lunes, agosto 22

Leoncio Vázquez



Hay en TV una serie de humor, muy divertida, llamada Scrubs. Trata sobre dos médicos internos (Dorian y Turk, uno blanco y el otro negro) del hospital docente Sagrado Corazón. Ambos son amigos desde pequeños; de hecho, se conocen tanto que han desarrollado una serie de ritos privados y saben en todo momento lo que está pensando o haciendo el otro. Son como dos partes del mismo mecanismo. La serie, ya lo he dicho, es muy divertida, pero una de las cosas que más gracia me hacen es que la relación entre Dorian y Turk se parece a mi relación con mi mejor amigo, Tito, a quien conocéis por su nick Samael.


Tito y yo nos conocimos en el colegio San Alberto Magno cuando teníamos nueve años, hace ya casi cincuenta, y desde entonces hemos mantenido ininterrumpidamente nuestra amistad. ¿Amistad? No, más que eso. Mis hermanos eran diez y catorce años mayores que yo, y el hermano de Tito, Dámaso, murió muy joven, así que hemos sido prácticamente hermanos. Juntos hemos pasado muchas cosas buenas, y también muchas cosas malas; la verdad es que podría escribir un libro entero con las delirantes anécdotas que hemos protagonizado. Durante mucho tiempo lo hicimos todo a la vez, desde la vida loca de dos balas perdidas, a la loca vida de dos publicitarios. Él y su mujer son los padrinos laicos de mi hijo mayor y yo soy el padrino de su gata Renata.

El caso es que nadie me conoce tan bien como Tito y nadie conoce a Tito tan bien como yo. Con frecuencia sabemos lo que está pensando el otro y, como no podía ser de otra forma, hemos desarrollado una serie de ritos privados. Por ejemplo, cada vez que hablamos por teléfono sobrevienen un par de minutos previos en los que no hacemos más que proferir ruidos guturales y frases sin sentido. Cualquiera que no nos conozca sospecharía que somos gilipollas, mientras que quienes nos conocen tienen la certeza de que, en efecto, somos gilipollas. Como es natural, también conozco a su familia desde siempre y, de un modo u otro, he llegado a considerarla mi propia familia. Una familia muy peculiar, por cierto. Y quizá el más peculiar de todos sus miembros fuese Leoncio Vázquez, el padrino de Tito (en realidad, Tito se llama Leoncio).

Cuando le conocí (hace un millón de años), Leoncio Vázquez era el propietario de una cafetería llamada La Concha, situada en la madrileña plaza de Santa Bárbara 1, justo donde hoy hay una sucursal BBVA. Leoncio era un hombre fornido y grueso, pero la suya no era una gordura fofa, sino tensa y firme, como si fuese una expansión de sus músculos. Llevaba un bigotito recortado, como una fila de hormigas, bigote de facha. Porque Leoncio era un facha, un franquista de tomo y lomo; pero inofensivo, pues jamás se metió en política. Tenía la voz grave, algo rota, y una perenne expresión de ironía en la mirada. Estaba casado con Eloisa, una mujer tan guapa como insoportable, y no tenía hijos.

Básicamente, Leoncio era un golfo. Jugador, tramposo, juerguista, bebedor impenitente, fumador compulsivo, putero… y simpático, arrolladoramente simpático. Fue un señorito madrileño de la posguerra, sin excesiva pasta pero con mucho morro, un buscavidas que solía caminar al borde de la ilegalidad. En la trastienda de La Concha, su cafetería, se celebraban larguísimas partidas de póker (cuando el juego estaba prohibido), en las que tanto él como su mujer participaban con entusiasmo. La verdad es que en La Concha se jugaba mucho y a todo y, en contra de lo que cabía esperar, esa pasión por el juego acabó convirtiendo a Leoncio en multimillonario.


Era un golfo, sí, pero con un peculiar código de valores. Por ejemplo, aceptaba que sus empleados le robaran, siempre y cuando no fuese demasiado (a fin de cuentas, él hubiera hecho lo mismo), igual que aceptaba las trampas, siempre y cuando estuvieran bien hechas. En cierta ocasión, cuando Tito y yo teníamos 16 o 17 años, fuimos a La Concha y nos pusimos a jugar con Leoncio a los dados. Nos jugábamos poco dinero, para él, pero mucho para nosotros, y Leoncio ganó todas las partidas, dejándonos sin un duro. “Qué suerte tienes”, le dijimos. Él le dio un sorbo a su whisky, nos dedicó una mirada socarrona y respondió: “Sois unos lilas; os he hecho trampas”. Acto seguido, nos explicó cómo se hacían trampas jugando a los dados. Pero no nos devolvió el dinero; ese era el precio que habíamos pagado por la lección que acababa de darnos: si vais a jugaros la pasta, tened presente que podéis encontraros con tipos como yo.

Podría relatar cientos de anécdotas protagonizadas por Leoncio. Por ejemplo, una tarde, estando en La Concha, entraron un grupo de sordomudos. De pronto, Leoncio se aproximó y comenzó a hablar con ellos… ¡en el lenguaje gestual de los sordomudos! ¿Cómo es que conocía ese lenguaje? Se negó en redondo a decírnoslo. ¿Para qué lo había aprendido? Ni idea, aunque sospecho que para algo semi-ilegal. No es que ésta sea una anécdota graciosa, pero ilustra una de las peculiaridades de Leoncio: era imprevisible, estaba lleno de pequeños secretos y sorpresas.

A mediados de los 70, poco antes de la muerte de Franco, cuando Leoncio tenía cuarenta y tantos años, inició su camino hacia la fortuna. Enfrente de La Concha había, y hay, un palacete, el de la marquesa de V. Los más jóvenes de esa familia, los nietos de la marquesa, solían frecuentar La Concha, acompañados muchas veces por uno de los nietos de Franco, Francis. Eran, como es natural, una panda de pijos. Se dio la casualidad de que una de las nietas de la marquesa, llamada (creo recordar) Patricia, fue compañera mía en la facultad de periodismo. Era una chica encantadora, muy crítica con sus parientes, que me contó algunas cosas acerca de su familia. La marquesa, heredera del título y de la fortuna, tenía tres hijos que vivían en ese palacete. Cada hijo, a su vez, tenía su propia familia, pero todos dependían de la pasta de la marquesa, que al parecer era más bien tacaña. Por lo visto, los nietos se dedicaban a ir por las habitaciones del palacete que su abuela no solía visitar, cogían todo lo que tuviese algún valor y lo vendían. Porque no tenía ni un duro.

Entonces, los marquesitos tuvieron una idea para conseguir pasta: le propusieron a Leoncio montar un bingo ilegal en La Concha (el juego, os lo recuerdo, estaba prohibido). Fue un éxito tan grande que Leoncio comenzó a ganar más dinero con el bingo que con la cafetería. De vez en cuando aparecía la policía, cerraba el tinglado y metía a los promotores en la trena, pero entonces Francis Franco intercedía por ellos, todo el mundo quedaba libre sin cargos y el negocio volvía a empezar. Cosas de la dictadura.

No era el único bingo ilegal de Madrid, claro; de hecho, había tantos que finalmente se autorizó esa clase de juego, restringiéndolo al principio a determinadas instituciones, entre ellas las casas regionales. Justo en ese momento, Leoncio tuvo un golpe de suerte: el Banco de Bilbao le compró La Concha. Leoncio, que era pucelano, se puso entonces en contacto con la Casa de Valladolid y les propuso montar un bingo, esta vez legal. Fue un éxito absoluto y el dinero comenzó a entrar a raudales. En el 77 se permitió el juego en España y Leoncio montó varios bingos más. Y se hizo multimillonario.

Voy a hablaros de Eloisa, su mujer. Lo reconozco: me caía fatal. Cuando sólo era de clase media ya se comportaba de forma egoísta, altanera y despectiva con los demás, así que imaginaros lo insoportable que se puso cuando se convirtió en multimillonaria. Era insufrible y cometió el error de serlo también con su marido. La verdad es que se llevaban fatal y discutían constantemente. Según reconoció la propia Eloisa, dormía con un cuchillo debajo de la almohada, aunque estoy convencido de que Leoncio jamás la maltrató. Más bien fue al revés.

En mi opinión, si estás casada con un tío que, de la noche a la mañana, se ha forrado, más te vale tratarlo bien (y cuando digo “tratarle bien” me refiero sólo a tratarle con un poco de educación). Pero Eloisa optó exactamente por lo contrario: se dedicó a hacerle la vida cada vez más imposible a su marido. Hasta que un día a Leoncio se le hincharon las pelotas y se divorció de ella. Eloisa sacó mucha pasta y muchas posesiones de ese divorcio, suficiente capital para vivir bien el resto de su vida, pero era una ludópata y lo perdió todo en el juego. Al final murió pobre y sola. No me alegro de ello, pero se lo había ganado a pulso.

Leoncio, por su parte, se casó de nuevo, con la mujer que había sido su amante de siempre. Eso le hizo feliz. Pero mucho antes, antes incluso del divorcio, había cometido un error: se asoció con tiburones de la alta sociedad. En realidad, fue la misma tontería que Tito y yo habíamos cometido al jugarnos la pasta con él a los dados: jugó con tipos que eran más golfos que él. Y perdió. Sus socios le timaron y se quedaron con uno de su bingos, el que más pasta le daba. Pero aún tenía mucho dinero y, aunque la fiebre del bingo acabó disipándose, siguió viviendo con toda comodidad.

En fin, supongo que os habéis dado cuenta de que hablo de Leoncio en pasado. Porque Leoncio Vázquez falleció hace poco más de un mes, el 14 de julio de este año. Tenía 88 años de edad. Cuando volví de Noruega y me enteré de lo que había pasado, se me partió el corazón. Y me sentí culpable y asquerosamente cobarde.

Hacía mucho tiempo que no veía a Leoncio; creo que casi treinta años. Muchas veces había pensado en visitarle, pero lo fui dejando. Finalmente, el invierno pasado hablé con Tito y le dije que me gustaría ver a su padrino. Quedamos para comer juntos, pero Leoncio se indispuso y no pudo ser. Poco después, se rompió un tobillo y lo ingresaron en una residencia para la rehabilitación. Tito iba a verle con frecuencia; le dije que un día quería acompañarle, y Tito me advirtió de que Leoncio tenía la mente en perfecto estado, pero físicamente estaba hecho una mierda (con el tipo de vida que había llevado, lo raro es que alcanzara tan avanzada edad). Me dio miedo verle tan cascado, ingresado en una residencia llena de viejos gagá, así que le dije a Tito que esperaría a verle para cuando estuviese recuperado. Nada más colgar el teléfono lo pensé: se va a morir, no volveré a verle jamás. Y así ocurrió. Soy un mierda, pero eso es otra cuestión. Según Tito, Leoncio no soportaba estar en la residencia y como su tobillo no mejoraba, temía quedarse allí para siempre. Así que se dejó morir; de hecho, cuando llegaron los médicos rechazó toda ayuda. Ya había vivido demasiado, y  no le gustaba el tipo de vida que le esperaba, así que ¿para qué seguir? La partida había terminado; era hora de recoger las cartas y descansar.

Con Leoncio ha muerto una parte de mi niñez y de mi juventud, una parte de mi vida. Pero también ha muerto un personaje irrepetible, y uno de los últimos protagonistas de una época que ya no existe. No quiero ponerme sentimental, pero lo siento, lo siento muchísimo. Ya sabéis que no creo en el más allá, pero si me equivocara y realmente hubiese una vida después de la muerte, con toda seguridad, Leoncio, gran pecador, estaría en el infierno, timándole a los dados a Satanás y regentando un casino en la trastienda del Averno.

Hasta siempre, Leoncio, entrañable y simpático golfo, viejo tramposo, putero y juerguista. Nunca te olvidaré.

jueves, agosto 4

Canícula


¡Eeeeeeeeoooooooo!... ¿Hay alguien ahí?... Supongo que estáis todos de vacaciones o, cuando menos, con las neuronas en otra parte. En lo que a mí respecta, es el primer verano en mucho tiempo que me pilla sin estar escribiendo alguna novela. Aunque, en realidad, comencé una hará cosa de mes y medio, pero no sé yo si voy bien encaminado. Me cuesta mucho escribirla, lo que suele significar que hay algo que no funciona. Me parece que voy a abandonarla…



Ahora estoy corrigiendo la última novela que he escrito, La isla de Bowen, un relato de 500 páginas de extensión. Está ambientada en 1920, en España, Inglaterra y Noruega, y es una historia de aventuras al estilo de las de Julio Verne, un proyecto que llevaba casi veinte años acariciando. Aunque, ahora que ya está casi acabada, me doy cuenta de que no solo me he dejado influir por Verne, sino también por Conan Doyle y Wells. Cuanta la historia de un hallazgo imposible y valiosísimo en una tumba medieval, de la búsqueda de un misterio, de una expedición perdida y de la pugna por encontrarla entre un multimillonario sin escrúpulos y un geógrafo y explorador, Ulises Zarco, tan extravagante como malhumorado. Hay dirigibles, volcanes, barcos y todo lo que debe tener una novela al estilo Verne.


Confieso que casi me lo pasé bien escribiéndola. Casi, porque 500 páginas son una pasada y al final estaba un poquito hasta las pelotas. No obstante, ahora me lo estoy pasando bomba corrigiéndola. Vale, lo confieso, debo de ser el único escritor que disfruta corrigiendo sus textos. Pero es que hay que tener en cuenta mi gran axioma profesional (copiado de Fredric Brown): Odio escribir, pero adoro haber escrito. Y en eso precisamente consiste corregir: en repasar lo ya escrito. Genial, porque ya está hecha la mayor parte del trabajo y lo único que queda es retocar aquí y allá; a lo sumo, redactar un par de párrafos. Desde luego, mucho mejor que romperte la cabeza trabajando en algo que todavía no tiene forma. El caso es que ahora, mientras corregía, me he dado cuenta de las peculiaridades de la documentación que he tenido que manejar. He aquí algunos ejemplos:


-Técnicas y material fotográfico en 1920.
-Características detalladas de un carguero impulsado por un motor diesel en 1920.
-Velocidades de navegación a vapor y con motor de explosión en 1920.
-Sueldos en España y cotización de la peseta en 1920.
-Trazado del metro de Londres en 1920.
-Modelos de coches y motos a principios del siglo XX.
-Nivel del conocimiento sobre los elementos químicos en 1920.
-Historia de la iglesia de San Gluvias en Penryn (Cornualles).
-Historia de la cristianización de Escandinavia.
-Historia de la ciudad noruega de Trondheim.
-Historia e imágenes del Reform Club.
-Imágenes y filmaciones de Havoysund (cerca de Cabo Norte) y de la isla Spitsbergen en el archipiélago Svalbard (cerca del Polo Norte).


Eso sólo es una muestra. Ahora bien, ¿os hacéis una idea de cuánto tiempo y esfuerzo me habría llevado conseguir esos datos antes de Internet? No puedo ni imaginármelo. De hecho, si no dispusiera de la Red no me habría planteado siquiera buscar muchas de esas cuestiones. ¿De dónde demonios iba a sacar, por ejemplo, un plano del metro de Londres de la década de los 20? Pues bien, todo eso lo encontré en Internet, aunque es cierto que tuve que complementar algunas cuestiones a la vieja usanza, recurriendo a libros y revistas. Y las imágenes… joder, había mucho más de lo que yo esperaba, incluso imágenes de los años 20. Sin duda, Internet es una bendición para un escritor.


Pero no todo es bueno. Con mucha frecuencia, cuando buscas un dato te encuentras con el mismo texto, por lo general simplista e insuficiente, copiado y repetido decenas de veces, copando las primeras páginas. De hecho, tienes que rebuscar entre montones de páginas inútiles hasta encontrar lo que buscas… si es que lo encuentras. Luego está la calidad de la información, porque la mayor parte de los datos que encuentras en la Red no son fiables. Por ejemplo, amigos míos, Wikipedia NO ES FIABLE. ¿Cómo, que las enciclopedias en papel tampoco lo son? Cierto, pero me atrevería a afirmar que la peor enciclopedia del mundo es cien veces más fiable que Wikipedia. Y lo sé por experiencia. Lo cierto es que yo recurro a la Wiki de las narices casi exclusivamente por los links. El problema es que por Internet circulan con idéntica profusión y rapidez la información y la desinformación, y a veces no es fácil distinguir la una de la otra. Hay temas, como por ejemplo el esoterismo, que ni siquiera me planteo buscar en Internet, porque la cantidad de basura que hay hace imposible la labor. Pero bueno, ya hablaremos otro día de los problemas de Internet.


Ahora estoy aquí, en mi despacho, sintiéndome culpable por estar escribiendo esto en vez de corregir la novela, como sería mi deber. Son las doce menos cuarto de la mañana; miro por la ventana y veo la calle vacía. Agosto es como un largo bostezo, qué maravilla. No hay tráfico, no hay aglomeraciones, puedes aparcar donde quieras… una gozada. Ya conocéis el dicho: Madrid, en agosto, Baden-Baden. Aunque este año viene Ratzinger Z y la ciudad se va a poner perdidita de meapilas. Será cosa de no visitar el centro entre el 18 y el 21, no vaya a ser que me quemen en una hoguera.


Hace calor. Pasado mañana, Pepa, Óscar, Pablo y yo nos vamos de vacaciones a pasar una semana en Malta. Sí, sí, sí, acabo de volver de Noruega, lo sé; pero es que siempre partimos las vacaciones. Quince días para Pepa y para mí, solos (si alguno de nuestros vástagos quiere acompañarnos, perfecto; pero nunca quieren), y una semana con los okupas. De todas formas, últimamente estoy viajando muchísimo, es cierto. Me encanta. Aunque me temo que en Malta hará un egg de calor… en fin, añoraré el clima noruego. Pepa y los okupas están deseando tumbarse al sol; yo me buscaré un buen lugar a la sombra donde maquinar el modo de convencerles para que dediquen más horas a conocer la isla que a broncearse. También debo decidir si continuar con la novela que he empezado o ponerme con otra cosa. Como comentaba en la entrada anterior, molaría un historia de vikingos, pero creo que me atrae más un relato relacionado con la Liga Hanseática. El problema es que sé muy poco sobre el Hansa… En fin, ya veremos.


Hoy es el cumpleaños de Pepa. ¡Felicidades, reina mora! Comeremos todos juntos en el Asador Donostiarra, restaurante donde el Real Madrid solía celebrar sus títulos… cuando ganaba títulos, claro. Le he regalado a Pepa un IPad; se lo he dado esta mañana, pero durante la comida le daré un par de detallitos que no se espera. Sí, soy un encanto, lo sé.


¿Estoy divagando? Por supuesto; pero es lo que exige el verano. Y más que pienso divagar. Hasta dentro de quince días, amigos míos. Feliz verano.