lunes, mayo 27

"Eso"


En la anterior entrada, dos conspicuos merodeadores me reprochaban que no hablara sobre cierta entrevista que cierto ex-presidente de gobierno ha concedido recientemente a cierto canal de TV. Como la respuesta es demasiado larga para poder incluirla en los comentarios, he decido convertirla en una entrada. Ésta:


Babilonia & Samael: Voy a referirme al personajillo repugnante que mencionáis, usando la denominación que propone Babilonia: “Eso”. Se trata del personajillo repugnante que más he despreciado en mi vida; tanto es así, que cuando “Eso” era Gran Emperador de la Galaxia no podía escucharle (y mucho menos verle), porque me revolvía literalmente las tripas. Le oía, le miraba, y al instante empezaba a sentir una insidiosa mezcla de grima, desazón y asco, así que, sin poder evitarlo, apagaba la radio o la tele. Y si había estado demasiado rato expuesto a su presencia, me iba al baño a vomitar. “Eso” representa todo lo que odio y desdeño. Y no porque sea malvado (o no solo porque lo sea), pues incluso entre los malvados hay categorías. Por ejemplo, Hitler y Stalin fueron grandes malvados, y les odio; pero no puedo desdeñarles. Interpretaron su papel de maravilla, hicieron el mal con verdadera amplitud de miras, a lo grande. A ellos los odio y me dan miedo (en abstracto, ya sé que están muertos); a “Eso” le desprecio y me da grima. Una diferencia importante.

La razón de mi deedén no se debe tanto a su acción política (aunque también, claro; pero en su caso ser político sólo es un “a más, a más”, que dirían mis genes catalanes), como a su naturaleza humana. Es decir, a “Eso” hay que analizarle, no desde un punto de vista ideológico, sino psicológico. O psiquiátrico. Es obvio que “Eso” tiene las habilidades sociales y la simpatía de una mofeta; en cuanto a su aspecto físico... bueno, las mofetas son más agraciadas. Así que me imagino lo siguiente: “Eso” fue un niño poco popular y acomplejado; es posible incluso que le hicieran bullying en el colegio. Más tarde, de jovencito, ya en la universidad, siguió siendo tan impopular como antes. Mientras sus compañeros se iban de juerga los fines de semana, él se quedaba en casa, estudiando, porque no tenía otra cosa que hacer. Y, claro, no se jalaba un rosco. Las chicas, como es natural, no le hacían ni caso. Me jugaría mi órgano más valioso –a estas alturas, la lengua; y no por lo que pensáis, guarros, sino por la facilidad de palabra-, a que la única mujer que le hizo caso en aquel entonces fue Anita (y hay que ser como Anita para hacerle caso a semejante tipejo).

Así pues, ¿qué tenemos? Un hombre gris, no demasiado inteligente, poco agraciado, soso como una mata de habas (¿por qué son sosas las matas de habas?), convencional, con escasa cultura, retrógrado (¡era falangista!). Un hombre acomplejado y resentido, envidioso, rencoroso y amargado. Pero dotado de dos poderosas cualidades: una gran fuerza de voluntad y una inquebrantable perseverancia.

Así que “Eso” saca sus oposiciones, inicia el camino hacia el “triunfo”, y su ego comienza a crecer. Ahí tenemos una de sus claves vitales. Normalmente, detrás de un complejo de superioridad tan desmedido como el de este payaso, lo que se oculta es un desolador complejo de inferioridad. Cuando uno se tiene en baja estima, la reacción suele ir en sentido contrario: convencerse de que uno es la hostia en bote, el siguiente paso en la evolución humana. En el proceso, se pierde toda capacidad de autocrítica y, aunque lo que se buscaba era la autoestima, lo que se obtiene es mera vanidad. Odias a todo aquel que no te rinda pleitesía, y al tiempo te dejas engatusar por cualquiera que le de lustre a tu hipertrofiado ego. Aunque, justo es reconocerlo, hay que tener mucho estómago y mucha “Correa” para hacer eso. Al final, te crees Napoleón, pierdes todo contacto con la realidad y te conviertes en una grotesca caricatura de ti mismo.

Pues bien, estoy seguro de que ése fue el sendero que siguió “Eso”. Gracias a su inquebrantable fuerza de voluntad, gracias a su constancia a prueba de bombas (en su caso, literalmente), gracias a la por entonces frágil situación de la derecha, gracias a la inmensa mediocridad de nuestra trouppe política, gracias al azar, gracias a los problemas de la izquierda, gracias a todo ello (y posiblemente gracias también a su devoción a santa Rita), “Eso” se casó, se metió en política, fue elegido diputado, fue elegido presidente de Castilla-León, fue elegido vicepresidente de su partido, y luego presidente, y luego jefe de la oposición, y luego ¡Presidente de Gobierno!, demostrando así que es en España, y no en USA, donde cualquier imbécil puede llegar a presidente (no, no me he olvidado de Bush; pero, al menos, Bush fue un juerguista, era simpático y tenía buen aspecto).

A partir de entonces “Eso” rompió las últimas amarras que le ataban a la realidad y se convenció a sí mismo de que lo único que podía dañarle era la kryptonita. Sólo tenía una duda: ¿debía dirigirse a sus súbditos con aspecto terrenal, o en forma de zarza ardiente? En fin, no vale la pena seguir mareando la perdiz (otra frase hecha incomprensible para mí), el personajillo no lo merece. Para definirle, me bastan dos imágenes: Una, la de “Eso” pasando revista a no sé qué tropas, cubierto con un abrigo beige de alas muy amplias, que ondeaban tras él como la capa de un superhéroe, y tocado con una bufanda refulgentemente blanca, larga hasta los pies (aunque tampoco tenía que ser muy larga la bufanda para llegarle a los pies). ¿Qué representa esa imagen? Un mediocre feo y acomplejado intentando llamar la atención.

La otra imagen es la ya famosa fotografía de Bush y “Eso” sentados, uno al lado de otro, con los pies sobre una mesa (en el rancho tejano del primero, cuando el segundo hizo el ganso hablando como Cantinflas). ¿Qué es lo que veo ahí? A un niño imitando a un adulto (¡Eh, miradme, soy como papá...!). Patético y vergonzoso a partes iguales.

No tenía la menor intención de ver la entrevista de Antena 3. Porque me importa un bledo lo que diga o piense ese personajillo. No obstante, sí que he visto algunas partes de ella (sobre todo en El Intermedio). Los niños feos y sosos, los niños a quienes nadie hace caso, intentan centrar en ellos la atención con gritos y pataletas. Eso es lo que vi en la entrevista: a un niño feo y soso, mezquino, mentiroso, rencoroso y malencarado, berreando y pataleando para centrar la atención sobre él. Un bochornoso espectáculo muy poco interesante.

Ya ni siquiera odio a “Eso”. Para odiar de verdad hace falta que el objetivo de tu odio posea un mínimo de entidad, algo de lo que “Eso” carece. No; sencillamente le desprecio. Ese globo hinchado, ese salvapatrias de pacotilla que sólo se cree responsable ante Dios y ante la Historia -como su admirado Franco-, ese villano de tres al cuarto, ruin y sin escrúpulos, no me inspira más que desdén, asco y un ardiente deseo de olvidar su existencia. No tengo la menor duda de que es cómplice de crímenes de guerra; pero incluso como criminal de guerra resulta de una mediocridad apabullante, pues su única misión fue sembrar cizaña en Europa. Y eso sí que se le da bien: enemistar, desunir, insultar, mentir, injuriar... ¿Por qué prestarle atención a alguien así? No vale la pena.

Los niños feos, sosos y resentidos, necesitan alimentar su acomplejado ego provocando reacciones en los demás. Necesitan que les adoren, que les rindan pleitesía; o, también, todo lo contrario: que la gente les odie. Porque tanto la adoración de sus fieles como la inquina de sus enemigos, definen su talla. Si eres grande, provocas grandes amores y grandes animadversiones; grandes pasiones en definitva. Pero “Eso”, amigos míos, dista mucho de ser grande. Así que pongámosle en su lugar e ignorémosle, porque la indiferencia no es sólo lo que se merece, sino también lo que más puede dolerle a un mesías de tres al cuarto como él.

Que le den.

jueves, mayo 23

Le Métèque



Nació en Alejandría, que es un sitio de lo más romántico para nacer; era mitad árabe, mitad judío, mitad griego y mitad francés (demasiadas mitades, ya lo sé). Se llamaba Giuseppe Mustacchi, pero era más conocido como Georges Moustaki. Fue uno de los grandes cantautores franceses (su nacionalidad es un lío, pero cantaba sobre todo en francés), junto con Georges Brassens (su maestro), Jacques Brel o Léo Farré.


Nunca fue un cantante de masas; sus seguidores solían ser gente con inquietudes intelectuales (eran “progres”, ese término que (Des)Esperanza Aguirre sabe pronunciar con tantísimo desdén, aunque yo creo que es una palabra más bien anticuada). Su canción más popular, con diferencia, fue la que da título a esta entrada: Le Métèque (El extranjero); probablemente es la única suya que hayáis oído, si es que habéis oído alguna (hay merodeadores muy jóvenes en Babel). Pero a mí también me gustaban muchas otras suyas, como Il est trop tard, La Dame Brune o Ma Solitude.

Fue uno de mis cantantes favoritos entre finales de los 70 y comienzos de los 80; yo tenía (y creo que sigo teniendo) cuatro vinilos suyos. Durante una época demasiado turbulenta de mi vida me refugié en su melancólica música, oyendo sus canciones una y otra vez, y también en la de Leonard Cohen. Quizá por eso ambos autores están íntimamente asociados en mi memoria. Después, conforme el siglo se agotaba, dejé de escucharle; no por nada en especial, sino porque cada vez escucho menos música. Fue como uno de esos amigos muy queridos a los que, sin saber cómo ni por qué, acabas perdiéndoles la pista. Hoy me he enterado de que acaba de morir, en su casa de Niza, a los 79 años de edad.

Descanse en paz.

viernes, mayo 17

El Coleccionista de Frases 28


Hacía tiempo que esta veterana sección no aparecía por el blog; concretamente desde el 17 de marzo de 2009. Eso se debe en gran medida a que no me acuerdo de las frases que ya han aparecido, aunque supongo que tampoco tendría tanta importancia que me repitiese. En fin, El Coleccionista de Frases es exactamente lo que su nombre revela: una colección de freses o citas que me gustan.

Hace un par de días, buscando en Internet otra cosa, me encontré por casualidad con una cita que se me antojó de lo más adecuado para esta mierda de tiempos que nos ha tocado vivir. En la página donde la vi se afirmaba que era un proverbio chino, y así lo puse en el blog, pero Cris Menéndez, una aguda merodeadora de Babel, me ha sacado del error (demostrando, una vez más, la escasa fiabilidad de Internet): la cita en realidad pertenece a Anita Roddick. Reza así:

Si piensas que eres demasiado pequeño para cambiar nada, intenta dormir en una habitación con un mosquito.

 

Sólo un breve comentario: Para que un mosquito te incordie no hace falta que pique; le basta con zumbar.

Seamos mosquitos.

martes, mayo 14

Un cuervo blanco a 232 grados Celsius


Es la hora del autobombo, amigos; el momento en que me doy jabón bajo una ducha de pétalos de rosa. Veréis, el Premio Celsius lo otorga cada año la Semana Negra de Gijón a la mejor novela de ciencia ficción, fantasía o terror publicada originalmente en castellano. Pues bien, este año mi novela La isla de Bowen es candidata a ese galardón. Los otros finalistas son mis buenos amigos Juan Miguel Aguilera y Javier Negrete, por La Zona, y Emilio Bueso (a quien creo que no tengo el gusto de conocer) por Cenital. El caso es que estaré en Gijón del 11 al 14 de julio, así que si os pasáis por allí nos veremos.


Y hablando de premios... Bueno, no es exactamente un premio, pero casi. Según la revista Babar: “Cada año, la Internationale Jugendbibliothek (International Youth Library) de Munich otorga sus valorados White Ravens, un galardón a una serie de libros notables publicados a lo largo del año anterior. Títulos de todos los países y en todas las lenguas que por sus características (temática, innovación artística, estilo literario, diseño…) merecen formar parte de esta selección realizada por especialistas, y que se expone en la Feria de Bolonia”.

Como decía, en realidad no es un galardón, pero sí una distinción. De los 250 títulos escogidos este año entre todos los libros infantiles y juveniles publicados en el mundo, nueve corresponden a España. Y uno de ellos, TA-TA-TACHÁN, es mi novela La estrategia del parásito. En fin, ya había obtenido esa distinción en otras tres ocasiones (en 1998 por El último trabajo del señor Luna, en 2000 por La cruz de El Dorado y en 2001 por La catedral), pero me alegro de haber vuelto a pillar un cuervo blanco, porque este año todas las flores iban para La isla de Bowen, y La estrategia del parásito estaba un poco celosilla.

Vale, ya le he dado lustre al ego y lo tengo niquelado. Autobesito.

NOTA: El Premio Celsius se llama así por Celsius 232, un festival dedicado a la literatura de ciencia ficción y fantasía que forma parte de la Semana Negra de Gijón. Ahora bien, ¿por qué ese festival se llama Celsius 232? (absteneros de responder los frikis de la cf, listillos).

lunes, mayo 6

Mi roto corazón


Tengo un puñal clavado en el corazón, una herida en el alma, una pena muy grande que me roe por dentro las entrañas. Mi amor verdadero se ha hecho añicos. Y no, no me refiero a Pepa, mi mujer, porque Pepa es mi segundo amor verdadero, a mucha distancia del primero, que es mi GAVEVB (Gran Amor Verdadero y Eterno de Verdad de la Buena). Ese primer puesto indiscutible lo ocupa, o ocupaba, otra mujer, una mujer que recientemente me ha roto el corazón. Ay, qué penita más grande...

Hace unos años, una periodista me preguntó una cosa en la que yo no había caído: ¿Por qué los personajes femeninos de mis novelas están cortados casi todos por el mismo patrón? Lo pensé y me di cuenta de que era verdad; la mayor parte de mis personajes femeninos son mujeres o chicas con mucho carácter, independientes, activas e inteligentes. ¿Por qué? La respuesta que le di a la periodista fue sencilla: porque así son las mujeres que me gustan. De hecho, me casé con una mujer de esa clase.

No obstante, en virtud de la variedad, consideré la posibilidad de cambiar mi “política de personajes femeninos”, por decirlo así. Incluir mujeres más sumisas, más pasivas, menos fuertes... Pero, ¿para qué?, decidí finalmente. Mis personajes femeninos coinciden en su carácter fuerte e independiente, pero por los demás difieren mucho entre sí (por ejemplo, Carmen Hidalgo y Elisabeth Faraday son mujeres fuertes, pero no se parecen en nada). Es decir, manejaba diversas tipologías dentro de una misma “familia” de personajes femeninos. Y eso, tal y como lo veo, no es un problema. A fin de cuentas, al gran director de cine Howard Wawks también le gustaban las mujeres fuertes, y así eran todos sus personajes femeninos.

Ahora bien, la pregunta es: ¿por qué me gustan las mujeres fuertes? No lo sé. Mi madre era fuerte, lo cual nos conduciría por el turbio camino del complejo de Edipo. Pero no, no creo que se deba a mi madre, porque ella tampoco le hacia ascos a usar la debilidad (una supuesta debilidad) para entregarse al sano deporte del chantaje emocional. Algo que me sacaba de quicio, todo sea dicho. No, la verdad es que miro en mi interior y no veo a ningún hijo de Yocasta. La respuesta quizá esté en otra parte.

La mayor parte de los merodeadores de Babel sois tan asquerosamente jóvenes que si digo: “Los Vengadores” la mayoría pensaréis que estoy hablando de los superhéroes de la Marvel. Pues no. Quizá algunos recordéis la película del mismo nombre, basada en una serie de TV igualmente homónima, que se estrenó en 1998 y estaba protagonizada por Ralph Fiennes, Uma Thurman y, en el papel del villano, Sean Connery. ¿La recordáis? Pues olvidaros de ella, porque era un puta mierda, una copia desnortada del auténtico mito: la serie de TV. Una serie de TV británica tan antigua que la mayor parte de vosotros, oh jovenzuelas criaturas, jamás ha visto ni tenido noticias de ella (aunque uno de los canales digitales, Fox Crime, ha emitido recientemente sus dos últimas temporadas –las que ya eran en color, que es lo único que está dispuesta a ver la gente; somos así de horteras-).

La serie Los Vengadores nació en 1961 producida por la ABC. Su protagonista, el Dr. Keel, jura vengar el asesinato de su novia a manos de un grupo de narcotraficantes, y para ello cuenta con la ayuda de un misterioso agente secreto llamado John Steed (interpretado por Patrick Macnee). Durante la segunda temporada (1962), Keel desaparece y Steed se hace con el protagonismo de la serie, acompañado por tres ocasionales colaboradores. Uno de ellos, una arrojada mujer llamada Cathy Gale (Honor Blackman), se convertirá en la pareja fija de Steed durante la siguiente temporada (1963).

Qué yo sepa, estas tres primeras temporadas nunca se han emitido en España, así que no las he visto. En el 63, Honor Blackman abandonó la serie para convertirse en chica Bond (fue Pussy Galore en Goldfinger) y hubo que buscarle una sustituta: Emma Peel –la señora Peel-, interpretada por Diana Rigg., que coprotagonizó con Steed las dos siguientes temporadas. Y su presencia revolucionó la serie convirtiéndola en un producto de culto. Pero yo aún no lo sabía, porque la cuarta de temporada de Los Vengadores, emitida en Inglaterra entre 1964 y 1966, no llegó a España hasta 1967, cuando yo tenía catorce o quince años.

Es difícil explicar de qué va la serie. Básicamente, se trata de las aventuras de dos agentes secretos británicos en los años 60. John Steed tenía unos cuarenta años, siempre vestía trajes con chaleco, usaba bombín y jamás se separaba de su paraguas. El clásico
gentleman ingles. Por contra, su compañera, Emma Peel, era una mujer joven, guapa, elegante, inteligente y experta en artes marciales. De hecho, ella repartía bastante más leña que él. En realidad, el concepto era más amplio. No olvidemos que la serie se produjo en los 60, en plena eclosión de la contracultura, la liberación de la mujer, el pop y la psicodelia. Así que Steed representaba a la Inglaterra de siempre, y la señora Peel a la nueva Inglaterra, la de los Beatles y Mary Quant.


Los Vengadores podría definirse con dos palabras: sofisticación e ironía. La serie, cuyos argumentos solían oscilar entre el espionaje, el pulp y la ciencia ficción, no se tomaba demasiado en serio a sí misma. Todo estaba contemplado a través del prisma de un humor que oscilaba entre lo más genuinamente british y lo abiertamente surrealista. Los diálogos eran ingeniosos, la situaciones delirantes y los argumentos muy imaginativos. Steed conducía un precioso Bentley de 1926 y la señora Peel modernos deportivos. Él vestía siempre impecables ternos clásicos y ella a la última moda (de los 60). Ambos eran extremadamente aficionados al champán francés. Todo muy sofisticado y muy pop.

Pero la clave de su éxito era la poderosa química que había entre los protagonistas. Pese a la diferencia de edad y de aspecto, encajaban como un guante. No era una relación exactamente erótica, pero casi; se trataba más bien de complicidad. Aunque en realidad el éxito se debió a la señora Peel/Diana Rigg. Una mujer independiente, inteligente, con mucho sentido del humor, valiente, moderna. Una mujer que no estaba ahí para ser rescatada por el machote de turno, sino para rescatar a su querido Steed cuando era necesario. Una mujer fuerte, elegante y divertida.

Creo que me enamoré de ella nada más ver el primer episodio.

Diana Rigg era esbelta, elegante, guapa sin estridencias, pero no fue nada de eso lo que me enamoró. Fue su mirada. En sus ojos aleteaba una permanente ironía, como si en el fondo nada fuese del todo serio. Era una mirada inteligente, chispeante, la mirada de una mujer absolutamente segura de sí misma. Sólo he visto una mirada similar (aunque no idéntica): la de Lauren Bacall en Tener y no tener (una película de Hawks, como no podía ser de otra forma) cuando le dice a Bogart: “Si me necesitas silba. Porque sabes cómo silbar, ¿no Steve? Tan solo tienes que juntar los labios y ... soplar".

En fin, que Diana Rigg ha sido el gran amor de mi vida. Alto ahí, diréis; eso no es amor, porque no te enamoraste de Diana Rigg, sino de Emma Peel, un personaje de ficción, un ser que no existe. Y yo respondo: ¿Acaso no se enamora uno siempre de alguien que en realidad no existe? Pero, insistiréis, eso no es amor, sino un calentón adolescente. Pues os equivocáis; jamás utilicé la imagen de Diana Rigg para mis fantasías masturbatorias. Habría sido como mancillarla y yo la respetaba demasiado.

Lo único que quería es estar con ella, poder mirarla, quizá cogerla de la mano, zambullirme en sus burbujeantes ojos de chica lista y dura. Eso es amor; amor puro, total y entregado. Por lo demás, yo era consciente de varias cosas: 1 Diana Rigg era mucho mayor que yo; por aquel entonces ella tenía 29 años y yo 15. 2 Eso ya bastaba para ser un muro insalvable entre nosotros. 3 Pero es que, además, ella vivía en Londres y yo en Madrid, y ella sólo hablaba inglés y yo sólo español. Eso es lo que se llama un amor imposible. Y no sabéis hasta que punto sufría al ser consciente de que jamás iba a estar ni siquiera medianamente cerca de Diana Rigg. Me dolía. Me dolía de verdad.

Tras dos temporadas, Diana Rigg dejó la serie para convertirse, igual que su antecesora, en chica Bond (fue Tracy Di Vicenzo en Al servicio secreto de su majestad -1969-). La sustituyó la sosaina Linda Thorson en el papel de Tara King, pero no funcionó y la serie fue cancelada. En cuanto a Diana Rigg, sólo volví a verla en una película de 1971, Anatomía de un hospital, junto a George C. Scott. Y ya no supe nada más de ella. Durante más de cuarenta años no volví a ver su rostro. Sea como fuere, dejó en mí una marca indeleble: el amor por las mujeres fuertes.

Su pérdida (si es que se puede perder algo que nunca se ha tenido) me causó un profundo dolor, pero poco a poco la herida cicatrizó y Diana Rigg acabó convirtiéndose en el hermoso e inmaculado recuerdo del más grande y verdadero amor de mi vida.

Hasta ahora.

¿Estáis viendo la tercera temporada de Juego de Tronos? ¿Os habéis fijado en el personaje de Lady Olenna, también conocida como la Reina de Espinas? Es la abuela de Margaery Tyrell, la moza que le está sorbiendo el coco al infame Joffrey Baratheon. Podéis ver una foto suya al final del post. Ahora mirad la foto de arriba, la que preside la entrada. Son la misma persona: Diana Rigg.

Cuando acabé el tercer capítulo de Juego de Tronos me quedé mirando la pantalla con la boca abierta. ¿Era ella o no? Busqué en la lista de casting y ahí estaba su nombre. Lady Olenna era Emma Peel. ¡Dios santo! ¿Cómo es posible que mi amor eterno, esa maravillosa mujer de mi adolescencia, se haya convertido en semejante carcamal? Pero es que, claro, Diana Rigg nació en 1938, así que ahora cuenta 75 años...

Tenía el episodio grabado; di marcha atrás y volví a ver las imágenes de Lady Olenna. Me costaba reconocer en esa anciana a la mujer de mis sueños, hasta que de pronto, durante unos instantes, percibí en su mirada el mismo destello irónico que me había enamorado más de cuarenta años atrás, y por un segundo me pareció ver el hermoso rostro de la señora Peel tras las arrugas y la decrepitud. Y eso me partió el corazón definitivamente. El tiempo es tan cruel que deberían prohibirse, por obscenos, los relojes y los calendarios.

En fin, Diana Rigg está hecha una pasa, qué le vamos a hacer. Pero la señora Peel no ha envejecido lo más mínimo, sigue teniendo la misma adorable apariencia de mediados de los 60, es inmortal. Y a fin de cuentas de quien yo me enamoré fue de Emma Peel.