miércoles, octubre 29

Magosto, Carvochá, Amagüestu, Gaztainerre, Castanyada, Halloween... Samhain.



            La semana pasada estuve con Pepa, mi mujer, en Chicago, disfrutando de los días que nos quedaban de vacaciones. Me ha encantado esa ciudad –mucho más que New York, por cierto-, entre otras cosas porque por primera vez he podido contemplar en persona algunos edificios de Frank Lloyd Wright (además de su casa y estudio), mi arquitecto favorito junto con Gaudí. Pero ya hablaremos de eso en otra ocasión.

            Porque de lo que quiero hablar hoy, como cada año, es de Halloween, esa fiesta que algunos en España contemplan como si fuera una infección importada, tan letal y ajena a nosotros como el ébola. El caso es que Chicago estaba engalanada en plan Halloween, porque en USA esa fiesta es mucho más popular e “institucional” que aquí. Por ejemplo, la avenida Michigan -el equivalente a la Gran Vía de Madrid- tiene en las aceras grandes parterres, en realidad mini-jardines primorosamente decorados, que ahora están llenos de lápidas, telarañas y calabazas. Cuando paseamos por Oak Park (donde residió Lloyd Wright), una gran colonia de casas unifamiliares situada a 15 km. de la ciudad, comprobamos que casi todas las viviendas y jardines estaban decorados con esqueletos, murciélagos, tumbas y demás motivos terroríficos. Vamos, que los yanquis se lo toman mucho más a pecho.

            Pero, claro, Halloween es una fiesta americana, ¿no? Pues no. El caso es que se dicen tantas cosas equivocadas acerca de esto que, una vez más, voy a dedicar una entrada de Babel a desfacer entuertos y descorrer el velo de las falsas creencias.

            1º Halloween es una fiesta norteamericana. Falso. Su origen remoto proviene de la festividad celta de Samhain, que celebraba el fin de la cosecha y el verano, y el comienzo del invierno. Según las creencias de entonces, la “Noche de Samhain”, el 31 de octubre, el mundo de los muertos se conectaba con el de los vivos, así que para protegerse de los difuntos, los celtas les dejaban comida fuera de la casa y encendían farolillos hechos con nabos. Mucho después, con la llegada del cristianismo, Samhain se camufló y cambió de nombre, para convertirse en lo que hoy conocemos por Halloween.

            Samhain, y su posterior reconversión, se celebraba en todos los países celtas, así que es una tradición europea. Y fueron los emigrantes ingleses e irlandeses quienes llevaron Halloween a Estados Unidos, donde se popularizó rápidamente, al tiempo que en Europa decaía.

            Lo que sí es verdad es que la actual notoriedad mundial de Halloween se debe a Estados Unidos, pues fueron los yanquis quienes, mediante sus películas y su televisión, le re-exportaron al resto del mundo. Otro elemento puramente americano son las calabazas. Cuando los emigrantes británicos llegaron a USA, se encontraron con que había pocos nabos, pero muchas calabazas. Así que sustituyeron los candiles nábicos por los candiles calabácicos.

            2º Halloween pretende sustituir a nuestro tradicional Día de Todos los Santos (1 de noviembre) y a nuestro no menos tradicional Día de los Fieles Difuntos (2 de noviembre). Falso. De hecho, la cosa fue al revés. Cuando el cristianismo se propagó, tuvo que competir con las tradiciones paganas, y generalmente lo hizo superponiendo sus propias fiestas a las fiestas originales. Por ejemplo, la Navidad sustituyó al Solsticio de Invierno. Pues bien, como Samhain era una festividad muy popular donde se rendía culto a los muertos, la iglesia la cristianizó convirtiéndola en Todos los Santos/Fieles Difuntos.

            Pero la tradición pagana se resistía a morir, así que en Inglaterra, a partir de los siglos VIII o IX, se disfrazó, pasando (alrededor del siglo XVI) a llamarse "All Hallows Eve", que en inglés antiguo significa “Víspera de Todos los Santos”.  Con el tiempo, el término All Hallows Eve acabó transformándose en Halloween.

            Por tanto, Halloween se celebra la noche que va del 31 de octubre al 1 de noviembre. La noche y sólo la noche, de modo que no se superpone al Día de Todos los Santos. Son fiestas distintas.

            3º Halloween es una fiesta cristiana. Falso. Esto lo digo por un buen amigo mío que, no sé por qué, detesta Halloween, y año tras año insiste en caer en el error de afirmar que es una fiesta católica, supongo que interpretando equivocadamente lo de “All Hallows” y olvidando el “Eve”. Como hemos visto, Halloween es lo que queda de la festividad pagana de Samhain, y a la iglesia católica no le va nada eso del paganismo, aunque sea en broma. De hecho, la Conferencia Episcopal española condenó Halloween por considerar que "tiene un trasfondo de ocultismo y de anticristianismo".

            4º Halloween no tiene nada que ver con nuestras tradiciones autóctonas. Falso. En fin, desde luego no hay ninguna tradición española con ese nombre (es un término inglés), pero en toda la zona peninsular de poblamiento celta se celebraba Samhain. La cuestión es si, tras la llegada del cristianismo, esa festividad pagana se transformó en España en otras tradiciones que se celebraban la noche previa a Todos los Santos y que consistían, básicamente, en cierta formas de culto (o temor) a los muertos, y en ofrendas o intercambio de comida. La respuesta es que sí, las hubo y las sigue habiendo (aunque, eso sí, de forma minoritaria y muy local).

            De entrada, ahí tenemos nuestra tradicional “Noche de Ánimas”, que coincide con la fecha de Halloween. Además, en el norte de Extremadura están la “Carvochá”, de las Hurdes, que en otras zonas se llama “Los Calbotes” o “La fiesta del Carbote”. En el noroeste de España de celebra otra fiesta muy parecida, “Magosto”, que en Asturias se llama “Amagüestu”, en el País Vasco “Gaztainerre” y en Cataluña “Castanyada”. Y es que una peculiaridad española de todas estas tradiciones provenientes de Samhain es que se celebran con castañas asadas.

            5º Halloween es un producto del marketing comercial. Falso. Vamos a poner un  ejemplo: San Valentín. Aunque esa tradición tiene precedentes en el Imperio Romano, su origen actual proviene de Estados Unidos a mediados del XIX y, que yo sepa, carece de precedentes en nuestro país. De hecho, esta “tradición” fue instaurada en España en la década de los 60 por parte de unos conocidos grandes almacenes. Su presencia entre nosotros es un claro producto del marketing. Pero eso no fue lo que ocurrió con Halloween.

            La cosa comenzó a finales de los 80 en Madrid y Barcelona. Los colegios y los liceos británicos y americanos tenían la costumbre de celebrar Halloween con fiestas de disfraces. Los niños madrileños y barceloneses contemplaban aquello con lógica envidia (que en tu colegio haya una fiesta a la que puedes acudir disfrazado de monstruo mola, no digáis que no), así que comenzaron a hacer lo mismo por su cuenta. Y poco a poco la costumbre fue extendiéndose a todos los colegios y al resto del país. Fue un movimiento espontáneo. ¿Que luego se ha mercantilizado? Por supuesto, pero en esta sociedad todo se mercantiliza; hasta el amor, como demuestra San Valentín.

            ¿Por qué me gusta Halloween? Cuando era pequeño y veía esa tradición en las películas, me moría de envidia. En mi país, una dictadura circunspecta, mediocre y paletamente solemne, esas cosas no se hacían. Aquí la noche del 31 de octubre no pasaba nada, y al día siguiente la gente se iba cristianamente a comer al cementerio, que no es precisamente la actividad más divertida del mundo. Pero los niños americanos... joder, esos sí que se lo pasaban bien, disfrazándose de fantasmas y brujas, y recolectando chucherías por las casas.

            Fue una espinita clavada en mi tierno corazón de infante, y quizá por eso, cuando vi a mis hijos disfrutar con lo que a mí me había sido vedado, me sentí bien. Yo no voy a disfrazarme de zombi; Halloween es una fiesta para los niños. Y es por ellos, por los niños, por mis hijos en su momento y por los hijos de mis vecinos ahora, por los que me encanta esta tradición y me importa un bledo si es un producto nacional o importado. Los niños gozan como locos, y con eso basta.

            Además, Halloween quizá sea la única fiesta enteramente pagana que existe en nuestro cristiano occidente, y eso de nuevo me reconforta. Una fiesta, además, relacionada con un género que me gusta: el terror. Chachi piruli. Y encima es lo que queda de una antiquísima tradición, algo que me chifla.

            Sin embargo, Halloween posee la rara cualidad de ofender por igual a gente de derechas y de izquierdas. Los conservadores la detestan por no ser una fiesta cristiana, y los progresistas por ser –supuestamente- una fiesta yanqui. Y ambos coinciden en criticarla por no ser una costumbre española (tampoco es español Internet, y ahí están todos dale que te pego), como si añadir el término “español” a la palabra “costumbre” fuese garantía de algo, salvo, quizá, de tirar cabras por campanarios o alguna otra forma de maltrato animal.

            Así que, enemigos de Halloween, no seáis cenizos, no seáis tan puristas, no seáis monstruosamente aburridos. Sed, por una noche, simplemente monstruosos.

            Feliz Halloween, amigos.

jueves, octubre 16

Sobreviviendo



            Estoy escribiendo una novela juvenil postapocalíptica. Vaya, ¿otra más? Pues sí; yo, que siempre he estado muy pendiente de las modas literarias para no seguirlas, por una vez escribo à la page. Pero creo que tengo derecho, porque quizá sea el autor de ciencia ficción que más veces ha destruido en sus  relatos la humanidad, la Tierra o el universo (por ejemplo en La vara de hierro, El rebaño, El hombre dormido o La pared de hielo. O en el último cuento navideño de Babel, si vamos a eso). Así que permitidme que haga lo que más me gusta hacer: destruir, aniquilar, devastar.

            En mi novela, el apocalipsis no llega con un súbito boom nuclear, ni con una plaga (aunque hay un poco de ambas cosas), sino poco a poco, mediante el progresivo desmantelamiento de una civilización fracturada que no puede cubrir las necesidades básicas de la población. Mi tesis es: crisis económica + crisis energética = desastre.

            Como decía, tengo poderosas credenciales como destructor del mundo; pero algo que no había hecho nunca es centrarme en la supervivencia. Es decir, humanos que luchan (contra el entorno y otros humanos) por mantenerse con vida en un mundo salvaje y hostil. La novela cuenta la historia de una familia (padre, madre, dos adolescentes y una niña) que se ve obligada a huir de una ciudad caída en la barbarie y buscar refugio en un pueblo del interior. La primera parte se centra en los tres hermanos y el periplo que deben recorrer para llegar a su destino (donde no encuentran lo que esperaban encontrar). La segunda parte transcurre diez años después y describe el nuevo mundo que ha surgido de las cenizas.

            Ese asunto me interesa por varios motivos. ¿Cómo cambian esos jóvenes al cabo de una década, en qué se han transformado a causa de la barbarie que les rodea? Pero sobre todo la pregunta más importante de todas: en esas circunstancias, ¿qué haríamos; intentar conservar un mínimo de civilización o volvernos tan salvajes, o más, como los bárbaros que nos rodean? ¿Seguir siendo seres humanos o convertirnos en monstruos? ¿O es que siempre hemos sido monstruos? El escenario postapocalíptico es muy útil para explorar la naturaleza humana, pues la despoja de todo lo accesorio, de todo lo adquirido, y deja lo esencial. En el fondo es un intento de respuesta a la pregunta ¿qué somos?

            El otro día estaba dándole vueltas a este asunto cuando de pronto me di cuenta de las muchas historias “de supervivencia” que figuran entre mis novelas favoritas.

            Una de las primeras que leí es El día de los trífidos, de John Windham, todo un clásico. En ella, la mayor parte de la humanidad se queda ciega a causa de un fenómeno celeste, no se sabe si natural o provocado. Al mismo tiempo, unas extrañas plantas –los trífidos del título-, que hasta entonces se habían cultivado por el aceite que se extraía de ellas, quedan libres. Libres, sí, porque llegado un momento los trífidos arrancan sus raíces del suelo y caminan. Lo malo es que tiene un flagelo venenoso, lo que las convierte en un peligro letal.

            Otra apasionante novela de supervivencia es Soy leyenda, de Richard Matheson. Todos los humanos se convierten en vampiros, menos un hombre. El final, que le da la vuelta a lo que creías, te deja con la boca abierta. Sin embargo, todas las películas basadas en ella traicionan ese final. Un libro adictivo y perturbador.

            Y también La Tierra permanece, de George W. Stewart. Una visión lírica y poética del fin del mundo. Una novela deliciosa.

            En cuanto a Apocalipsis (que en su primera edición se llamó La danza de la muerte), la considero una de las mejores novelas de Stephen King, pese a su un tanto decepcionante final. Fin del mundo, supervivencia y terror.

            Luego tenemos la tetralogía de las catástrofes, de J. G. Ballard, compuesta por El mundo sumergido, El huracán cósmico, La sequía y El mundo de cristal. El apocalipsis según el agua, el aire, el fuego y la tierra. Y, en realidad, un perturbador viaje al inconsciente.

            Cántico a San Leibowitz, de Walter M. Miller, no es exactamente una historia de supervivencia, aunque sí de tema postapocalíptico. No obstante, su capítulo inicial –que en realidad es el relato corto que dio origen a la novela-, sí que contiene elementos de lucha en un entorno hostil. Una obra maestra.

            Igual que lo es El señor de las moscas, de William Golding. Aquí no está claro que haya un apocalipsis global, pero desde luego sí local. Un avión, cuyo pasaje son todo niños, se estrella en un isla desierta. Solo se salvan los niños, que deberán sobrevivir sin la ayuda de ningún adulto. Una visión profundamente pesimista de la naturaleza humana.

            Y puestos a ser pesimistas, nada mejor que Los genocidas, de Thomas M. Disch. Tras una invasión alienígena, que literalmente ha fumigado a la mayor parte de la humanidad, los extraterrestres usan la Tierra como terreno de siembra para sus plantas alienígenas. Entre tanto, los últimos humanos sobreviven miserablemente.

            Y La carretera, de Cormac McCarthy. Tras un apocalipsis, que no se especifica, pero que se intuye nuclear, un padre y su hijo recorren una carretera en busca de una hipotética salvación. La naturaleza ha muerto, todo es gris, y monstruos humanos deambulan buscando presas humanas. Imprescindible.

            En fin, al pararme a pensarlo me ha sorprendido un poco la cantidad de novelas de apocalipsis y supervivencia que se me antojan textos notables. Pero es que eso de llevar las situaciones al extremo (algo muy propio de la ciencia ficción) es una herramienta cojonuda para reflexionar sobre la condición humana.

            Esto viene a cuento porque la semana pasada vi el primer capítulo de la quinta temporada de The Walking Dead, una de mis series favoritas. Ya sabéis de qué va, ¿no? Una plaga de zombis (aquí llamados “caminantes”) asola el planeta y los últimos humanos intentan sobrevivir en medio de una civilización destruida. Lo curioso es que a mí no me gustan las historias de zombis, por lo general me aburren, pero es que esta serie no va de zombis, sino de supervivencia, y lo hace de puta madre.

La verdad es que me recuerda un poco a El día de los trífidos. De hecho, ambas empiezan igual (y no creo que por casualidad): un hombre, un paciente, despierta en un hospital desierto y, al poco, descubre que ha llegado el apocalipsis; en un caso por la ceguera y en otro por los zombis. Pero es que, además, zombis y trífidos cumplen la misma función narrativa: no son protagonistas, sino el telón de fondo, un símbolo del brutal salvajismo del entorno.

            El caso es que The Walking Dead trata sobre la supervivencia en situaciones límite y, a través de una magnífica galería de personajes, especula sobre la respuesta humana ante la constante presencia de la muerte. Uno no tarda en darse cuenta de que los monstruos de la serie no son los zombis, sino los seres humanos.

            The Walking Dead tiene la sorprendente virtud de mejorar a cada temporada. En ella se ven cosas jamás vistas en televisión, y rara vez en el cine. El primer capítulo de la quinta temporada –llamado No hay santuario- me dejó con los ojos haciendo chiribitas; es toda una lección de narrativa cinematográfica, de suspense, de ritmo y de acción.

            ¿No seguís The Walking Dead porque sólo es una chorrada de zombis? Pues os equivocáis, es una serie estupenda. Venga, no seáis zoquetes y dadle una oportunidad. Creedme, vale la pena.

martes, octubre 7

¿Qué significa ser algo?



            Hace unos meses leí Dominación, de C. J. Sansom; una ucronía en la que Inglaterra firmó un rápido armisticio con la Alemania nazi y, en los años 50, se encuentra gobernada por un gobierno títere pro-alemán que está a punto de internar en campos de concentración a los judíos británicos. La madre del protagonista era judía, pero se cambió el apellido para aparentar ser irlandesa. El prota, como es lógico, teme que su secreto se descubra y hace la siguiente reflexión: corre el riesgo de que le detengan y encarcelen por ser judío, pero él ni siquiera sabe qué es ser judío.

            Eso me hizo pensar en mí mismo. Mi primer apellido es de origen judío, lo cual bastaría para, en caso de estar bajo la bota nazi, convertirme en candidato a respirar unas cuantas bocanadas de Zyklon B. Sin embargo, si queda algo de sangre hebrea corriendo por mis venas, debe de estar tan diluida como un timo-compuesto homeopático. Por otro lado, igual que el protagonista de mi novela, no tengo ni idea de lo que significa ser judío. ¿Vestirse de negro, dejarse coletitas, ponerse un sombrero raro o una kipa y tener tropecientos hijos? Bueno, yo no hago nada de eso; y la mayor parte de los supuestos judíos tampoco. De hecho, es imposible distinguir a un judío de un gentil, salvo que se realice un concienzudo estudio de su árbol genealógico. Entonces, ¿qué sentido tendría definirme a mí, y a cientos de miles de personas en similares circunstancias a las mías, como judíos? (Si vuestro apellido procede de un topónimo o de un oficio, tenéis muchas posibilidades de descender de los hijos de Israel)

            Siguiendo conmigo, nací en Barcelona y mi apellido es de origen catalán (gerundense, para mayor precisión); mis padres y mis hermanos eran catalanes, pero yo he vivido desde que tenía un año en Madrid. Pues bien, cuando gané el Nacional la casi totalidad de los medios analógicos y digitales dieron la noticia así: “El escritor catalán (o barcelonés) César Mallorquí ha ganado el...”.

            Reconozco mi perplejidad: ¿qué más dará si soy catalán, castellano, extremeño o de la Cochibamba? Si escribiera en catalán, bueno, quizá tuviera algún sentido; pero escribo en español, así que ¿qué coño importa dónde haya nacido? Es más: igual que me ocurre con ser judío, no sé qué significa ser catalán. ¿Hablar catalá, bailar sardanas, ser fan del Barça o comer pa amb tomaca? Bueno, pues salvo en lo de ponerme ciego a pan con tomate, no hago nada de eso. Sin embargo, nací en Cataluña, eso pone mi DNI. Pero se trata de una casualidad, como todo nacimiento, y desde luego no lo considero en ningún sentido importante. Sin embargo, a los periodistas sí debía de parecérselo, pues lo destacaron en titulares. Así que se supone que ser catalán significa algo, aunque yo no tenga ni idea de qué. Y si vamos a eso, tampoco sé lo que significa ser madrileño.

            Vale, de acuerdo, como dijo Rilke: La patria de un hombre es su infancia. Y mi infancia transcurrió en Madrid, así que ¿Madrid es mi patria? Pues todo Madrid no, desde luego, y no solo Madrid. La inmensa mayor parte de mis recuerdos de infancia están asociados al barrio de Chamberí, y en menor medida a ciertos lugares como el parque de El Retiro, el del Oeste o la Casa de Campo. Pero también tengo poderosos recuerdos del Santander donde pasaba las vacaciones con mi familia. En cualquier caso, da igual. Aunque Madrid fuera mi patria sentimental, eso de ningún modo me definiría como persona.

            Porque cuando dices SOY TAL COSA, se supone que esa TAL COSA es el principal rasgo distintivo de tu identidad, aquello que te resume y te explica. Pero, ¿cómo puede un solo factor abarcar la enorme complejidad de cualquier ser humano? Sencillamente, no puede; a menos que simplifiquemos hasta la caricatura al ser humano.

            ¿Qué soy yo? Supongo que, de entrada, soy un miembro del sexo masculino. ¿Eso me define? En parte sí, claro, pero me sitúa en un difuso grupo formado por unos 4.000 millones de personas. Además, no creo que haya radicales diferencias entre hombres y mujeres.

            También soy un adulto de edad madura tirando a pocha, lo cual tampoco dice gran cosa. Además, soy escritor. ¿Es ése mi rasgo distintivo? No todo el tiempo, desde luego; soy escritor ocho horas al día cinco días en semana. El resto del tiempo soy otras cosas. Por otro lado, antes fui publicitario, y antes periodista, y antes estudiante. ¿Quiere eso decir que he experimentado sucesivas metamorfosis en mi esencia conforme cambiaba de trabajo? Para nada; no hay que confundir lo que uno es con lo que uno hace.

            Bien, ya he dicho que soy español, nacido en Cataluña y criado en Madrid. Y ya he dejado claro que nada de eso determina mi naturaleza. ¿Qué más? Soy alto, soy de piel blanca, soy calvo, soy esposo, soy padre, soy bloguero, soy aficionado a la literatura y al cine, soy un poco friki, soy un tímido reconvertido, soy leísta, soy desmemoriado, soy ex-bebedor, soy fantasioso, soy temperamental, soy del Real Madrid, soy pacífico, soy progresista, soy feminista, soy procrastinador, soy escéptico, soy romántico, soy... soy muchas cosas. Y ninguna de ellas, por sí sola, me define.

            A ello debemos añadirle todas las influencias que han contribuido a conformar mi personalidad y mi bagaje cultural, estético y ético. Pero esas influencias son múltiples y proceden de todas partes: de Inglaterra, de Francia, de Estados Unidos, de Alemania, de Italia, de Grecia, de Japón, de Irlanda... o, claro, de España, incluyendo a Cataluña. Pero ninguna basta para explicar qué soy yo.

            En definitiva, no hay un núcleo básico y simple que defina nuestra esencia. De hecho, no existe tal esencia. Somos una amalgama de múltiples cosas de muy diversa procedencia. No somos un bloque compacto; somos una construcción de Lego. Y eso, esa pluridimensionalidad, es lo que nos hace interesantes.

            No obstante, mucha gente decide ser una única cosa. O, mejor dicho, decide focalizar toda su naturaleza en un único sentido. Quizá su trabajo, quizá su nacionalidad, quizá su religión, o la paternidad, o las aficiones, lo que sea. Se simplifican a sí mismos, se reducen a un único aspecto. A mi modo de ver, eso los adocena, los convierte en seres unidimensionales y aburridos, en caricaturas de personas. ¿Por qué lo hacen?

            Bueno, si alguien jamás sale de donde nació y recibe una única clase de influencias, entonces la cosa tiene lógica. Por ejemplo, si un niño nace y se cría en el seno de una secta, tiene todas las papeletas para ser única y exclusivamente un fanático religioso. Pero hay gente que ha recibido toda suerte de influencias, una educación cosmopolita, gente que ha viajado y se ha expuesto a otras culturas, personas que son la suma de mogollón de piezas de Lego, y sin embargo optan por reducirse a un único aspecto. ¿Por qué?

            Si reflexionamos en profundidad sobre la frase “SOY YO”, es muy probable que descubramos que ese “YO” no tiene un sentido concreto, que la propia identidad es difusa, oscura, cambiante y, con frecuencia, contradictoria. Eso a mí me parece de lo más interesante (somos ríos, no embalses), pero hay gente se siente aterrada ante esa idea. Hay gente que necesita aferrarse a algo sólido en un mundo en el que nada lo es, así que inventan, o más frecuentemente adoptan, construcciones mentales ficticias a las que poder agarrarse para darle sentido a unas vidas que no lo tienen, y para ser algo concreto que otorgue un significado manejable a la palabra “yo”.

            Así pues, cuando decimos “soy tal cosa”, en realidad estamos confesando nuestro miedo más profundo: no ser nada.