parecer adultos lo antes posible. Pero ahora es al revés. Lo que se valora es la juventud, así que los “señores mayores” han desaparecido y todo el mundo adopta roles juveniles.

            Mientras leo la correspondencia de mi padre, siento a flor de piel el paso del tiempo. A través de las palabras que escribió soy testigo de cómo evolucionaba su personalidad, de cómo cambiaba. Y no sólo él, sino también la sociedad entera. Sorprendentemente, no experimento nostalgia; ¿cómo iba a sentirla si la mayor parte de lo que he leído fue escrito cuando yo aún no había nacido? Pero lo que sí siento es un puntito de tristeza.

            Muchas de las cartas están dirigidas a (o hablan de) amigos de mi padre que no tengo ni la más remota idea de quiénes son. A veces, las cartas incluyen fotos de personas que son completos extraños para mí. En las cartas se comentan pequeños acontecimientos que afectaron a mi familia, pero que yo ignoraba por completo. Y eso es lo triste: el olvido. Las cartas también acumulan mucho polvo y, tras cada sesión de lectura, acabo con las manos grises, tiznadas de recuerdos marchitos. Es como si ese tiempo, el tiempo de mi padre, hubiese ardido, dejando atrás tan solo un montón de cenizas. Estoy paseando entre ruinas al borde de la nada.

            Desde hace seis meses, cuando murió mi hermano José Carlos, me he convertido en casi lo único que queda de ese tiempo. Soy el guardián desconcertado de una memoria incompleta. No llevo una antorcha en las manos, sino un puñado de polvo.

            Sí, es un poco triste...

viernes, enero 16

Más sobre lo mismo



            A lo largo de mi vida, sólo he tirado dos libros a la basura. Es decir, me he desecho de muchos, pero vendiéndolos, regalándolos o prestándolos, que viene a ser lo mismo. Pero ¿arrojarlos a la basura? Eso va contra mis principios. Sin embargo, lo he hecho dos veces. La primera con Y al tercer año resucitó, de Vizcaíno Casas; me lo regalaron, le eché una ojeada, lo rompí en pedazos y, hala, a la papelera. Cualquiera que conozca esa mierda impresa me comprenderá.

            La segunda vez ocurrió muchos años después. Me habían hablado muy bien de Las máscaras del héroe, la primera novela de Juan Manuel de Prada. Aún no conocía la ideología de ese señor, así que la compré y pasó a engrosar mi sección de libros por leer, esperando una lectura que, estadísticamente hablando, puede demorarse décadas. Y se demoró tantos años que me olvidé por completo de que lo tenía. Entre tanto, fui conociendo las opiniones ultraconservadoras y ultracatólicas del autor. Un día, haciendo limpieza de mi biblioteca, encontré la novela; y, sin darle muchas vueltas, la tiré.

            Me daba igual si se trataba de una buena novela o no; era una cuestión de higiene. Veréis, creo que la lectura es un acto muy íntimo por el que permites que un extraño penetre en tu mente. Así que, si ese extraño me parece repugnante, no pienso consentir la penetración (vale, esto suena un poco gay, pero ya me entendéis).

            Pues bien, jamás habría creído que fuese a incluir un texto de de Prada en este sacrosanto lugar que es Babel, pero lo voy a hacer. Se trata de un artículo llamado Yo no soy Charlie Hebdo, aparecido en el ABC del pasado diez de enero. Me apresuro a aclarar que yo no leo el ABC; supe de la existencia de ese artículo en el excelente blog de literatura Patrulla de salvación. Reproduciré tan solo el fragmento que destaca dicha bitácora:

            “(...) debemos recordar que las religiones fundan las civilizaciones, que a su vez mueren cuando apostatan de la religión que las fundó; y también que el laicismo es un delirio de la razón que sólo logrará que el islamismo erija su culto impío sobre los escombros de la civilización cristiana. Ocurrió en el norte de África en el siglo VII; y ocurrirá en Europa en el siglo XXI, a poco que sigamos defendiendo las aberraciones de las que alardea el pasquín Charlie Hebdo. Ninguna persona que conserve una brizna de sentido común, así como un mínimo temor de Dios, puede mostrarse solidaria con tales aberraciones, que nos han conducido al abismo.”

            Si queréis leer el artículo completo, podéis hacerlo pinchando AQUÍ. Pero, atención, os advierto que este enlace conduce a un lugar lleno, no de virus, sino de gérmenes patógenos que pueden provocaros trastornos de estómago y el vómito.

            Vale, de Prada condena el asesinato de los miembros de Charlie Hebdo, lo cual está muy bien. Lo malo es que, a continuación, prosigue con un “pero”. Y, ay mamaíta, qué chungos son esos peros... Es como cuando alguien dice “Yo no soy racista, pero...”. Ese “pero” viene a querer decir: “No está bien visto considerarse racista, así que no lo voy a confesar, aunque no me cabe duda de que los negros, los árabes, los judíos, los gitanos, los orientales o cualquiera que no sea como yo, son, evidentemente, razas inferiores que deberían quedarse en sus países de mierda si no quieren arriesgarse a que, justamente, les fumiguen con Zyklon B”. Hay  que ver lo que da de sí un pero, ¿verdad?

            Bueno,  ¿qué significa en concreto el pero de de Prada? Permitidme ilustrarlo con un ejemplo. Imaginaos a una chica joven y guapa que una noche sale a tomar una copa con unos amigos. La chica lleva minifalda y viste una blusa semitransparente con un revelador escote. Después de la velada, ya de madrugada, la joven vuelve a su casa y, durante el trayecto, tropieza con una panda de hombres que la arrastran a un callejón y la violan repetidas veces.

            Entonces, con entera seguridad, aparecerá alguien que diga: “Eso de la violación es una barbaridad, pero joder, es que la tía iba provocando”. Primero la condena biempensante, y acto seguido la justificación de la barbarie. Una justificación que en realidad se traduce por: “Se merecía que la violasen, por puta”. Porque, según ese tipo de mentalidad, la chica no debería haber salido de su casa, que es donde por la noche deben estar las mujeres decentes. Y, sobre todo, la chica no debería haberse vestido así, sino de forma recatada, como hacen las mujeres honradas. Por tanto, en el fondo, la culpable de la violación es ella.

            Pues bien, exactamente eso es lo que argumenta de Prada en su artículo (palabra ésta cuyas cuatro últimas letras definen muy bien el contenido). Ha estado muy mal matar a los miembros de Charlie Hebdo, pero ellos se lo han buscado, por blasfemos. No es la primera vez que leo esta opinión; aunque, eso sí, sin la efervescencia ultramontana de de Prada. Mmmm... Tengo tantas cosas que decir al respecto, que no voy a decir nada, salvo lo elemental.

            Volviendo al ejemplo: La chica, como todas las personas, tiene derecho a vestirse como le venga en gana. Y si alguno, al verla, se pone palote, que se la casque. Y si alguno se ofende, que no la mire. Ella es libre de hacer lo que quiera con su ropa.

            Pero, alegarán algunos, la libertad individual está limitada por la libertad de los demás. Cierto, el límite es la libertad ajena. Pero no la susceptibilidad. Veréis, a mí me ofenden ciertas manifestaciones públicas religiosas, me ofenden los comentarios machistas, me ofenden los programas de Telecinco, me ofenden los pantalones campana. ¿Qué hago? No asisto a actos religiosos, no escucho –y si escucho rebato- comentarios machistas, no veo Telecinco, no compro pantalones campana. Así de sencillo. Pero no pido la pena de muerte para quienes promueven todo eso, ni la de cárcel. Ni siquiera lo prohibiría, por muy poco que me guste (bueno, los pantalones quizá sí).

            A mí me ofende con frecuencia el ABC, pero no exijo su cierre (ni, por supuesto, el asesinato de sus redactores). Sencillamente, no lo leo. Me ofende y mucho el artículo de de Prada, pero si lo he leído ha sido porque he querido, y creo que su autor tiene todo el derecho del mundo a expresar sus opiniones, igual que yo tengo el derecho a criticarlas. Y si algún día un ateo descerebrado le pegara un tiro a de Prada, la culpa sería del ateo descerebrado, no de las opiniones de de Prada, por muy poco que me gusten. ¿Te ofende el humor de Charlie Hebdo? Pues no lo leas, pero defiende, como Voltaire, el derecho de sus autores a expresarse libremente.

            Charlie Hebdo practica la sátira salvaje, el mal gusto como provocación. En cierto modo, es un humor infantil, como cuando un escolar dibuja una polla y unos cojones en la pizarra, o como yo, ahora, al decir: ¡Mira, tetas! -> (.Y.) Cuando esa clase de humor se usa con talento e ingenio, el resultado es muy estimulante. Pero cuando se queda en un mero épater le bourgeois, pues sencillamente no tiene gracia. Y no me cabe duda de que había mucho de eso último en Charlie Hebdo, mucho mal gusto por el afán de epatar. ¿Y qué? En lo que a mí respecta, la más gratuitamente blasfema viñeta de Charlie Hebdo se queda en un chiste de monja al lado del repugnante artículo de de Prada.

            No obstante, defiendo con toda convicción el derecho de ese articulista a publicar todas las gilipolleces que le vengan en gana. La libertad de expresión debe aplicarse no solo a aquello que nos gusta oír, sino también, y sobre todo, a lo que no nos gusta. Porque, aunque eso parece no entenderlo de Prada, el lema “Je suis Charlie” no significa que queramos hacer ese tipo de humor, ni siquiera que nos guste. Lo que realmente significa es que queremos poder hablar con libertad. Porque, en contra de lo que sostiene de Prada, puede que muy al principio la religión hiciera avanzar a la humanidad (como factor de cohesión social): pero a partir de un punto, fue todo lo contrario, la libertad de pensamiento y expresión, lo que nos hizo evolucionar.

viernes, enero 9

La risa vencerá



            ¿Os habéis parado alguna vez a pensar por qué existe el sentido del humor? No es una pregunta retórica; está claro que en algún momento, durante el proceso evolutivo que nos condujo de la rama de un árbol a los cómodos asientos en que ahora nos aposentamos, apareció el humor. Y se quedó con nosotros para siempre, lo que demuestra que el humor tiene alguna utilidad para la supervivencia de la especie. Pero, ¿cuál? Una posible respuesta es que la risa alivia el dolor. Me refiero al dolor físico, porque está demostrado que cuando te ríes tu umbral del dolor se eleva; pero también, y sobre todo, al dolor moral.

            Un momento: ¿Sólo los humanos tenemos sentido del humor? Pues nadie lo sabe a ciencia cierta, pero yo diría que sí. Incluso diría que el humor es uno de los principales rasgos distintivos del ser humano. Y no me vengáis diciendo que tenéis un perrito o un gatito que son la monda de graciosos, porque tenemos una gran tendencia a atribuir emociones humanas a actitudes animales que nada tienen que ver.

            Lo que sí se ha demostrado es que muchos animales, cuando están a gusto, emiten ciertos sonidos característicos. Por ejemplo, cuando los chimpancés se lo pasan bien prorrumpen en una especie de jadeo. Y se cree que nuestra risa no es más que una evolución de ese jadeo simiesco. Pero, atención, una cosa es hacer “ha-ha” cuando estás disfrutando, y otra muy distinta hacer “ha-ha” cuando lo estás pasando fatal. De hecho, eso último parece absurdo, ¿verdad? La explicación, supongo, es conductista. Si cuando estás bien te ríes, si te ríes –aunque no tengas motivos- tiendes a estar bien (o, al menos, mejor).

            Los humanos somos los únicos animales conscientes de que, hagamos lo que hagamos, vamos a morir. Lo cual es muy chungo; no lo de morirse, sino lo de saberlo por anticipado. La muerte es terrible e inevitable y, ante ella, sólo caben cuatro opciones. Una de esas opciones es el humor, reírse de la muerte. No vale para nada práctico, pero alivia.

            Permitidme poner un ejemplo extraído de mi vida. Yo tenía 19 años cuando mi padre se suicidó. Su muerte fue un mazazo para mí, me dejó hecho mierda. Esa misma tarde vinieron a verme unos cuantos amigos, y yo, sin proponérmelo, me puse a bromear y a hacer chistes. Recuerdo las caras de desconcierto de mis amigos –supongo que pensaban que me había vuelto loco, o que era un monstruo-, pero yo no podía parar de bromear, lo necesitaba, era imprescindible. Y no porque la risa me hiciese sentir bien (eso era imposible), sino porque la risa me ayudaba a no sentirme peor, a no volverme loco de pena, a no desmoronarme. La risa, como tantas otras veces a lo largo de mi vida, me salvó.

            Hace poco, en un excelente blog amigo, se comentaban una serie de libros en los que sus autores relataban el proceso emocional que habían seguido ante la pérdida de un ser querido. La gestora del blog decía que la lectura de esos libros podía ser un alivio para quienes sufren una pérdida similar. Yo escribí un comentario diciendo que no, que quizá fueran un alivio para quienes los escriben, pero no para quienes los leen. La encantadora bloguera refutó mi opinión con sólidos argumentos, y yo no respondí. No porque me convenciese, sino porque a lo mejor se trataba de que yo soy un tío raro. Porque ante una pérdida terrible no quiero leer historias terribles. Quiero leer a Woodehouse, y a Jardiel Poncela, y a Mark Twain, y a Evelyn Waugh, y ver películas de los Hermanos Marx, y de Woody Allen, y de Billy Wilder. Ante un suceso terrible quiero reírme, porque la risa será el bálsamo de urgencia que empezará a curar las heridas. Y si no lo consigo, si ante la muerte no logro desplegar el abanico del humor, entonces habré fracasado y comenzaré a estar yo también un poquito muerto.

            Joder, qué serio me estoy poniendo. Parece un contrasentido... Pero es que, en el fondo, el humor es algo muy serio. A fin de cuentas, el humor no es más que un punto de vista distinto sobre la tragedia.

            Hasta ahora he hablado del humor como escudo, pero el humor también puede ser una espada. La ironía y el sarcasmo, esas son las principales armas del humor. Y son armas tremendas, poderosísimas. Si tu enemigo se alza, metafóricamente, sobre un pedestal (y todos los enemigos lo hacen), no será necesario que le ataques; bastará con que socaves su pedestal.

            Una anécdota (probablemente apócrifa) de Winston Churchill puede ilustrar este punto. Estaba Churchill dando un discurso en el parlamento, cuando una diputada de la oposición le interrumpió y le dijo: “Señor ministro, si Vuestra Excelencia fuese mi marido, yo pondría veneno en su taza de té”. Churchill la miró fijamente, se quitó las gafas y respondió: “Y si yo fuera su marido, señora, me tomaría ese té”. ¿Qué puedes hacer o decir ante esa respuesta? Pues nada, salvo enrojecer, sentarte y no volver a abrir la boca durante todo el debate. Porque el humor no te derriba; sencillamente, te desarma.

            Decía unos párrafos más arriba que, ante la inexorabilidad de la muerte, sólo caben cuatro opciones. Una es procurar olvidarnos de ella; sabemos que la vamos a palmar, pero no pensamos mucho en ello (todos lo hacemos, no me digáis que no). Otra posibilidad es desear la muerte, aunque eso no está al alcance de todos, claro. La tercera alternativa, como ya he señalado, es reírnos de la muerte. ¿Y la cuarta? Pues negar, contra toda evidencia, la muerte. Es decir, tu cuerpo físico acabará convertido en polvo, sí, pero la parte sustancial de ti mismo, la supuesta alma, sobrevivirá e irá a otro lugar o se reencarnará. Lo que sea, pero tú vas a estar ahí para verlo, aunque hayas renacido en forma de cucaracha.

            Alguien, no recuerdo quién, dijo: “La tumba de los hombres es la cuna de los dioses”. O sea, que inventamos las deidades para dar una salida a nuestro miedo a morir. Esta frase, aunque no es del todo cierta, si resulta bastante aproximada. Pues bien, paradójicamente, dos de nuestras opciones para vencer al temor a la muerte -el humor y la religión- son incompatibles entre sí. Dios y la risa no casan bien.

            En el fondo es lógico. Por un lado tenemos el concepto de “dios”. Un ser tan poderoso que, literalmente, puede hacer contigo lo que le venga en gana no invita precisamente a la broma, sino más bien al acojone (por eso los creyentes le dan tanta coba). Por otro lado está la actitud mental de los creyentes. Porque creer en cosas increíbles supone dejar de lado la racionalidad y zambullirte en una emocionalidad tan íntima que no admite el menor cuestionamiento. “Si atacas a lo que creo, me estás atacando a mí”. Y no hay nada que hiera tanto a quienes albergan ideas absurdas que la risa. La burla duele más que los insultos.

            Eso no quiere decir, por supuesto, que los creyentes no tengan sentido del humor, sino que los creyentes son incapaces de aplicar el humor a lo que consideran sagrado y, por tanto, intocable. No obstante, cuanto más ciegamente creyente seas (cuanto más fanático seas), menos sentido del humor tendrás, porque para los fanáticos todo es sagrado. A fin de cuentas, de eso va El nombre de la rosa; de la incompatibilidad entre la fe y la risa.

            Todo esto viene a cuento, si es que viene a cuento, por los asesinatos cometidos durante el asalto a la redacción de la revista Charlie Hebdo a manos de dos descerebrados integristas islámicos. ¿El pecado de esos redactores? Haber osado reírse de unas creencias risibles. Ya veis, para algunos el sentido del humor se castiga con la pena capital. A eso se le llama no saber encajar las bromas.

            Al principio pensaba escribir sobre los perjuicios de la religión, ilustrándolos con la famosa frase de Weinberg: “Con o sin religión siempre habrá buena gente haciendo cosas buenas y mala gente haciendo cosas malas. Pero para que la buena gente haga cosas malas hace falta la religión”. Sin embargo, ¿qué sentido tendría? ¿A quién voy a convencer que no esté convencido ya? También pensaba criticar el relativismo cultural (y algún día lo haré), pero sólo voy a decir algo en este sentido: No todas las culturas son aceptables en todos sus términos. O, mejor dicho, no todas las actitudes culturales son legítimas. La, llamémosla así, cultura occidental tiene muchos, muchísimos defectos, pero uno de sus productos (al menos como aspiración) es mejor que cualquier otro que conozca: la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En mi opinión, se trata del avance ético más importante de la historia.

            Pues bien, contra eso atentaron los dos descerebrados integristas (definirlos así es un pleonasmo, me temo). En concreto, atentaron contra la libertad de pensamiento y de expresión (y contra el derecho a la vida, claro). Atentaron contra la potestad que todos tenemos de reírnos de lo que nos venga en gana. Atentaron contra el sentido del humor, se propusieron acallar las risas. Y si lo consiguen, habrán ganado.

            Siempre he admirado la escuela francesa de periodismo satírico. No sé si lo sabéis, pero a comienzos de los 80 hubo una versión española de la revista Hara-kiri, precursora de Charlie Hebdo. Allí conocí el trabajo de dos de los asesinados en el atentado: Wolinski y Cabu. Me encantaban, hacían un humor muy salvaje.

            Wolinski, Cabu y otras diez personas están ahora muertas (y otras once heridas), algo que, supongo, en principio no les haría ninguna gracia. Pero estoy seguro de que, de un modo u otro, acabarían encontrando la forma de encontrar el lado gracioso de su propia muerte. Pues bien, eso, la risa, les hará inmortales, y no la tonta creencia en absurdas deidades e ideas.

            Porque, llamemos a las cosas por su nombre, esos dos funestos integristas (otro pleonasmo) son unos hijos de puta, sí; pero sobre todo son un par de gilipollas sin el menor sentido del humor.

            Que les jodan.

lunes, enero 5

Reyes 1957



            Ante todo, feliz año nuevo amigos míos, merodeadores todos. Os deseo lo mejor para el 2015, y que en este año que empieza podamos ver cómo los partidos políticos traidores se hunden en la miseria, y cómo los corruptos desfilan camino de la cárcel.

            También quiero desearos que los Reyes Magos de Oriente os traigan todo lo que hayáis pedido y mucho más. Y como esta noche es noche de Reyes, la fiesta navideña que más me gusta, os dejo un regalito estúpido e inútil, pero entrañable.

            Veréis, quizá hay algo que no sepáis de mí: no tiro nada, lo guardo todo. No os podéis imaginar la de cosas absurdas que conservo. Para desesperación de mi santa, una mujer práctica que, a poco que la dejasen, me tiraría hasta a mí (y con no poca razón). Creo que esa obsesión por guardarlo todo me viene de mis padres, que también almacenaban cantidades ingentes de gilipolleces. Y entre esas cosas que almacenaban hace no mucho encontré lo que quizá sea mi primera carta a los Reyes Magos. Podéis verla ahí arriba.

            La letra inteligible es de mi madre. ¿Y qué es eso de “Quique”? Pues yo, amiguitos, porque mi auténtico nombre es César Enrique, y en mi familia me llamaban Quique hasta que llegué a la adolescencia y di un golpe de estado nominal.

            Siempre he pensado que debe existir alguna relación entre el nombre de una persona y su apariencia física. Por ejemplo, una chica que se llame “Bárbara” tiene que estar buenísima, igual que un tío llamado Aitor debe ser lo suficientemente fornido como para levantar una piedra de 300 kilos sin despeinarse. Pues bien, cuando cumplí 15 años ya medía un metro noventa. ¿Puede un tío de metro noventa llamarse “Quique”? Pues no, suena a chiste.

            Pero que un tipejo altote y fuertote se llame César parece correcto. Además, yo me llamo César nada más y nada menos que en honor a César de Echagüe, más conocido como El Coyote, y eso mola. De modo que, como Enrique no me gusta y César Enrique suena a protagonista de culebrón venezolano, cuando cumplí quince años le exigí a todos mis familiares que, a partir de ese momento, me llamaran César. Y lo conseguí, entre otras cosas porque cuando me llamaban Quique no les hacía ni caso.

            Volvamos a la carta. La “escribí” en 1957, cuando tenía cuatro años. Como es lógico no sabía escribir, así que imité letras y puse garabatos. ¿Qué narices se supone que estaría pidiendo? Ni idea, aunque hay una pequeña pista. Si os fijáis, en la mitad superior de la hoja se intuye una palabra: “puta”.

            ¿Yo, a los cuatro añitos, le estaba pidiendo a los Reyes Magos que me trajeran una puta? Cielo santo, qué precocidad... Y qué prematuro indicio de lo depravada que iba a ser mi vida.

            En fin, queridos y queridas, espero que los Reyes Magos os traigan lo más importante de todo: felicidad.

            Besos y abrazos.