viernes, enero 24

Alexandra y la nostalgia




            El otro día leí en el periódico que Alexandra Bastedo había muerto de cáncer el pasado 12 de enero, a los 67 años de edad. Me llevé un pequeño disgusto.

            ¿Y quién demonios era Alexandra Bastedo?, os preguntaréis. Ah, qué jóvenes sois, condenados... Era una actriz inglesa, aunque trabajó mucho en España durante los 70, en películas como La Novia Ensangrentada, Odio Mi Cuerpo, El Clan de los Nazarenos o El Mirón. Pero el origen de su (relativa) fama no le vino de ninguno de esos films, sino de una serie de TV inglesa que sólo tuvo dos temporadas (1968-1969) y 30 episodios: Los  invencibles de Némesis (The Champions, en la versión original).

            Los protagonistas eran tres agentes secretos, dos hombres y una mujer (Bastedo), que trabajaban para una organización internacional al servicio de las Naciones Unidas llamada Némesis. Durante su primera misión, en China, el avión en que viajaban sufría un accidente en el Himalaya, pero los tres agentes no sólo sobrevivían, sino que además eran rescatados por un monje perteneciente a una civilización perdida. Y ese monje les adiestraba para que adquiriesen poderes mentales. Luego, volvían a Europa dotados de habilidades tales como telepatía, fuerza sobrehumana o supermemoria.

            En resumen, la serie iba de agentes secretos, poderes psíquicos y ciencia ficción. Puro pulp inglés, que es una modalidad de pulp bastante rara. A mí me encantaba, por dos motivos: En primer lugar, porque eso de los poderes mentales y el misticismo tibetano me chiflaba por aquel entonces. En segundo lugar, porque yo era un adolescente de 16 años cuando la serie se estrenó en España, las hormonas me crepitaban como palomitas de maíz, y Alexandra Bastedo estaba buenísima.

            De hecho, creo que la segunda razón pesaba más que la primera, porque de Alexandra me acuerdo perfectamente, pero de la serie muy poco. La verdad es que sólo recuerdo una escena: Dos de los agentes están prisioneros y maniatados en una casa. No saben dónde se encuentra esa casa, pero hay un teléfono y logran ver el número. Entonces, le envían telepáticamente ese número al tercer agente, que les está buscando, y así éste localiza la dirección del teléfono y consigue rescatarles.

            Es una chorrada, pero ilustra uno de los principales puntos a favor de la serie (aparte de la Bastedo): los poderes psíquicos de los agentes eran muy limitados. Por ejemplo, su telepatía; no podían, si mal no recuerdo, leer la mente de las personas, pero sí podían enviarse entre sí mensajes mentales sencillos. Un número de teléfono, por ejemplo.

            ¿Era una buena serie? Ni idea; a mí me encantaba, pero yo era muy joven y en aquella época no sería la primera cosa muy mala que me gustaba. Supongo que hoy resultaría ingenua y muy sesentera en el peor sentido de la palabra. No lo sé. Pero Alexandra Bastedo estaba como un queso y fue uno de los referentes eróticos de mi adolescencia.

            Quizá no nos damos cuenta, pero la televisión forma parte del escenario de nuestras vidas, y se establecen fuertes vínculos emocionales con las series y sus personajes. Hace unos meses, nos reunimos un grupo de amigos en mi casa para ver series antiguas que había comprado en DVD. Vimos episodios de, por ejemplo, Bonanza, El Santo, Viaje al fondo del mar, Superagente 86 o Alfred Hitchcock presenta.

 
           Bonanza fue enormemente popular en su época y muy longeva (14 temporadas, de 1959 a 1973). Contaba las aventuras de una familia de terratenientes –padre viudo y tres hijos varones-, los Cartwright, en el salvaje Oeste. El episodio que vimos era malísimo. No me extrañó; Bonanza me gustaba cuando era niño, pero ya en la preadolescencia me di cuenta de que era un coñazo. Sin embargo, se me enterneció el corazón cuando vi a Hoss, el hermano grandote y fuerte, pero más bien simple. Hoss Cartwright, interpretado por el prematuramente fallecido Dan Blocker, era el favorito de todos los niños.

            Viaje al fondo del mar (1964-1968) trataba de un submarino atómico supersofisticado (el Seaview) que, en el curso de sus misiones, solía enfrentarse a científicos locos, monstruos gigantescos o malintencionados extraterrestres. Era una serie mala, ciencia ficción de guardarropía, pero era mi serie favorita de niño. La emitían los sábados a última hora de la tarde, y esa era una cita ineludible para mí. Vimos el episodio piloto, y mi buen amigo Samael y yo aullábamos imitando los ruidos del submarino o pronunciando las frases características de la serie (¡Control de daños, control de daños...!).

            El Santo (1962-1969) fue la serie de TV inglesa que lanzó a Roger Moore, que luego sería el tercer (y más nefasto) James Bond. La serie trata de un tipo, un hombre de acción –Simon Templar-, que va por el mundo ayudando a la gente. Así de simple. Está basada en una serie de novelas muy populares por aquel entonces del escritor inglés Leslie Charteris (llevadas al cine varias veces). Lo que pasa es que en las novelas Simon Templar, El Santo (por sus iniciales), es en realidad un irónico delincuente y asesino cuyo código moral le permite robar (o matar) a los malvados, siempre y cuando ayude a los inocentes. Una especie de Robin Hood moderno, para entendernos. Pero ese lado oscuro fue eliminado de la serie, así que el personaje se quedó un poco blandito. O, al menos, eso me parecía a mí por entonces, ya que había leído un par de novelas de Charteris y podía hacer la comparación. Sin embargo, el episodio que vimos no estaba nada mal; un thriller internacional bastante solvente.

            Superagente 86 (1965-1970) era una sátira de las películas de espías creada por Mel Brooks y protagonizada por Don Adams en el papel de Maxwell Smart, un agente secreto absolutamente imbécil, y Barbara Feldon como su compañera, la Agente 99, algo más lista que él, pero no demasiado. Cuando era pequeño me partía de risa con esa serie. Hace unos meses volvimos a verla y todos nos volvimos a partir de risa. Es un clásico.

           
 Igual que Alfred Hitchcock presenta (1955-1965). Es la serie más antigua de todas las citadas, pero claro, estaba producida por el gran Hitchcock y muchos de los episodios dirigidos por él. Una obra maestra intemporal de la televisión. Y lo mejor: las irónicas presentaciones y despedidas de cada episodio a cargo del propio Hitchcock. Vimos el episodio 7 de la primera temporada (Breakdown), dirigido por el viejo Hitch y protagonizado por Joseph Cotten, y era tan moderno e innovador como la más moderna e innovadora serie actual.




            Me acabo de acordar de que también vimos otras dos series, un episodio de Misión imposible y otro de Los invasores.

            Misión Imposible (1966-1973) ya la conocéis por las versiones cinematográficas protagonizadas por Tom Cruise. A mí me encantaba, aunque reconozco que su planteamiento básicamente consistía en realizar misiones de la forma más absurdamente complicada posible. Barbara Bain, la tía buena del equipo, nunca me pareció que estuviese buena, pero me encantaba Martin Landau, interpretando a Rollin Hand, con esa cara suya de enterrador, disfrazándose constantemente como si fuera Mortadelo. Y Peter Lupus, un culturista que creo que jamás tuvo una miserable línea de diálogo. Los años se le notan a esta serie, pero la música de Lalo Schifrin sigue siendo molona.

            Los invasores (1967-1968) contaba la historia de David Vincent, un arquitecto que una noche, viajando en su automóvil, presencia el aterrizaje de un OVNI en una zona rural. Investiga y descubre que hay una invasión alienígena en marcha. Los extraterrestres se infiltran adoptando nuestra apariencia, salvo en un aspecto: no pueden doblar los dedos meñiques, así que van todo el día por ahí como si sostuvieran una taza de te. Yo era un chiflado de la ciencia ficción, así que Los invasores me chiflaba, aunque reconozco que los capítulos eran muy repetitivos. David Vincent llegaba a un sitio y descubría un grupo de aliens; luchaba contra ellos, los vencía y se iban sin dejar huellas, de modo que las autoridades no creían al pobre Vincent. En cualquier caso, mientras duró la serie, en el colegio todos íbamos con los meñiques tiesos.
           En fin, qué sobredosis de nostalgia. Pero esos fueron algunos de mis compañeros de la infancia. Mi novia Alexandra Bastedo, mi hermano mayor Hoss Cartwright, mi submarino particular, el Seaview, y mis amigos Simon Templar, Maxwell Smart, David Vincent, Rollin Hand  o Alfred Hitchcock, entre otros muchos. La verdad es que, bien pensado, hemos tenido suerte de nacer en la era de la televisión.

            Y ahora, antes de despedirme, un aviso: estaré fuera de circulación durante las próximas dos semanas. Por nada malo, no os preocupéis. Ya os contaré.

viernes, enero 17

Hipocresía


 
            Pocas cosas dan tanta pereza como discutir sobre cuestiones en las que es imposible ponerse de acuerdo. Eso sucede con la religión, por ejemplo: jamás un ateo convencerá a un religioso y viceversa, y lo mismo ocurre con la política, los toros o el nacionalismo. El problema es que en estas cuestiones interviene en gran medida el factor emocional, y se puede debatir civilizadamente en base a razones, pero no enarbolando sentimientos.

            Uno de esos temas controvertidos es el del aborto, que tan  de moda está ahora gracias (?) al proyecto de ley Rajoy-Gallardón (porque, no lo olvidemos, dicha ley no solo está impulsada por ese ministro que tanto se parece al señor Smithers de los Simpson, sino también por nuestro ínclito presidente de gobierno). Voy a intentar dejar clara mi posición al respecto: Creo que la mujer es la única que tiene derecho a decidir sobre lo que ocurre con su cuerpo, y eso afecta a algo tan determinante como el embarazo. Así pues, creo que el aborto es un derecho inalienable de la mujer. Con ciertos límites; en concreto, el momento en que el feto pueda llevar una vida independiente de la madre, salvo que la salud de ésta corra peligro. La actual ley de plazos establece ese límite en 14 semanas, y mí me parece bien porque está claro que un feto de 14 semanas no puede llevar una vida independiente.

            Bien, ésa es mi posición, pero no el tema que pretendo debatir aquí, de modo que no pienso entrar al trapo de si el aborto es moralmente bueno o malo. Porque de lo que quiero hablar es de la hipocresía de ese proyecto de ley y de muchos antiabortistas. Y lo voy a hacer utilizando sus mismos argumentos.

            La única razón para oponerse al aborto es considerar que el feto, desde el momento de la concepción, es un ser humano con los mismos derechos que cualquier otro ser humano, como tú, el vecino o quién sea. Yo no lo creo, igual que no creo que una bellota germinada sea una encina, pero lo que yo crea o deje de creer carece de importancia. El caso es que ése es el principal argumento de los antiabortistas: que los fetos son desde el primer instante seres humanos con todos sus derechos plenamente vigentes. Prueba de ello es que los antiabortistas, en sus campañas, nunca muestran la imagen de un feto de 14 semanas, que viene a tener el tamaño de un ratón, sino fotos de sonrientes y rollizos bebés de ojos azules y varios meses de edad. Es decir, que para ellos un feto y un niño son lo mismo (con la única salvedad de que el niño sale mejor en las fotos). Por tanto, un aborto es un asesinato.

            Pues bien, como mero experimento mental, vamos a aceptarlo. Y a partir de aquí, ojo, no voy a argumentar en base a mi punto de vista, sino siguiendo el criterio de los antiabortistas.

            Según el proyecto de ley Rajoy-Gallardón, para poder abortar legalmente sólo existirán dos supuestos: Violación o riesgo para la salud de la madre. Sobre el segundo supuesto podríamos hablar mucho, pero sería más farragoso, así que vamos a centrarnos en el primero, la violación.

            Una mujer es violada y queda embarazada. El violador es un hijo de puta sobre el que debe recaer todo el peso de la ley, en eso estamos todos de acuerdo. Ahora bien, ¿qué culpa tiene el feto de los delitos de su padre biológico? Ninguna, es un ser totalmente inocente. Y además, según hemos aceptado, es un ser humano en plenitud de sus derechos. Sin embargo, la ley Rajoy-Gallardón ¡permite el asesinato de un inocente niño!

            No lo entiendo.

            Y hay otra cosa que no entiendo. Gallardón ha insistido mucho en que su ley (y la del presidente) "libera a la mujer de la posibilidad de sufrir cualquier reproche penal". Es decir, que una mujer podrá asesinar a su hijo y quedar legalmente impune. Pero, vamos a ver, ¿no hemos quedado en que un feto, cualquiera que sea su estado de desarrollo, tiene los mismos derechos que tú y que yo? Entonces, una madre que comete el horrible crimen de matar a su hijo debería ser juzgada por asesinato, con las agravantes al menos de parentesco, alevosía y abuso de superioridad. Pero por algún extraño motivo, no es así.

            Continuemos con mi incomprensión. Una mujer que se someta a un aborto ilegal no será perseguida legalmente; sin embargo, el médico que la asista sí. O sea, que contrato a un asesino a sueldo para matar a mi hijo y, si nos pillan, al asesino le enchironan, pero yo, pese a ser inductor del delito, me quedo tan pancho. Sé que me repito, pero no lo entiendo.

            Una última perplejidad. El médico que realice un aborto ilegal se arriesgará a una pena de tres años de cárcel. ¿Sólo tres años? Porque, a ver si me entero, el asesinato en España se castiga con un máximo de 25 años de cárcel. Matar a un feto, según hemos aceptado, es exactamente lo mismo que matar a un adulto, ¿no? Entonces, ¿por qué matar a un feto tiene ocho veces menos pena que matar a un señor de Cuenca o a un bebé sonrosado?

            En fin, es como si el feto fuese igual que un lustroso bebé, pero no del todo. Como si tuviera los mismos derecho que cualquier adulto, pero sin pasarse. Como si, jurídicamente, los fetos no fueran seres humanos al cien por cien, sino ¿la octava parte de un ser humano?

            Nada de eso tiene sentido; es pura arbitrariedad.

            Si realmente crees que un feto de 14 semanas es exactamente lo mismo que una persona hecha y derecha, entonces estarás en contra de cualquier forma de aborto, sin excepción alguna. Yo no comparto la premisa inicial, pero, en buena lógica, si la aceptas la única conclusión coherente es esa.

            El proyecto de ley Rajoy-Gallardón es, por su parte, pura incoherencia, y sólo se entiende si lo examinamos desde cierto punto de vista: el de la hipocresía.

            Para contentar a sus votantes más recalcitrantes (la extrema derecha) y para devolverle favores a la jerarquía de la Iglesia, este gobierno nuestro ha decidido convertir el derecho al aborto en un delito. Pero, claro, eso de obligar a dar a luz a niñas violadas queda muy mal, así que hagamos una excepción. Y empezar a meter a pobres mujeres en la cárcel tampoco viste mucho, así que la mujer que aborte ilegalmente delinque..., pero no delinque. En cuanto a las malformaciones del feto, ahí también se le puede dar un poco de cancha a la derechona, porque niñas violadas pariendo en contra de su voluntad y mujeres en la cárcel son imágenes muy dañinas a la hora de las votaciones. Pero la imagen de un feto con graves malformaciones puede ser sustituida por la imagen de cientos de bebés sonrosaditos y tulliditos a punto de ser víctimas del genocidio nazi.

            Entre otras muchas cosas malas, ese proyecto de ley regresivo perpetrado por Rajoy y Gallardón es un bonito conglomerado de manipulación, incoherencia y arbitrariedad.

            Y, por supuesto, de mucha hipocresía.

miércoles, enero 8

Sobre rinovirus y otras catástrofes


 
Ante todo, feliz año nuevo amigos míos. Y mis disculpas por haber dejado tan inactivo el blog durante estas fiestas, con lo que a mí me gusta hablar de las tradiciones del Solsticio de Invierno. Pero es que he tenido y sigo teniendo un catarro tremendo, el padre de todos los catarros, un Apocalipsis de toses, estornudos y mocos. Doy asco; si fuera un caballo, me sacrificarían.

            Y es que, en cierto modo, el catarro es una de las enfermedades más crueles que existen, porque no te encuentras lo suficientemente mal para meterte en la cama y que todo el mundo se apiade de ti, así que te dedicas a intentar hacer una vida más o menos normal, pero sintiéndote como el culo y con todo el mundo a tu alrededor pensando que eres bobo y que das asquito sorbiéndote los mocos todo el rato.

            Por ejemplo, he tenido fiebre, aunque sólo décimas; 37’5 como mucho. Eso no te incapacita, pero coño, te sientes fatal; notas escalofríos, tienes las cabeza acorchada, sudas y tiritas alternativamente, estás agotado... Y sin embargo, hasta tú te dices a ti mismo que tampoco es para tanto, e intentas fingir que haces una vida normal, cuando en realidad eres un muerto viviente.

            Si encima, como es mi caso, eres un capullo que trabaja con el coco, entonces es lo peor que puede pasarte, porque escribir acatarrado es como intentar correr debajo del agua: todo se vuelve lento, confuso y torpe.

            Debería haber una asociación de ayuda a los acatarrados; un lugar donde las víctimas del resfriado pudiéramos reunirnos para darnos cariño y comprensión. No abrazaríamos entre temblores, nos toseríamos y estornudaríamos encima, intercambiaríamos Kleenex y brindaríamos con aspirinas efervescentes. El propósito de esos grupos de apoyo no sería superar psicológicamente la enfermedad, sino todo lo contrario: hacernos conscientes de que estamos realmente enfermos. Nos diríamos: “¡Pero qué mal aspecto tienes!”. O: “¿Cómo se te ocurre salir así? Deberías haberte quedado en la cama”. O: “Vete a urgencias ya mismo”. O: “Tu familia debe de estar muy preocupada por ti”. En fin, nos diríamos lo que no nos dice nadie.

            Si fuera una buena gripe las cosas serían muy distintas, porque la gripe da mucha fiebre y te deja KO del todo. Y su fama le precede: ha habido epidemias de gripe; la de la Gripe Española, por ejemplo, se cargó a entre 50 y 100 millones de personas a comienzos del siglo XX. Y la Gripe del Pollo nos tuvo a todos acojonados, pese a su ridículo nombre. Pero el catarro es como el hermano tonto de la gripe; nadie le hace el menor caso. Prueba de ello es que hay vacuna para la gripe, pero ¿y para el catarro? Bah, eso a quién le importa.

            Pero somos millones los que padecemos cada año los desagradables síntomas del resfriado sin que una mano amiga se tienda a nuestro vacilante paso, sin encontrar piedad en las miradas de los demás, sin que el bálsamo de la compasión alivie nuestro dolor. Es hora de decir basta y hacernos conscientes de nuestro poder. Somos multitud. Si, simplemente, todos estornudáramos a la vez en el mismo sentido, podríamos acelerar o decelerar a nuestro antojo la rotación de la Tierra. Somos mad doctors en potencia, no lo olvidéis.

¿Creéis que exagero? Para comprobar los estragos intelectuales que puede causar un catarro, aquí tenéis este post como muestra.