lunes, enero 30

And the winner is... ¡La isla de Bowen!


Quienes seguís este blog sabéis que no suelo utilizarlo para darme autobombo, pero ésta es una ocasión especial. He ganado la vigésima edición del Premio Edebé de Literatura Juvenil con mi novela La isla de Bowen. ¡Bravo, hurra por mí! Vale, sí, es la cuarta vez que lo gano, pero la última fue hace diez años y, qué queréis que os diga, me encanta ganar premios.


Regresé ayer mismo de Barcelona y todavía estoy un poco mareado de tanto ajetreo. El martes 24 fui en AVE a mi ciudad natal y, tras pasar por el hotel, cené con Susana Vallejo, ganadora de la anterior edición, excelente escritora y aún mejor persona. El miércoles dediqué todo el día a entrevistas y filmaciones, de acá para allá, junto con el premiado en la modalidad infantil, Fernando Lalana, que por cierto es un tío la mar de majo. Por la noche me fui a cenar con mi mujer y un amigo, para celebrar el premio. Acabamos a las tantas. Yo estaba hecho polvo, que uno está mu mayor y ha tenido mu mal rodaje. El jueves por la mañana, Fernando y yo fuimos a la editorial para firmar los contratos, charlar un rato con el personal de Edebé y comer con el director general y la directora editorial. Por la tarde, la ceremonia de entrega. Estuvo muy bien, fue todo de maravilla, un acto divertido y brillante, pero... agotador y mareante. Te saludan y felicitan decenas de personas y a todas tienes que atenderlas con una sonrisa. Aunque no las conozcas. O, lo que es peor, aunque deberías conocerlas, pero no te acuerdas ni remotamente de quiénes son. Con todo, fue muy agradable, aunque cansado.


Por ser la edición número veinte de los premios, la editorial reunió a (casi) todos los premiados de ediciones anteriores y, poco antes de empezar la ceremonia, nos hicieron una foto de grupo, que es la que preside este post. Allí me reencontré con viejos amigos y conocidos a quienes no veía desde hace tiempo. El calvorotas del fondo soy yo.


Hablando de la novela ganadora, La isla de Bowen es esa historia “al estilo Verne” que estaba escribiendo y de la que os hablé en alguna ocasión. Veréis, escribí La isla de Bowen para mí; era un regalo que me hacía a mí mismo. La escribí sin pensar en nada ni en nadie, sin tener en cuenta las modas, sin plantearme la edad de los lectores, sin ponerme más cortapisas que mi propio criterio. ¿Qué pienso sobre el resultado final? Bueno, poco importa la opinión de un autor sobre su propia obra, ¿verdad? Por un lado adoro la novela, por otro la odio (la he releído demasiadas veces mientras la corregía). ¿Responde a mis expectativas? Pues... creo que sí, pero me falta perspectiva.


No obstante, ha ocurrido algo que me resulta muy gratificante. Como es natural, cuando ganas un premio todo el mundo alaba tu novela, pero nunca he recibido tantas y tan entusiastas alabanzas como en esta ocasión. El fallo fue unánime. Un par de miembros del jurado le pidieron a la editorial mi dirección de e-mail y me escribieron felicitándome (algo, por lo visto, inaudito). Durante la ceremonia de entrega, varios jurados se acercaron a mí para darme las gracias por el buen rato que les había hecho pasar. En la editorial están entusiasmados con la novela. Lo cierto es que todos lo que la han leído hablan muy bien de ella. Así que cabe la posibilidad de que La isla de Bowen no esté del todo mal...


En cualquier caso, os garantizo que, en cierto modo, La isla de Bowen es la novela menos juvenil que he escrito. No porque no pueda disfrutarla un adolescente (claro que puede), sino porque está escrita para un cincuentón que adora la novela de aventuras clásica y, en especial, a Julio Verne (aunque también a Wells, y a Hergé, y a Conan Doyle, y a Stevenson...). La isla de Bowen es un destilado de todos los relatos de aventuras que leí durante mi juventud. Y también es la primera novela de ciencia ficción que he escrito en mucho tiempo. Aunque, eso sí, ciencia ficción arcaica; la clase de ciencia ficción que podría haberse escrito a principios del siglo pasado. Eso es parte de su gracia. La novela, ambientada en 1920, está dividida en dos partes: la primera es aventura clásica en estado puro; y en la segunda comienzan a aparecer los elementos de ciencia ficción, pero siempre en el marco del género de aventuras...


Bueno, ya hablaré en otra entrada sobre este tema: mi particular teoría sobre el género de aventuras. Ahora sólo quiero compartir con vosotros la alegría por el premio obtenido. Más abajo, en letra pequeña, os adjunto el discursete que pronuncié durante la ceremonia de entrega de galardones. Dije más cosas, pero eso es lo que llevaba escrito.


Hola, buenas tardes.
Cuando uno recibe algo, lo primero que hay que hacer es dar las gracias. Así que gracias en primer lugar a los miembros del jurado por haber elegido mi novela. Espero que no se hayan equivocado demasiado. Gracias también a la editorial EDEBÉ, no sólo por convocar estos galardones, sino por la difícil tarea de mantener viva la llama de la cultura y la literatura en estos tiempos oscuros. Gracias por último al escritor francés Julio Verne, porque él fue la principal fuente de inspiración de mi novela.
Este acto que hoy celebramos es muy especial. No sólo porque se trata de la vigésima edición del Premio Edebé, sino también, y sobre todo, porque probablemente será la última. Eso, por supuesto, en el caso de que los mayas tengan razón y este año llegue el fin del mundo. Así que, aprovechando que el Apocalipsis se acerca, me gustaría dedicarle este premio y mi novela a cuatro personas muy especiales para mí. Tres de ellas se encuentran aquí, con nosotros, y la cuarta no está muy lejos.
En primer lugar, se lo dedico a Pepa, mi mujer, porque sin ella jamás habría escrito nada. Pepa es esa mujer maravillosa que está al lado de un chico muy alto.
En segundo lugar, se lo dedico al chico muy alto que está junto a mi mujer. Es mi hijo Pablo.
En tercer lugar... Veréis, yo nací aquí, en Barcelona, hace tanto tiempo que no sé si por entonces aún se llamaba Barcino. El caso es que mi familia se trasladó a Madrid cuando yo sólo tenía un año de edad, y en esa ciudad he vivido siempre. Sin embargo, son muchos los lazos que me unen a Barcelona, y el mayor de ellos, el más intenso, son mis padrinos, el matrimonio formado por José María Gispert y María Luisa Lafuente.
José María es un galán maduro que está por ahí, acompañado por su encantadora hija Mireia, y este premio también está dedicado a él.
En cuanto a María Luisa... Cuando yo era pequeño y jugaba a escribir, mi madrina me decía: “tú serás escritor”. Luego, cuando yo estudiaba Ciencias de la Información, ella seguía diciendo: “tú serás escritor”. Mucho después, cuando durante más de veinte años me dediqué al periodismo y la publicidad, María Luisa insistía: “tú será escritor”. Y finalmente, cuando le regalé mi primer libro publicado, María Luisa me dedicó una sonrisa socarrona y tuvo la delicadeza de no decirme: “ya te lo dije”.
María Luisa no ha podido estar hoy aquí, con nosotros. Padece la enfermedad del olvido. No obstante, por adivinar tan claramente mi futuro, por ser tan dulce, generosa, inteligente y buena, este premio está especialmente dedicado a María Luisa Lafuente, ahijada de mi padre y, a su vez, mi querida madrina.
Muchas gracias a todos por estar aquí.


miércoles, enero 18

Miedo


Hace tiempo, leí una entrevista a Konrad Lorenz en la que el famoso etólogo afirmaba que el estado anímico habitual de los mamíferos en la naturaleza es el miedo. Básicamente, miedo a no poder comer o miedo a ser comidos. Es decir que todo ser viviente dotado de un sistema nervioso medianamente sofisticado padece un permanente estrés; algo lógico, teniendo en cuenta que el estrés es un mecanismo de supervivencia.


Veamos un ejemplo: los perros. ¿Por qué un perro ataca a un ser humano? Puede haber muchos motivos, pero básicamente son dos: que el perro esté entrenado para atacar o, lo que es mucho más frecuente, que el perro tenga miedo. Supongo que todos habéis oído decir que los perros “huelen el miedo”, y es literalmente cierto. Tanto humanos como perros (y otros muchos bichos) emitimos feromonas, unas sustancias químicas que transmiten información sobre nuestro estado anímico. Si estamos tristes, o excitados sexualmente, o cabreados, o contentos, o asustados, nuestras feromonas se lo chivan a cualquiera que pueda olerlas. El problema es que nuestro sentido del olfato es una caquita, así que los humanos ni nos enteramos (al menos conscientemente) del fascinante mundo olfativo que nos rodea.


En el caso de los perros la cosa es muy distinta, porque ya sabéis el buen olfato que tienen los muy cabrones. Los humanos contamos, de media, con 5 millones de receptores olfativos, mientras que los perros poseen alrededor de 200 millones. Vamos, que los perros dependen de las napias lo mismo que nosotros de los ojos. Supongo que todos os habéis fijado en que cuando dos perros se encuentran, lo primero que hacen es olerse el culo mutuamente. ¿Es que son unos guarros? ¿O de naturaleza sodomita? No.


Los humanos emitimos feromonas sobre todo a través de la sudoración, pero los perros no sudan y su principal fuente de feromonas es el ano. Así que dos perros oliéndose el culo es el equivalente a dos humanos estrechándose las manos en señal de buena voluntad. Es más, ¿por qué cuando un perro está contento mueve el rabo? Porque sus feromonas están diciendo: “me siento guay, tengo ganas de lamerte, y de que me rasques detrás de las orejas, y de que me tires un palo para que vaya a buscarlo”, así que, como el perro quiere que te enteres, mueve el rabo de un lado a otro, esparciendo sus juguetonas feromonas por el aire. Por el contrario, cuando un perro es agresivo o tiene miedo (luego veremos que es lo mismo), lo que hace es meter el rabo entre las patas y dejarlo quieto. Es decir: tapa el ano para que no puedas oler sus feromonas.


Todos sabemos cómo son los perros; pero puede que algunos tengamos una idea un tanto equivocada acerca de ellos, porque estamos acostumbrados a tratar con perros mascota, animales de compañía que son alimentados y cuidados por sus amos. Es decir, perros que nunca se hacen adultos del todo, perros que viven en un permanente estado de “cachorrez”. Por eso, su comportamiento es sutilmente distinto al de los perros que viven libres en la naturaleza. Por ejemplo, los perros asilvestrados tienden a unirse formando jaurías, porque ésa es su forma natural de cazar (heredada de los lobos). Por otro lado, son animales muy territoriales; marcan su zona de caza delimitándola con señales olfativas: su orina esparcida aquí y allá. Ese comportamiento también lo vemos en los perros urbanos. Cuando los sacas a pasear no hacen todo el pis de una vez, sino que van orinando poco a poco en distintos lugares para marcar su territorio de caza, olvidándose, los muy capullos, de que no han cazado en su puñetera vida.


Bien, en estado natural un perro (como casi todos los mamíferos terrestres) jamás atacará a un ser humano, salvo en los siguientes supuestos: 1. Que forme parte de un grupo extraordinariamente hambriento. Es decir, que el miedo a morir de hambre supere al miedo a morir de un balazo. 2. Que penetres en su territorio. Él ha dejado señales olfativas de que no debes pasar (no sabe que tienes menos olfato que un tocho de madera), así que si las ignoras debe de ser con fines agresivos, lo cual le asusta. 3. Que le acorrales o agredas. Y aquí debemos entender los términos “acorralar” y “agredir” desde un punto de vista canino; si, sin darte cuenta, te sitúas de tal forma que interceptes sus vías de huída, el perro se sentirá acorralado, y si haces un gesto demasiado brusco el perro puede interpretarlo como una agresión. 4. Que tengas miedo. En efecto, si, como le ocurre a mucha gente, sientes un temor irracional (o racional, da lo mismo) hacia los perros, cuando veas uno comenzarás a emitir feromonas de miedo y el perro lo detectará. Y, para un perro, el miedo del contrario es sinónimo de una posible agresión y, por tanto, un motivo para atacar él a su vez.


En resumen, todas las razones por las que un perro (no entrenado) ataca a un humano están relacionadas con el miedo. Y no deja de tener su lógica, porque el miedo también es un mecanismo natural de supervivencia. ¿Sabéis algunas cosas que pasan cuando nos entra el canguelo? Se excita la amígdala del hipotálamo, que es donde reside el centro neurológico de la agresividad. Las suprarrenales comienzan a verter al flujo sanguíneo generosas dosis de adrenalina, un poderoso estimulante natural que te ayudará a huir o a luchar. Se incrementa la producción de testosterona, que aumentará tu fuerza y rapidez (para correr o pelear), y subirá también la corticotropina, que te ayudará a controlar el estrés. Como puede verse, la respuesta orgánica al miedo se traduce en un incremento de la agresividad y regula tu cuerpo preparándolo (mediante hormonales espinacas de Popeye) para huir o para luchar.


Huelga decir que la respuesta más usual (y más sabia) ante el miedo es la huída (y eso vale tanto para perros como para humanos). No obstante, ¿qué pasa cuando, por las razones que sean, no hay posibilidad de huída, cuando se está acorralado? Pues que la única opción que queda es el conflicto, una furia descontrolada que tiene más de reptil que de humana. Una vez, durante la dictadura, yo estaba en un bar cuando, de pronto, se desató una algarada en la calle. Al poco, entraron un par de antidisturbios en el local para desalojarlo; uno de ellos era un tipo jovencito, muy alto, tanto como yo, pero con casco, porra, escudo y una pistola al cinto. Recuerdo su cara; estaba aterrorizado, tenía más miedo que los manifestantes. Y eso me acojonó, porque alguien poseído por el pánico puede hacer cualquier cosa y sin ningún motivo.


El miedo, igual que el estrés, es un mecanismo de defensa, pero cuando se descontrola puede convertirse en algo extraordinariamente destructivo. Los humanos, igual que el resto de los mamíferos superiores, vivimos en un estado de permanente... no, de intermitente temor. Miedo a la enfermedad, a los accidentes, a que le suceda algo malo a nuestros seres queridos; miedo a perder el trabajo, o a no encontrarlo, miedo a la pobreza, al desarraigo, al desamparo, miedo a no conseguir lo que se desea o a perder lo que se tiene... Por lo general, ante esos miedos la sociedad da salidas y alivio para la mayor parte de la población (por eso somos gregarios); pero, ¿qué pasa cuando la sociedad no sólo no ayuda, sino que acorrala y agrede?


Últimamente, la atmósfera se está llenando de feromonas del miedo. No puedes olerlas, pero percibes ese temor en los ojos de la gente, en las noticias, en los comentarios de la Red, en las historias que te cuentan, en el estado de ánimo general. Quizá incluso en el espejo cuando te miras. Somos una sociedad progresivamente atemorizada. Y el miedo, ¿sabéis?, es un sentimiento primario que surge de las capas más profundas de nuestro proceso evolutivo, del sistema límbico, de ese lagarto violento e irracional que todos llevamos dentro y que toma el control cuando el neocórtex deja de servir para algo. Ese lagarto no actúa con racionalidad, sino con pura, brutal y ciega violencia.


Por eso me da miedo el miedo.

viernes, enero 13

Stand-by


Lo primero, feliz año, amigos míos. Lo segundo, mis disculpas por el retraso en actualizar el blog (tengo un post a medio escribir desde hace semanas). En mi casa, la fiesta de Reyes es muy sofisticada, así que estuve ocupado toda esa semana. Luego me cayó encima un achuchón de trabajo y después sobrevino un problema personal que me tiene con el coco en otro lado. Prometo que la semana que viene recuperaré el ritmo habitual de Babel.

Y, entre tanto, os sugiero que visitéis el blog de mi buen amigo Samael. Se llama LA TERTULIA PEREZOSA y podéis llegar a él pinchando AQUÍ. Samael es un excelente escritor de relatos cortos dotado de una personalidad a todas luces excéntrica (que es la forma políticamente correcta de denominar a la simple y llana chaladura). Su blog están nuevecito, recién estrenado; os recomiendo que no os lo perdáis.