viernes, noviembre 30

Bleak House Inn


Como sabéis, si es que no vivís en la feliz Arcadia de la desinformación, este año se cumple el 200 aniversario del nacimiento de Charles Dickens. Por ese motivo, mi buena amiga y gran escritora Care Santos ha coordinado para la editorial Fábulas de Albión una antología de relatos inspirados en cierto aspecto de la obra de Dickens. Según palabras de la propia Care: “Siempre he admirado el modo de concebir la literatura de Charles Dickens. Como un juego, como una diversión, como un espectáculo. Al autor británico le gustaba contar con sus amigos para publicar números especiales de Navidad de su revista All The Yeard Round. Los números iban buscadísimos y eran todo un éxito. En uno de ellos se publicó un cuento de Dickens -maravilloso- protagonizado por Miss Lirriper, la dueña de una pensión londinense. En las habitaciones de esa pensión se desarrollaban el resto de relatos del volumen. En España, fue publicado por Alba, tiene relatos de Elisabeth Gaskell, Wilkie Collins y varios otros y lleva por título La señora Lirriper y otros relatos. Desde que lo leí pensé que sería estupendo hacer algo parecido”.

Y como Care es una fuerza de la naturaleza, lo ha hecho. Contactó con diez escritores amigos suyos (entre ellos yo) y nos pidió que cada uno escribiéramos un cuento que debía desarrollarse en un espacio común (la pensión de la señora Lirriper en la actualidad) y con la misma temática: el género de fantasmas (al que tan aficionado era el propio Dickens). La pensión se llama Bleak House Inn y a cada autor le tocó una de las habitaciones. La mía fue la 201, con vistas a la calle. La lista de escritores es: Elia Barceló, César Mallorquí, Pilar Adón, Elena Medel, Marc Gual, Ismael Martínez Biurrún, Daniel Sánchez Prados, Óscar Esquivias, Francesc Miralles, Marian Womack y la propia Care Santos. Como veis, todo un lujo de talento, exceptuando al cretino con nombre de emperador romano.

La verdad es que no he leído mucho a Dickens; tan solo Oliver Twist (hace siglos) y el archifamoso Cuento de Navidad. No obstante, es fácil reconocer que Dickens es un género en sí mismo; cuando decimos que algo es dickensiano, todo el mundo nos entiende. Ahora bien, ¿quería yo escribir algo de ese estilo? E inmediatamente surgió otra pregunta: ¿Qué clase de estilo se supone que es ése? Porque todos asociamos a Dickens con folletines y dramas, pero no hay que olvidar que Dickens también era un humorista. De hecho, Cuento de Navidad está lleno de humor.

Casi instantáneamente, una idea se formó en mi dura cabezota: Dickens+Fantasmas+Humor. Iba a escribir una sátira amable sobre Cuento de Navidad partiendo de una simple premisa: ¿qué pasaría si los fantasmas del relato se equivocaran de persona? La idea me parecía prometedora y divertida, pero dudé. Veréis, por algún oscuro motivo que no logro comprender, el humor no está del todo bien visto, como si fuera un género menor. Aunque no lo es; el humor es uno de los géneros más difíciles y serios (serio, sí; el humor ha de escribirse en serio). Además, lo que a unos les hace gracia, a otros les provoca bostezos. El drama es más sencillo y universal; el humor siempre resulta complicado. Vale, pero uno de mis rasgos de escritor es el uso de la comedia. No soy un humorista, pero en todas mis novelas (con una única excepción) el humor está presente.

Dickens vivió en tiempos jodidos llenos de injusticias, igual que nosotros ahora. ¿Qué es mejor, añadir drama ficticio al drama real, o intentar que la gente se olvide de la mierda que le rodea con una sonrisa? Los que conozcan la vieja y maravillosa película de Preston Sturges Los viajes de Sullivan ya saben la respuesta.

Así que decidí escribir un relato de humor llamado Cuento de verano. Y para ello me inspiré en uno de mis humoristas favoritos: P. G. Woodehouse. Así pues, escribí Cuento de verano basándome en un relato de Dickens, pero con el estilo de Woodehouse. Espero que por el camino haya quedado algo de mí.

¿Qué tal ha quedado el cuento? Ni idea; a los pocos que lo han leído les ha gustado, pero vete tú a saber. ¿Y el resto de los cuentos? No lo sé, porque todavía no los he leído (aún no me ha llegado el libro), pero teniendo en cuenta la calidad de los autores y de la editora, seguro que son estupendos.

En fin, creo que el libro, llamado Bleak House Inn. Diez huéspedes en casa de Dickens, ya está en las librerías. Y mañana, sábado 1 de diciembre, a las 18:00, se presentará en el Museo del Romanticismo, en la calle San Mateo 13 de Madrid. Asistirán Care Santos, Pilar Adón, Óscar Esquivias, Ismael Martínez , Daniel Sánchez Pardos, Mirian Womack y éste vuestro vecino y servidor, Spiderman... No, quería decir que yo también iré. Habrá lectura de relatos y después nos tomaremos unos dickensianos ponches de Navidad (sea lo que sea eso, que me tiene intrigadísimo).

Estáis invitados. Me encantaría veros por ahí.

lunes, noviembre 26

Somos miles y nos sentimos solos


El pasado sábado recibí un e-mail de Mabel, una amable merodeadora del blog. En el “Asunto” figuraba la frase que da título a esta entrada y el texto era el siguiente:


“Perdona que te moleste con este mensaje, no sé si tu tienes alguna manera de difundirlo. Ya te he escrito en alguna ocasión para darte las gracias por tus libros; soy enfermera y no se si sabrás que además de que la Comunidad de Madrid quiere privatizar varios hospitales ahora en enero quiere vender al mejor postor 27 Centros de Salud a empresas privadas. Entre ellas pujaran la empresa Capio (acciones de Rato y el marido de la Cospedal), Sanitas y Sacyr Vallehermoso del señor Florentino.

Lo que significara que además de echar a todos los profesionales actuales, reducirán la plantilla, con lo que no se podrá atender igual a vosotros/nosotros: los pacientes.

Tendrán que obtener beneficios como empresas privadas que son, a costa de la salud de los madrileños, con lo cual tendrán que dar menos prestaciones para reducir el gasto. Muchos de nosotros estamos haciendo huelga, manifestándonos. El martes tenemos una nueva manifestación, encerrándonos en los centros; pero nos da mucha rabia y pena que parece que los ciudadanos de Madrid no saben nada, porque nada les dicen.

Si quieres saber más sobre el tema puedes ver en Internet todo lo que hay sobre "la marea blanca" que nos llaman.

Te mando este video que explica muy bien cómo nos sentimos. No sé si tú puedes escribir algo en tu blog; a mí se me da fatal lo de expresarme. Te agradezco también que estos días me sirva de distracción tu Carmen Hidalgo. Espero que no te moleste que me haya dirigido a ti. Un saludo cariñoso. Mabel”

El vídeo podéis verlo pinchando AQUÍ.

Querida Mabel: No solo no me molestas, sino que te doy las gracias por hacerme partícipe de tus (nuestras) inquietudes. Y te explicas perfectamente, así que me he permitido el atrevimiento de publicar tu texto tal cual me lo has mandado (sólo he corregido un poquito la puntuación; manías de escritor). Mi forma más eficaz de difundir ideas es la novela; pero escribir y editar una novela lleva mucho tiempo, así que para transmitir tus palabras sólo me queda Babel. No llega a miles de personas, pero sí que llega a personas con la cabeza bien amueblada.

Hace unos años estuve dos meses internado en un hospital. Esa experiencia generó en mí una profunda admiración y un inmenso respeto hacia los profesionales de la sanidad, y muy especialmente hacia las enfermeras. No concibo una dedicación más noble y hermosa, más entregada, dura y humanitaria. Cuidar a los enfermos, intentar salvar tu vida y las vidas de tus seres queridos, consolar y aliviar a los que sufren. ¿Hay algún trabajo más admirable? Pues bien, esa gente maravillosa está en el punto de mira de cierta ideología y de ciertos intereses.

Creo que el modelo de estado del bienestar europeo ha sido uno de los grandes logros sociales de la humanidad, una alternativa infinitamente más civilizada que el sálvese quien pueda de la ley de la jungla neocon. Los dos pilares básicos del estado del bienestar son la educación y la sanidad públicas universales y gratuitas. Ambos pilares están siendo sistemáticamente demolidos por la ideología y los intereses que hoy controlan nuestro país. Nos dicen: no tenemos pasta (porque se la damos a los bancos que esa ideología y esos intereses arruinaron), así que para salvar al sistema hay que amputar al sistema. Me recuerda a las sangrías que hace siglos prescribían los médicos, una práctica perfecta para matar al paciente. Nos dicen: para salvar la sanidad hay que reformarla. Es decir: privatizarla. Y así, poco a poco, acabarán consiguiendo que lo que era un derecho fundamental y una conquista acabe convirtiéndose, en el mejor de los casos, en caridad. Y entre tanto los ciudadanos no hacemos nada, nos quedamos quietecitos y mudos.

¿Sabéis cuál es la mejor forma de violar a alguien, hombre o mujer, sin que se resista? Asustándole lo suficiente. Agarra a una persona, golpéala con contundencia, ponle al cuello un cuchillo o una pistola en la sien, y podrás hacer con ella lo que quieras. El miedo paraliza. Te quedas ahí, inmóvil y callado, como cuando eras niño y te ocultabas bajo las sábanas pensando que una simple tela podría protegerte. Y no haces nada, salvo suplicar milagros que nunca llegarán a dioses que no existen. De momento nos están golpeando, así que ya sabemos lo que vendrá después.

Permitidme reproducir el famoso poema de Martin Niemöller (que todo el mundo atribuye a Brecht):

Primero apresaron a los comunistas,
y no dije nada porque yo no era comunista.

Luego se llevaron a los judíos,
y no dije nada porque yo no era judío.

Luego vinieron por los obreros,
y no dije nada porque no era ni obrero ni sindicalista.

Luego se metieron con los católicos,
y no dije nada porque yo era protestante.

Y cuando finalmente vinieron por mí,
no quedaba nadie para protestar

Últimamente he pensado mucho en todos los judíos que se quedaron en Alemania cuando el nazismo iniciaba su irresistible ascenso. ¿Por qué no se fueron, por qué no hicieron nada? Supongo que primero pensaron que los payasos de la esvástica eran unos locos sin futuro. Luego debieron de creer que las proclamas y amenazas nazis sólo eran bravatas. Después, cuando ya era imposible irse, consideraron que si no molestaban y no llamaban demasiado la atención, no les pasaría nada. Por último, cuando estaban encerrados en guetos, supusieron que nada peor podría ocurrirles. En todas las ocasiones estaban equivocados.
¿Una comparación excesiva? En fin, no digo que lo que estamos viviendo ahora sea igual que lo que vivieron los judíos alemanes en los años 30, eso es evidente; pero los mecanismos sociales que actuaron y actúan en ambos casos son idénticos. Lo importante, el eje de la cuestión, es que, en el pasado, la gente que iba a sufrir las consecuencias de determinadas políticas no hizo nada. Actuaron como ovejas camino del matadero.

Tanto entonces como ahora.

Pero dejémonos de filosofía. Ahora lo importante es apoyar a Mabel y a sus compañeros en defensa de la sanidad pública.


martes, noviembre 20

Mi personaje inolvidable: Tuto


Allá por los 60, en mi casa, como en otras muchas casas, estábamos suscritos al Selecciones del Reader’s Digest, una revista que, según la Wikipedia, se dedica a publicar “artículos resumidos o reimpresos de otras revistas, resúmenes de libros, colecciones de chistes, anécdotas, citas y otros escritos breves”. Aunque sigue publicándose, hoy apenas se lee en nuestro país, pero hace cuarenta años era muy popular. En esa revista había una sección llamada “Mi personaje inolvidable” en la que alguien, por las razones que fuesen, glosaba a un personaje desconocido. En fin, el título de la sección lo dice todo. Pues bien, os voy a hablar de mi personaje inolvidable: Restituto Esteban del Valle; Resti para unos, Tuto para otros.

Nació en Miraflores de la Sierra, un pueblo de la provincia de Madrid, creo que en 1951. Tenía tres hermanos: Luzgerico, Crescenciano y Sergio. Su padre se llamaba Esfidio (en la familia tenían la costumbre de poner a los recién nacidos el nombre del mártir del día. Sergio tuvo suerte). Tuto era amigo de Dámaso, el hermano mayor de mi amigo, y asiduo merodeador del blog, Samael. Comenzó a estudiar Ingeniería de Caminos, pero nunca acabó la carrera; aunque, eso sí, era fiel jugador del equipo de rugby de la facultad. Debía de medir entre 1’75 y 1’80, y era muy fornido, con cuello de toro y aspecto tosco. Tenía mucha, mucha fama de bronquista, y la leyenda de sus peleas corría de boca en boca por el barrio de Chamberí, donde ambos vivíamos, así como por su natal Miraflores. Lo que se decía de él era temible, y con razón.

Os contaré cómo le conocí. Yo tenía 17 años y había oído hablar mucho de Tuto, tanto por Samael como por otros amigos del barrio, pero nunca habíamos coincidido. El caso es que había una chica, llamada Marisa, que me gustaba; el problema es que era novieta de Tuto. Pero un buen día me enteré de que habían roto, así que la llamé y quedamos. A eso de las ocho de la tarde estábamos Marisa y yo tomando algo en una terraza, cuando de pronto llega un tío con un ciclomotor (una Ducatti TT) a toda leche, frena de golpe, la moto patina y cae al suelo. El tío, con pinta de boxeador, se dirige adonde estábamos nosotros tambaleándose de puro borracho. “Es Tuto”, me susurró Marisa. Y se me cayeron las pelotas al suelo, plonc, plonc. Porque yo era más alto y grande que él, es cierto, pero siempre he sido un pacifista que jamás se ha pegado con nadie, así que, por lo que sabía, ese tipo podía majarme a leches sin tan siquiera despeinarse.

Tuto, como una cuba, se sentó a nuestra mesa y le pidió al camarero un cubata. Marisa, muy cabreada, le exigió que se fuera. Yo, acojonadito como estaba, no dije nada. De pronto, Tuto decidió hacer caso a su ex; se dirigió a la moto, la levantó del suelo y se fue haciendo eses. Respiré aliviado. Pero a los tres minutos, Tuto regresó; volvió a frenar de golpe, la moto volvió a caerse, él volvió a sentarse con nosotros, Marisa volvió a exigirle que se fuese y yo volví a acojonarme. Tuto dijo que se había dejado el cubata; se bebió la mitad de un trago y el resto se le cayó al suelo. Ante la insistencia de Marisa, decidió marcharse otra vez. Para regresar al poco, frenar bruscamente y tirar la moto. Así que me levanté, me aproximé a él y le pedí, por favor, que nos dejara tranquilos. Entonces él me dedicó una larga y turbia mirada y me dijo más o menos: “Tú eres amigo de Dámaso y de Samael, y los amigos de mis amigos son mis amigos”. Dicho esto, me estrechó la mano, montó en la Ducatti y se fue para no volver a aparecer. A partir de entonces, Marisa se convirtió en mi primera novia, y Tuto en mi amigo. La moto, por cierto, no era suya, sino de Samael, y la dejó hecha unos zorros.

Ser enemigo de Tuto era un serio riesgo, pero ser amigo suyo podía significar una catástrofe. Y eso se debía a su peculiar concepción de la amistad. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por un amigo, pero a cambio esperaba que los amigos hicieran cualquier cosa por él. El problema era que las cosas que él esperaba de los demás eran bastante inusuales. Por ejemplo, una tarde Samael y yo nos lo encontramos por el barrio y Tuto nos pidió que le acompañáramos a un bar cercano, donde había quedado con una gente. Fuimos allí y nos encontramos con un grupo de tíos que, francamente, parecían muy poco amigables. Tuto se retiró a hablar con uno de ellos, volvió al cabo de unos minutos y nos dijo que nos fuéramos. Mientras nos alejábamos, le preguntamos por qué nos había pedido que le acompañáramos, y él nos respondió que tenía un problema con esa gente y como se temía que la cosa acabase a tortas, nos había llevado con él. Sencillamente se olvidó de advertirnos del riesgo.

Lo cierto es que Tuto era una buena persona, pero estaba como una cabra y era muy bruto. Voy a intentar que os hagáis una idea del personaje: Allá por 1974 había un bar en la plaza de Olavide llamado, si mal no recuerdo, La Campana. En ese bar se reunía una pandilla de macarras, unos delincuentes de poca monta que tenían atemorizado al barrio mediante amenazas y agresiones. Una tarde, Tuto y un compañero del rugby fueron a ese bar, y allí estaban cinco de los pandilleros. No sé cómo, empezó una bronca; Tuto y su amigo se pusieron espalda contra espalda y, pim-pam, pim-pam, comenzaron a repartir leña. Eran dos contra cinco, pero no solo ganaron, sino que además Tuto retuvo a uno de los pandilleros, le quitó la documentación y lo denunció en comisaría. Poco después, la policía detuvo a la pandilla y en un periódico tildaron a Tuto de ciudadano ejemplar.

En fin, como he dicho, ser su amigo podía transformarse en algo muy caótico. Tuto partía de la base de que podía presentarse en casa de sus amigos a cualquier hora, por ejemplo bien entrada la madrugada. Y solía hacerlo. Estabas durmiendo en tu casa y de pronto te despertaba el timbre de la puerta. Era Tuto, generalmente borracho, que quería darse una ducha. ¿Por qué esa imperiosa necesidad de ducharse? Misterio. ¿Por qué no se duchaba en su casa? Otro misterio. Y algo todavía más misterioso: antes o después de ducharse, invariablemente, Tuto llamaba por teléfono a alguien (supongo que a diferentes personas a lo largo del tiempo). Como eso ocurría de madrugada, su interlocutor, recién despertado, se cabreaba con él y le mandaba a hacer puñetas, porque era una llamada sin el menor sentido. Pero siempre era así, invariablemente: ducha y telefonazo. Una noche, Tuto apareció en mi casa más borracho que de costumbre, se fue al cuarto de baño dando bandazos, se desnudó, se metió en la bañera, resbaló y se cargó la barra y la cortina de la ducha. Por lo general, yo acogía sus excentricidades con resignación, pero esa vez sí que me cabreé.

En cualquier caso, el principal problema con él eran las peleas. Y no es exactamente que las provocase; no solía ir metiéndose con la gente... pero, eso sí, aprovechaba la menor oportunidad para liarse a guantazos. Pongamos un ejemplo. Hubo una época, allá por los 70, en que todos los bares de Madrid cerraban a las doce, así que si querías tomarte una copa de madrugada tenías que recurrir a algún tugurio medio clandestino. Uno de ellos era el K12, un chalet reconvertido en bar/restaurante, situado en el kilómetro 12 de la autopista de La Coruña, un antro que abría toda la noche y era frecuentado por gente de más que dudosa reputación, por decirlo suavemente.

Una madrugada, Tuto, Samael y yo fuimos al K12 para tomar una copa. En eso estábamos cuando entró en el local un grupo de jóvenes de aspecto francamente patibulario. Serían seis o siete y eran gitanos. Esto último no lo digo por motivos racistas, sino para dejar claro que los payos no éramos precisamente santo de su devoción. El caso es que, tras tomarse las copas que habían pedido, los macarras se negaron a pagar las consumiciones. El camarero, un pobre vejete, intentaba que pagasen, pero los muy cabrones le vacilaban.

Entonces sucedió algo inesperado. Tuto, que no conocía al camarero ni a nadie de ese bar, se puso tras la barra, se encaró con el que parecía ser el jefe de los macarras y le espetó, más o menos, que o pagaban las consumiciones o se iban a ganar una mano de hostias. Samael y yo nos quedamos alucinados (y acojonados, porque eran muchos macarras), el camarero se quedó alucinado, hasta los macarras se quedaron alucinados. El jefecillo de estos contempló a Tuto en silencio y, tras una larga pausa, sacó la cartera, pagó las consumiciones y, sin decir nada, comenzó a alejarse hacia la salida junto con sus compinches. Ellos eran seis o siete y Tuto sólo uno, ¿por qué se achantaron? Creo que la gente que suele meterse en trifulcas sabe distinguir a las personas con las que se puede pelear y las personas con la que es mejor no hacerlo. Aquel gitano miró a los ojos de Tuto y lo que vio en ellos no le gustó nada. Pero ahí no acabó la cosa. Como decía, el grupo de gitanos estaba saliendo por la puerta y, de repente, Tuto se subió encima de la barra y les dijo a voz en grito: “¡El que vale, vale, y el que no es un macarra!”. El jefe de los gitanos se detuvo, miró a Tuto con incredulidad y, sin decir nada, desapareció del local.

Con el tiempo, la inusitada fortaleza física de Tuto le condujo a un callejón sin salida. A finales de los 70, empezó de pronto a manejar más dinero de lo normal. Siempre andaba con mucha pasta y, por lo que sabíamos, no trabajaba en nada. Una noche se presentó en mi casa; estaba cubierto de sangre, tenía la camisa cosida a navajazos y el torso lleno de heridas superficiales. Se había peleado con un navajero; según nos contó, logró tirarle al suelo y, una vez allí, le sacudió varias veces la cabeza contra el bordillo antes de largarse echando leches. No nos explicó el por qué de la pelea. Le curamos las heridas con agua oxigenada y yo le dejé una camisa. Que nunca me devolvió, por cierto; así que, tiempo después, le quité el cinturón que llevaba y me lo quedé en prenda (algo que él aceptó de buen grado). Perdí la camisa, pero aún conservo el cinturón.

Al cabo de un tiempo, averigüé las razones de la pelea y el origen de la pasta que manejaba Tuto. Por aquel entonces estaba saliendo con una chica cuya madre era... perista, comerciaba con artículos robados. Y la madre había contratado a Tuto como guardaespaldas. Mal rollo.

Afortunadamente, Tuto cambió de vida. Se casó con Elena, una chica estupenda. Su boda, celebrada en un diminuto pueblo de Burgos (cuyo alcalde era el padre de la novia), fue la más divertida a que he asistido. Tuto montó una pequeña empresa de construcción. Tuvo dos hijos. En algún momento, no recuerdo por qué, se trasladó a Salamanca. Estando allí, mientras serraba unos maderos en una obra, se rebanó tres dedos de una mano. De algún modo, no sé por qué, tuve y tengo la sensación de que ese accidente encajaba a la perfección con su personalidad. Le visitamos en el hospital. Fue una de las últimas veces que le vi.

La noche del 23 de junio de 1983, Tuto salió con su mujer a dar una vuelta por las fiestas del barrio. Al cabo de un rato, se sintió cansado y decidió volver solo a casa. Encontraron su cadáver en el portal. Tenia sólo 32 años. ¿De qué había muerto? Ni idea; sencillamente se le paró el corazón. Personalmente, tengo una absurda teoría al respecto. Nunca he conocido a nadie tan vital como Tuto, tan rebosante de energía. Por ejemplo, su fuerza física; ¿de dónde salía? Era grande y fornido, sí, pero no tanto ni tan musculoso como para explicar sus extraordinarias dotes de luchador. En realidad, creo que Tuto consumió la energía de toda una vida en los treinta y tantos primeros años. Por eso murió tan joven, como una batería gastada. Bueno, no lo creo en realidad; pero me parece una imagen adecuada.

Mientras escribía esto he ido recordando anécdotas y anécdotas de Tuto; hay muchísimas, demasiadas para contarlas todas. Pero me gustaría añadir una más, porque creo que de algún modo define lo que era. Ocurrió a mediados de los 70, probablemente en el 74. Yo había heredado el coche de mi padre, un utilitario MG, parecido al Morris. Era una mierda de coche que no paraba de estropearse, hasta que un día se escacharró del todo, así que lo dejé abandonado en mi calle. La mecánica del coche era malísima, en efecto, pero el acabado interior era una maravilla; por ejemplo, tenía asientos de cuero, así que quité los dos delanteros y los subí a casa. También quité la palanca de cambios. El volante era una chulada, deportivo, de madera y acero; pero para quitarlo hacía falta una llave de tubo que yo no tenía, así que tuve que dejarlo allí.

Una tarde estaba en casa con unos amigos (entre ellos Samael), cuando llegó Tuto. Me dijo que había visto el coche y me preguntó por qué no me quedaba con el volante. Le contesté que había intentado quitarlo con una llave inglesa y con unas tenazas, pero no lo había conseguido. Entonces, él me miró con suficiencia, me pidió la caja de herramientas y bajó con ella a la calle. Y ahí nos quedamos los demás. Y pasó el tiempo, una hora, dos horas..., y Tuto no daba señales de vida. Finalmente, al cabo de unas tres hora, ya de noche, Tuto subió a casa y nos mostró el volante con una sonrisa triunfal. Estaba sudando, tenía las manos despellejadas y ensangrentadas, la camisa rota y había tardado casi tres horas, pero tras desmedidos esfuerzos había conseguido quitar el volante a base de pura fuerza bruta. Así era Tuto, mi personaje inolvidable: una fuerza de la naturaleza.

NOTA: Pese a que tengo fotografías de casi todos mi amigos, no he encontrado ninguna de Tuto. Quizá Samael pueda proporcionarme una. Entre tanto, he ilustrado esta entrada con fotos de Samael y este vuestro seguro servidor cuando teníamos veintipocos años, más o menos en la época en que éramos amigos de Tuto y tuvieron lugar la mayor parte de las anécdotas que os he contado.



Post Scriptum: Escribo esto el 4 de noviembre de 2013. Hace poco, un hijo de Tuto, Dámaso, descubrió este blog y este post y se puso en contacto conmigo. El pasado viernes, nos reunimos un grupo de viejos amigos de Tuto con Elena, su mujer, y sus dos hijos, Dámaso y Julio. A raíz de ese encuentro, conseguí alguna fotografías de Tuto. En la de arriba, tomada en 1981, podéis verle en primer término, a la derecha. Es el tipo con bigote que le está cortando la corbata al tipo con barba de la derecha (era una boda). Yo soy el que está detrás, con un vaso en la mano y unas entradas que anunciaban un futuro despejado. Abajo, Tuto más o menos por la misma época.

miércoles, noviembre 7

A José Mallorquí, mi padre, 40 años después



El 7 de noviembre de 1972, diecisiete meses después de la muerte de su esposa, Leonor del Corral, víctima del cáncer, mi padre, el escritor José Mallorquí Figuerola, nacido en Barcelona el 12 de febrero de 1913, se quitó la vida disparándose en la cabeza. Ocurrió de madrugada, en su dormitorio del piso 3º derecha del número 23 de la calle Españoleto de Madrid. Hoy se cumple el cuarenta aniversario de su muerte.


Hola, papá.

Hace cuarenta años que te fuiste, es increíble... Según y cómo lo mire, parece que fue ayer; pero desde otro punto de vista es como si hubiera transcurrido una eternidad. Recuerdo perfectamente aquel día, el día en que decidiste pulsar el botón de bajada en el autobús de la vida; recuerdo mi brusco despertar, con Mary diciéndome que te pasaba algo, recuerdo la carrera por el pasillo hasta irrumpir en tu habitación, recuerdo tu cuerpo sobre la cama ensangrentada, tan inmóvil, con la cabeza vuelta hacia un lado, recuerdo al practicante que a diario te inyectaba insulina diciendo, de pie junto a la puerta, “Pobrecito, pobrecito...” con el rostro compungido, recuerdo mi desconcierto, no entendía lo que pasaba. Hasta que vi la pistola en tu mano. Entonces todo encajó de repente, el súbito despertar, la preocupación de Mary, la sangre, tu inmovilidad, las lamentaciones del practicante, yo, el universo entero, todo se concentró en la pistola que empuñabas. Durante un instante infinito, ese arma, un Astra del calibre 9, se convirtió en un punto donde convergía toda la realidad, en un aleph, aunque más bien fue un omega.

Recuerdo el puñetazo que descargué contra la madera de la cama y recuerdo que musité: “Lo has hecho...”. ¿Entiendes?, no me pregunté por qué lo habías hecho; sencillamente constaté lo que parecía inevitable, el inexorable cumplimento de un mal augurio. Lo habías hecho. Recuerdo que salí de tu habitación, fui a la sala, me dejé caer sobre un sillón y me eché a llorar como un niño. Sí, recuerdo cada minuto de ese día; yo tenía diecinueve años y aquel siete de noviembre de 1972 mi vida se dio la vuelta como un calcetín.

Así que ya ves, papá, si lo contemplo de ese modo, tengo la sensación de que todo sucedió ayer. Sin embargo, cuando pienso en la cantidad de cosas que han ocurrido desde entonces, me siento aplastado por el paso del tiempo. Si no hubieras decidido quitarte de en medio al estilo far west, si aún vivieras, tendrías noventa y nueve años. No es una edad inverosímil en estos días, aunque supongo que habrías fallecido antes por causas naturales. Pero, si aún vivieras, ¿qué pensarías, qué harías?

Supongo que la muerte de Franco te habría inquietado, y no sé qué habrías opinado sobre la Transición, porque tus ideas políticas eran más bien raras. La caída de la Unión Soviética y el derrumbe del comunismo te habrían agradado, eso seguro. Te entristecería la pérdida de popularidad del western, el género que te hizo famoso, y la desaparición del tipo de radio que tú contribuiste a crear. Supongo que habrías vuelto a escribir literatura, pero no sé qué clase de literatura ni qué tal te habría ido. Sin duda, la actual situación de España te deprimiría; pero ¿a quién no?

La triste suerte de tu hijo Eduardo, que al final siguió tu último y peor ejemplo, te habría roto el corazón. Aunque, quién sabe, quizá si hubieras seguido vivo habrías podido ayudarle a reconducir su vida. No lo sé y nunca lo sabremos, ¿verdad? Tu hijo José Carlos también te preocuparía ahora, porque anda pachucho de salud. Y tus nietos... Conociste a Leonor, aunque sólo cuando era un bebé. Ahora es una adulta y te ha dado dos bisnietas. No conociste a Óscar y Pablo, mis hijos; pero te gustarían, tan altos, tan fuertes y tan llenos de vida. Pablo se parece mucho a mí.

Y, hablando de mí, ¿qué pensarías del tercero de tus hijos? Creo que nunca supiste muy bien cómo encajarme. Llegué muy tarde, trece años y medio después de José Carlos y diez después de Eduardo; fui el elemento discordante, un niño en una familia de adultos. Sé que me querías, por supuesto, y a veces podíamos conectar de un modo asombroso, pero no sabíamos tratarnos el uno al otro. Yo estaba empezando y tú acabando. Y luego llegó la enfermedad de mamá y, tres lamentables años después, su muerte. Y todo se fue a la mierda.

¿Alguna vez pensaste que, de entre tus hijos, sería yo quien seguiría tus pasos de escritor? Asististe a mis comienzos, leíste los primeros artículos que escribí para La Codorniz. Recuerdo lo que dijiste de uno de ellos: “Es inteligente”. Ese comentario me llenó de orgullo. Pero lo cierto es que nunca me alentaste a escribir (y no lo digo como reproche; me parece muy bien que no lo hicieras). Creo que en la familia existía el tácito acuerdo de que tu sucesor como novelista sería Eduardo. Pero, ¿sabes?, Eduardo nunca lo intentó en serio; sí lo hizo como guionista, pero no con la literatura. Y yo tampoco durante mucho tiempo, aunque la simiente estaba ahí, latente durante una década, a la espera de germinar. Y germinó.

No soy tan famoso como tú lo fuiste, ni he escrito tanto como tú, ni he vendido tantísimos libros como tú. Pero soy bastante conocido en ciertos círculos y me defiendo en esta extraña profesión que ambos elegimos. En general, y es una comparación que suele hacerse, me consideran digno sucesor tuyo. Creo que estarías orgulloso de mí, que te gustaría lo que escribo y cómo lo escribo. Aprendí mucho de tu estilo, lo reconozco. Durante un tiempo, hace muchos años, te habría preocupado mi forma de vida, aunque quizá no hubiese llevado esa vida si tú hubieses seguido vivo. ¿Te habría desconcertado mi trabajo como publicitario? No lo sé; a fin de cuentas, tú también tuviste contactos con la publicidad cuando trabajabas en la radio. Lo que sí sé, con entera seguridad, es que Pepa, mi mujer, te habría gustado y mucho. Es la clase de mujer que a ti te iba. Te habría gustado mi familia, sí; estarías satisfecho conmigo, y me alegro. Desde que soy un adulto he ido descubriendo poco a poco que comparto muchas aficiones e intereses contigo; habríamos podido charlar largo y tendido sobre cine, literatura, historia, antropología, viajes... Habría sido bonito.

Te he echado mucho de menos, papá; más que a mamá. Sé que no te gustaría oírme decir eso, pero es la verdad. Llevo cuarenta años echándote de menos, cuarenta años deseando haber podido hablar contigo una última vez para decirte algo muy sencillo: Perdón. Lo siento mucho; yo sólo era un crío estúpido, un inconsciente que no entendía lo que estaba pasando, un idiota que intentaba vivir una comedia en medio de un drama. Lo lamento muchísimo, papá, te lo digo de corazón; lamento todo lo malo que te hice, aunque creo que no fue mucho ni muy grave, y sobre todo lamento todo lo que no hice y pude hacer. Esa herida nunca ha cicatrizado del todo. Fui insensible, egoísta y miserable. Lo siento, lo siento infinitamente, de verdad...

Pero, ¿sabes?, han transcurrido cuatro décadas desde que te fuiste y ahora, mira por donde, resulta que tengo la misma edad que tenías tú cuando decidiste jugar a la ruleta rusa con todas las balas en el cargador. Ya somos iguales, ya hemos cubierto el mismo trecho del camino. Y hoy, de igual a igual, tengo algo que decirte:

Lo que hiciste, papá, fue una cabronada, no estuvo bien. Vale, José Carlos y Eduardo se habían casado, se suponía que ya estaban encauzando sus vidas. Pero ¿y yo qué? Tenía diecinueve puñeteros años, joder, mi madre había muerto hacía poco, estaba hecho un lío, ¿y a ti lo único que se te ocurre es pegarte un tiro? Eso estuvo mal, ¿sabes?, eso fue desertar de una obligación que habías contraído el mismísimo día en que yo nací. Pasaste de mí, me dejaste solo. ¿Has leído La carretera, de Cormac McCarthy? Pues al final, tú no fuiste la clase de padre que describe esa novela.

¿No te paraste a pensar, ni por un instante, que al pegarte un tiro en tu dormitorio, en la casa que compartíamos, yo, tu hijo de diecinueve años, vería tu cadáver al día siguiente? ¿Sabes lo que es llevar en la mente la imagen de tu padre muerto sobre un charco de sangre? No, no tienes ni idea. Nadie que no haya pasado por algo semejante sabe hasta qué punto puede grabarse una imagen en la cabeza. Ese recuerdo te lo debo, papá; me lo diste tú. ¿Y tampoco te paraste a pensar en el sentimiento de culpa que ibas a descargar sobre mis hombros? ¿Tanto te fallé, tan insignificante era yo en tu vida?

Dicen que el suicidio es una forma de cobardía. No estoy de acuerdo; hace falta mucho valor para pegarse un tiro. Lo que sí creo es que a veces el suicidio es una manifestación de egoísmo. Y creo que tú fuiste egoísta, papá; que no tuviste en cuenta a los demás. Ahora que soy padre, puedo asegurarte que yo sería incapaz de hacerle a mis hijos lo que tú me hiciste a mí. Estuvo mal, papá; muy mal.

¿Sabes algo curioso? Nunca antes había pensado así. Durante cuarenta años te consideré una víctima sin la menor culpa, pero ahora, de repente, al escribir esto, me doy cuenta de que no es cierto. Claro que eres culpable, igual que lo soy yo en otro sentido; ninguno de los dos estuvo a la altura de las circunstancias. Lo que pasa es que el suicidio es algo tan dramático, tan estremecedor, tan monolítico, tan cargado de emoción, que anula cualquier otro razonamiento. Por eso llevo cuarenta años arrastrando un sentimiento de culpa que, ahora me doy cuenta, sin duda era excesivo.

Al final de tu brevísima nota de suicidio escribiste: “Perdón”. Y te perdono, claro que te perdono, igual que sé que tú me perdonarías a mí. Por eso quiero olvidar el triste final y recordar sólo los mejores momentos; tus éxitos, tu sentido del humor, tu generosidad, tu bondad, tu talento, tu amor a mamá, tus viajes, tu afición a la comida, tu pésima forma de conducir, tus fotografías, tu curiosidad, tu timidez, tu cariño, tu portentosa humanidad... Así te quiero recordar, como la maravillosa persona que eras.

Adiós, papá; feliz cumplemuerte, si me permites usar el humor negro que tanto te gustaba. Siempre te he querido y siempre te querré.

César

Hace años, publiqué una semblanza de mi padre en La Novela Popular en España (Ediciones Robel, 2000). Si quieres leerla, puedes hacerlo pinchando AQUÍ.