jueves, enero 20

Contra la belleza

Hace años escuché una entrevista por la radio en la que a un tipo, no recuerdo quién, le preguntaban cuál era la persona más bella que había conocido. El hombre respondió sin dudarlo: Julio Caro Baroja. Supuse que esa respuesta era una boutade, o bien que el entrevistado se refería a la belleza interior del académico, y no le di más vueltas. El caso es que se dio la casualidad de que, poco después, vi a Caro Baroja en el Vip’s de López de Hoyos... y me quedé de piedra. Porque, en efecto, era bellísimo. Era... como de algodón, un anciano perfecto, la clase de anciano que dibujaría Norman Rockwell. Ninguna fotografía, ninguna grabación le hacía honor; en persona, Caro Baroja poseía una textura especial, una dulzura física casi sobrenatural. Daba gusto mirarlo, era puro deleite estético.



Aquel encuentro me hizo reflexionar; sobre todo porque por entonces me dedicaba a la publicidad (que es el reino de los arquetipos estéticos). ¿En qué consiste la belleza humana? Supongo que existen ciertos condicionantes biológicos, todos ellos orientados hacia la sexualidad; o, para ser precisos, hacia la reproducción. Nos gusta una piel tersa y sin manchas, así como una buena dentadura, porque todo ello es señal de salud. Nos gustan las facciones simétricas, porque indican una correcta carga genética que transmitir a la prole. Nos gustan las mujeres de caderas amplias y pechos grandes porque son signos de fertilidad. Y nos gustan los hombres de complexión atlética, pues esa fortaleza se transmitirá a su descendencia y les permitirá defenderla. A todos nos gustan más las personas altas que las bajas (de lo cual doy gracias, pues, no siendo precisamente el tío más guapo del mundo, mi metro noventa y dos me ha abierto puertas que de ser más bajito hubieran estado cerradas).


Aparte de esas preferencias biológicas y unas pocas más, todo lo relacionado con la estética humana es cultural. Cada cultura en cada momento propone un canon de belleza sujeto a modas. Y basta con echarle un vistazo a las estrellas de cine a lo largo de ciento y pico años de historia para darse cuenta de hasta qué punto ese canon es cambiante.


Eso ha sido así siempre, pero ahora sucede algo distinto. El cine, la publicidad, la moda, los mass media no sólo imponen un rígido modelo estético, sino que además los difunden masivamente. Jamás la humanidad ha estado tan expuesta a la belleza humana estereotipada. Y qué jodido estereotipo, amigos míos. Las mujeres han de ser altas, de piernas largas, muy delgadas, con culito respingón y grandes senos. Es decir, una distribución de la grasa corporal muy poco frecuente, casi imposible. En cuanto a los hombres, deben ser altos, delgados, sin vello corporal -pero con leonina melena craneal-, con caderas estrechas, hombros anchos y un Toblerone en el abdomen. En ambos casos las facciones deben ser de una perfección helénica.


Está claro que muy poca gente reúne tales características. A las que hay que añadir una más: la fotogenia. Es decir, la peculiaridad de salir más favorecido en imágenes grabadas que en la realidad. No todo el mundo, ni siquiera toda la gente guapa, tiene ese don. Así pues, las personas que viven de su físico –actores, modelos, presentadores, etc.- han sido seleccionadas por su “perfección” de entre una miríada de candidatos que no alcanzaban el nivel. Pero eso no basta. Gran parte de esos privilegiados son “mejorados” por el bisturí. Y luego, las “mejoras” siguen con el maquillaje, el vestuario, la iluminación... por no mencionar el photoshop. Es decir, no sólo se nos impone un canon de belleza inalcanzable, sino que además la técnica lo estiliza y potencia mucho más allá de la realidad. El modelo estético que nos inculcan no existe, es una idealización, un fraude, un truco.


Pero está por todas partes. En la tele, en el cine, en las revistas, en Internet, en las vallas publicitarias, en las muñecas Barbie, en las paradas de autobús, en los catálogos, en los envases, en los supermercados, en el arte, en los cómics... Vivimos rodeados por imágenes de humanos físicamente “perfectos”, inalcanzables, lejanos, soberbios como dioses. Al final, uno acaba sintiéndose igual que un judío de nariz ganchuda rodeado por espléndidos arios extraídos de una utopía nazi. No es raro, pues, que los cirujanos plásticos se estén forrando a costa de las frustraciones ajenas, o que la anorexia sea ya en un mal casi endémico de nuestra sociedad.


Pero no es de eso de lo que quiero hablar, sino del modo en que ese férreo canon estético nos impide percibir otras clases de belleza. En primer lugar, se confunde belleza con sexualidad, dos términos que a veces coinciden y a veces no. Veréis, cuando trabajaba en publicidad estaba acostumbrado a ver muchísimas modelos. Mujeres muy guapas, sin duda, pero muy pocas resultaban sexys. Eran demasiado conscientes de su belleza; estaban ahí para ser admiradas, no para provocar admiración (la diferencia entre una actitud pasiva y otra activa). Sin embargo, hay mujeres mucho menos guapas, incluso feuchas, que irradian encanto sexy a raudales. Quizá es que necesiten hacerlo para competir con los bombones, o puede que sea una cualidad natural, el caso es que el sexo no está en unas tetas perfectas ni en unos abdominales de granito; ni siquiera en los genitales. El sexo está en el cerebro.


Otro error es confundir belleza con juventud. Se puede ser joven y más feo que el culo de un mandril, y ser viejo y bello (como Caro Baroja). Sin duda, hay un hermoso esplendor primaveral en un rostro muy joven (esas casi niñas de Hamilton...), pero ¿qué me decís de las arrugas que talla el tiempo? ¿Acaso no pueden ser igual de bellas o más que una piel de culito de bebé? Dicen que a los veinte años uno tiene la cara que le ha dado la naturaleza, y a los cuarenta la que uno se ha ganado. Las líneas de expresión, las patas de gallo, las ojeras... todo eso despliega nuevas dimensiones en un rostro, cada arruga cuenta una historia, la carne es menos firme, pero más sabia. Ahí también hay belleza.


Con esto no pretendo decir que todo el mundo es bello a su manera, qué va. De hecho, el físico de la mayoría de la gente oscila entre la vulgaridad y el espanto, y los hay que harían vomitar a una cabra. En general, las personas somos feas, para qué negarlo. Pero hay muchas más formas de belleza que las que dicta el canon. Tenemos, por ejemplo, la “belleza sonriente”; personas aparentemente normales que cuando sonríen deslumbran, porque no sonríen sólo con la boca y los ojos, sino también con el rostro, con los codos, con las orejas, con todo el cuerpo. O la “belleza serena”; gente que emite paz y tranquilidad. O la “belleza fea”, propia de quienes tienen una rasgos toscos y desmedidos, pero armónicos de una extraña manera. O la “belleza dinámica”; individuos feos a un primer vistazo, pero cuyos movimientos, su expresión corporal, son tan elegantes que a los tres minutos de hablar con ellos nos parecen guapísimos.


En realidad, esta entrada no es “contra la belleza”, sino contra esa belleza estereotipada tipo Barbie-Ken que nos han impuesto como modelo. Un gran fotógrafo no es aquel que sabe sacar guapa a Claudia Schiffer, sino el que encuentra belleza allí donde los demás no ven nada. Todo está en los ojos del observador, en la mirada.

lunes, enero 10

Año nuevo, vida vieja


Cada año por estas fechas millones de personas formulan buenos propósitos. El más común es adelgazar, pero supongo que habrá más, todos ellos orientados hacia el objetivo de llevar una vida mejor. Dejaré de fumar, haré deporte, estaré más con mi familia, ahorraré, no volveré a inhalar pegamento... qué sé yo, esa clase de cosas. Por lo general, tales propósitos jamás se cumplen, pero no importa; lo substancial es ser conscientes de que debemos cambiar y de que no tenemos suficiente fuerza de voluntad para hacerlo. Eso nos pone en nuestro lugar.



¿Cuál es mi propósito para 2011? Pues, aparte de adelgazar y dejar de oler pegamento, comprar menos libros. Tengo demasiados. Me abruman. Los quemaría todos. Por cierto, ese es un buen argumento en contra del libro electrónico: ¿cómo quemar algo inmaterial? Porque los e-books no deben de arder nada bien y, además, sólo son contenedores cuyo contenido es ignífugo. En un mundo lleno de e-books, los nazis o la iglesia católica tendrían que usar un pulso electromagnético para acabar con la palabra escrita, lo cual es mucho menos vistoso que una buena hoguera. El caso es que, volviendo al tema, me siento como Guy Montag, el bombero quemalibros de Farenheit 451. Luego explicaré por qué.


Mis propósitos para La Fraternidad de Babel son escasos. Os pregunté si querías que cambiase el aspecto del blog y los resultados de la encuesta han sido claros. Al 53 % le da igual, el 18 % quiere que la decoración cambie y el 27 % prefiere que se quede como está. Así que se queda como está. Gracias por participar.


Por lo demás, ya sabéis que escribo en Babel lo que se me ocurre en cada momento, sin la menor previsión, pero hay algunos temas que tengo en cartera. Hablaré de Stonehenge (o, mejor dicho, de la llanura de Salisbury), un asunto que dejé a medias hace un par de años. En febrero aparecerá Leonís, la primera novela fantástica para adultos que publico desde hace un porrón de tiempo. El libro, ilustrado por mi amigo Miguel de Unamuno, ha quedado precioso; charlaremos de ello. En marzo se cumplirá el décimo aniversario de la muerte de mi hermano Eduardo; hablaré largo y tendido sobre él y sobre una de mis grandes frustraciones como escritor. También hablaré sobre ciencia ficción, un tema que he ido posponiendo por pura pereza. Expondré mi visión general sobre el género y propondré mi particular canon. Y esto nos conduce a mi actual odio hacia los libros.


Vamos a remodelar el dormitorio de mi hijo Pablo; de hecho, ahora mismo están los pintores trabajando en él. Eso ha supuesto que el pasado fin de semana hubiera que vaciar dicho dormitorio. Y, como la mitad de mi colección de ciencia ficción estaba en ese cuarto, he tenido que sacarla. La mitad de mi colección ocupa catorce cajas de buen porte. Miles de libros polvorientos que he trasladado con el sudor de mi frente. Por otro lado, llevo meses intentando remodelar mis librerías para que quepan más libros y, entre tanto, tres pilas de libros por leer crecen en mi dormitorio como inestables torres (de Babel, claro), para consternación de mi mujer. Empiezo a sentirme como si tuviera el síndrome de Diógenes y temo morir aplastado bajo toneladas de papel impreso.


Y, una vez más, me he dicho que todo eso se solucionaría si me deshiciese de mi colección de cf. Bastaría con que me quedara sólo con los títulos que realmente me interesan (un diez por ciento, aproximadamente) y vendiese el resto. Pero no puedo malvenderlo; sé que esos libros son valiosos en el mercado del coleccionismo y también sé que la única forma de sacarles todo el jugo es venderlos uno a uno... Dios santo, qué pereza; me llevaría años deshacerme de ellos. También podría vender la colección en bloque, aunque fuera por una tercera parte de su valor; pero, ¿a quién? ¿Y cómo? Lo primero que tendría que hacer es un listado de existencias y... joder, qué pereza. Además está la vinculación emocional que me une a esos libros; los coleccioné desde los doce o trece años hasta los treinta y muchos, cada uno de ellos tiene su historia y su bagaje de recuerdos... En el fondo sé que debería quemarlos, quemar todos los libros... ¡JIAHAHAHA! (carcajada siniestra)


En fin, continuaré debatiéndome entre el amor y el odio que hoy por hoy siento hacia esas cosas polvorientas. Y... ¿qué más? Los políticos seguirán vendiéndonos sus motos (y nosotros comprándoselas) y la iglesia seguirá empeñada en conducir de nuevo a España al redil del nacional-catolicismo. ¿Hablaremos de eso? Seguro que sí. ¿Y vosotros; queréis comentar algún tema en particular? No os cortéis: decídmelo con la seguridad de que yo haré lo que me de la gana.


Como siempre. Año nuevo, vida vieja.


Ahora que caigo, aún no os he deseado un feliz año, así que:


Feliz 2011, amigos míos. Si la profecía maya se cumple, éste será el último año de nuestras vidas, así que más vale que lo aprovechemos bien.

miércoles, enero 5

Noche de Reyes

De todas las mentiras de la Navidad, la más bonita es la de esta noche y mañana. He pasado toda la tarde haciendo paquetes mientras Pepa se iba al cine con nuestros okupas. Me gusta ese ritual, los regalos, los papeles de colores, la cinta adhesiva, las tijeras, música en el equipo, tranquilidad en la casa, algún que otro taciturno canuto, soledad de la buena... Además de los regalos “oficiales”, les preparo a mis hijos una especie de gincana. Escondo pistas y pruebas por la casa y ellos deben resolverlas para obtener nuevos obsequios. De pequeños eran juguetes, ahora pasta gansa. Es gracioso: mis hijos tienen 23 y 20 años, pero les sigue haciendo ilusión el “juego de las pistas”. Y mientras les ilusione a ellos me ilusionará a mí.

Ahora comeremos un poco de roscón con chocolate. Luego charlaremos y quizá veamos alguna serie. A última hora pondremos los regalos al pie del árbol y, justo antes de dormir, ya de madrugada, esconderé las pistas y la pasta por la casa. Me encanta esta noche. Es mágica.

Felices Reyes, amigos míos, y que sus Majestades de Oriente os traigan ilusión, cosas bellas e inútiles, risas y toneladas de asombro.

Shhhhhhhh...

Feliz noche, merodeadores...