domingo, octubre 31

Halloween y el más allá

Oscurece tras los cristales de mi ventana, amigos míos. El sol se ha puesto y las últimas luces del ocaso tiñen de gris el cielo. Acabo de ver pasar por mi calle a un grupo formado por brujas, fantasmas y monstruos. Porque esta noche es Halloween y las ánimas saldrán a reclamar un poco de comida... o la vida de quien no se la procure.

Me gusta Halloween, amigos míos, los merodeadores veteranos ya lo saben. Me gusta porque es una fiesta muy antigua, y porque es una fiesta pagana, y sobre todo porque es una fiesta divertida para los niños. Y no es una fiesta impuesta por el Corte Inglés, como san Valentín y otras mamonadas; por el contrario, ha sido libremente “importada” por sus principales protagonistas, los niños. Además, qué coño, me gusta una fiesta basada en algo con tan mala prensa como el género de terror.

No todo el mundo está de acuerdo, qué le vamos a hacer. Para muchos es una fiesta antipática porque creen que su origen es yanqui, pero eso no es cierto. Se trata de una fiesta europea que fue “exportada” a Estados Unidos por los emigrantes irlandeses. Otros la rechazan porque no es “autóctona” (como si la Navidad, por ejemplo, lo fuese), pero de nuevo se equivocan. El más remoto origen de Halloween es la festividad celta de Samhain. Durante este festival, en la noche anterior al primero de noviembre, se creía que las almas de los muertos acechaban las casas de los vivos en busca de alimento, razón por la cual las familias dejaban cuencos con comida en los porches de sus viviendas, pues si no lo hacían corrían el riesgo de ser devorados por los fantasmas.

Pues bien, en muchas zonas de España, por ejemplo en Las Hurdes, existe desde hace siglos la tradición de, durante la víspera de Todos los Santos, dejar comida fuera de casa para contentar a los muertos. No lo llaman Halloween, pero es lo mismo. Las raíces de esta fiesta también están en nuestra cultura. Aunque, en cualquier caso, lo importante es que se trata de una fiesta que le encanta a los chavales. Y es divertida; con eso, al menos para mí, es más que suficiente.

Pero, en fin, hay a quienes les parece demasiado alboroto. Eso me recuerda una frase que leí hace poco. Dice más o menos así: un puritano es aquel que no soporta la mera idea de que alguien, quien sea, pueda llegar a divertirse. Así que no seáis puritanos, amigos míos, e intentad volver a ser niños. Si lo fuerais, si volvierais a tener nueve o diez años, ¿no os encantaría disfrazaros de monstruo e ir por las casas pidiendo golosinas? Seguro que sí; de modo que amordazad a ese adulto tocapelotas en que todos acabamos convirtiéndonos y aulladle esta noche a la Luna. Es Halloween, los muertos caminan entre nosotros...

Y para celebrar que me gusta esta fiesta, os voy a regalar un cuento inédito. Se llama Más allá y no es un relato de terror, pero trata sobre la muerte y las ánimas, de modo que lo supongo apropiado para la ocasión. Sólo es un pequeño divertimento, una historia simpática, y además, qué cojones, es gratis, así que si no os gusta no me deis demasiada caña. En cualquier caso, espero que os guste.

Feliz Halloween/ Samhain, merodeadores del anochecer.



Más allá

Sentí un dolor en el pecho y caí muerto. Estaba en casa, a punto de bajar la basura, de modo que debí de desplomarme sobre el suelo de la cocina. Cuando abrí los ojos seguía tumbado, pero no estaba en casa, ni en el suelo, sino sobre un banco en medio de un parque. Frente a mí, de pie, una anciano de venerable barba blanca vestido con un impecable terno blanco me miraba sonriente.
—¿Qué tal se encuentra? –preguntó.
Me senté en el banco y me palpé el pecho. Al hacerlo, descubrí que yo también llevaba un traje blanco.
—Bien, creo... –respondí.
—Me alegro. A veces la transición provoca aturdimiento y jaquecas.
¿La transición? ¿Qué transición?
—¿Qué transición? –pregunté.
El anciano me dedicó una mirada paternal.
—La de la vida a la muerte, amigo mío.
Alce las cejas; primero la derecha y después la izquierda.
—¿Pretende decirme que estoy muerto? –musité con escepticismo.
—Total, completa y definitivamente muerto –asintió el anciano.
Miré a mi alrededor; el parque estaba desierto.
—¿Es una broma? –pregunté-. ¿Hay alguna cámara oculta?
Sin perder la sonrisa, el anciano preguntó a su vez:
—¿Qué es lo último que recuerda?
Hice memoria y... ahí estaba, el dolor en el pecho, mi caída, la muerte.
—Joooodeeeer... –musité, arrastrando las vocales y llevándome una mano a la cabeza.
—Infarto de miocardio –dijo el anciano-. Rápido y casi indoloro. En el fondo es una muerte envidiable.
—Pero sólo tenía 57 años –protesté-. Aún era joven.
—Cuando yo fallecí, cualquiera con más de 40 años estaba considerado un anciano. ¿Qué quiere que le diga? Debería haber hecho más ejercicio y comido menos grasas.
Apoyé los codos en las rodillas, sacudí la cabeza, anonadado, señalé hacia le parque y pregunté:
—¿Entonces esto es... el cielo?
—El más allá –asintió-; la otra vida, el Elíseo, el jardín celestial, el Valhaya... –Se encogió de hombros-. Tiene muchos nombres.
—Pero no hay nadie. Está vacío.
—Es que todo el mundo está ahora trabajando.
—¿Se trabaja en el cielo? –dije, sintiendo una punzada de decepción.
—Bueno, más que trabajo podríamos denominarlo devoción. O, aún mejor, hobby. Pero será mejor que lo vea usted mismo. ¿Tiene la amabilidad de acompañarme?
Me puse en pie y eché a andar junto al anciano hacia la salida del parque.
—Por cierto –dije-, ¿quién es usted? ¿Dios?
Se echó a reír.
—No, amigo mío. Sólo soy uno de los que se ocupan de recibir a las nuevas almas para orientarlas.
—¿Como san Pedro?
—Algo así, pero sin adscribirnos a ninguna doctrina religiosa concreta. Somos ecuménicos.
Cruzamos la salida del parque, un portalón de hierro forjado, y por primera vez vi la ciudad celestial. Todas las casas eran blancas, de una altura, con los tejados a dos aguas y rodeadas por coquetos jardines circundados por vallas de madera blanca. Parecía una urbanización yanqui de clase media alta.
—¿Esto es el cielo? –pregunté.
—Sólo la zona residencial. –El anciano señaló hacia una fila de blancos barracones que se alzaban al fondo-. Pero nosotros nos dirigimos allí, al sector industrial.
Mientras atravesábamos aquel inmaculado y desierto barrio, mi mente luchaba por asimilar la nueva e inesperada situación en que me encontraba. Después de todo, el más allá existía... Entonces recordé algo que me alarmó un poco.
—Disculpe, eh... –titubeé, intentando encontrar la forma más diplomática de expresarlo. Como no la encontré, dije sencillamente-: Es que, cuando estaba vivo, no creía en Dios; era ateo... ¿Eso importa?
—En absoluto –respondió el anciano, sonriente-. De hecho, Él prefiere que los humanos vivos no crean en Él. Dice que si Su existencia fuera patente, la gente no actuaría con naturalidad. Además, quienes creen en Él tienden a atribuirle opiniones que Él en ningún momento ha expresado. Sin ir más lejos, todos los libros sagrados, sin excepción, son apócrifos. No, Él prefiere el anonimato. Como suele decir: si no creen en Mí, no matarán por Mí. –Suspiró-. Él juzga a la gente por su comportamiento, no por sus creencias.
Ya estábamos cerca de lo que el anciano había denominado “sector industrial”, una serie de pabellones blancos dispuestos en paralelo hasta perderse en el horizonte. Pero yo no prestaba mucha atención, pues algo de lo que había dicho el anciano me intrigaba.
—Creo haberle entendido –dije-, que Dios juzga a la gente según su comportamiento...
—Así es.
—Entonces, ¿hay un premio y un castigo?
—Por supuesto.
—Y... ¿dónde está el infierno?
—Aquí –respondió el anciano con naturalidad.
Parpadeé, alarmado.
—¿Pero no había dicho que esto era el cielo?
El anciano rió entre dientes.
—Y lo es –respondió-. Pero también es el infierno.
Volví a parpadear.
—Creo que no le entiendo...
—Es sencillo –dijo-. En un gran acierto de economía de medios, el cielo y el infierno están en el mismo lugar. Santos y pecadores conviven todos juntos.
—Entonces, ¿qué diferencia hay entre ser santo y ser pecador?
—Las circunstancias de cada cual. Recuerde cómo es el mundo de los vivos: en una misma ciudad, incluso en el mismo barrio, hay gente que vive en mansiones suntuosas y gente que vive en chabolas. Comparten el mismo espacio geográfico, pero su calidad de vida es muy distinta.
—Entonces –dije- ¿el infierno es algo así como los suburbios del cielo?
—Oh no, amigo mío; no es tan simple. Pero lo comprenderá más fácilmente si lo ve con sus propios ojos. Sígame, por favor.
Habíamos llegado a la altura del primer pabellón. El anciano cruzó la entrada y nos adentramos en un largo corredor (blanco, cómo no) jalonado de puertas. Nos aproximamos a una de ellas, la primera de la derecha, y mi acompañante descorrió una mirilla que había en la hoja.
—Adelante –dijo-. Eche una mirada.
Aproximé los ojos a la mirilla y vi un pequeño habitáculo ocupado por dos personas, una mujer y un hombre. Los conocía a ambos. La mujer era Agnes Gonxhe Bojaxhiu, más conocida como la madre Teresa de Calcuta, y el hombre era Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido como José Stalin.
Me estremecí. No por ver juntos a Stalin y la madre Teresa (aunque, reconozcámoslo, formaban una pareja de lo más chocante), sino por lo que hacían. Stalin estaba desnudo, tumbado boca arriba en una especie de camilla, con los brazos y las piernas sujetos mediante gruesas correas. La madre Teresa, totalmente vestida (de blanco), le había fijado unos electrodos en los genitales y los pezones, y mediante una batería le suministraba descargas eléctricas; sumamente dolorosas, a juzgar por el desencajado rostro de Stalin (el habitáculo debía de estar muy bien insonorizado, pues no podía oír sus gritos). Me aparté de la mirilla e intenté ordenar las ideas. La madre Teresa torturando a José Stalin mediante la picana eléctrica...
—No lo entiendo –musité.
—Es sencillo, amigo mío –dijo el anciano-. Como le he explicado antes, el infierno, como lugar diferenciado, no existe. Lo cual significa que tampoco existe Satanás ni existen los demonios. Así pues, ¿quién se ocupa de administrar el justo tormento a los pecadores?
—¿Los santos? –especulé.
—Exacto, amigo mío. Mire, mire...
El anciano había descorrido la mirilla de la puerta de al lado. Miré a través de ella y vi a dos hombres, uno blanco y otro negro, en un habitáculo idéntico al anterior. El blanco era Richard Nixon y estaba atado con correas a la camilla. El negro era Martin Luther King y, con la lengua asomando entre los labios en un gesto de concentración, insertaba astillas en las uñas de Nixon. Tampoco pude oír los gritos del expresidente.
—Esto no está bien... –dije, apartándome de la mirilla con el estómago revuelto-. Es... es tortura. Como Guantánamo, o algo así.
—¿Y qué esperaba? –repuso el anciano-. ¿Una regañina por todo castigo? Estamos hablando de grandes pecadores y del juicio divino, lo cual requiere sanciones contundentes. Hay que estar a la altura de las circunstancias, hombre.
—Pero –repliqué-, ¿santos torturando?
—De nuevo se trata de un admirable ejemplo de economía de medios. Los pecadores reciben su justo castigo y los santos se entretienen llevando a cabo los designios divinos, en vez de pasarse la eternidad tocando la lira aburridos como ostras. Y ahora sígame, por favor; quiero presentarle a alguien.
El anciano se dirigió a la siguiente puerta, pero en vez de descorrer la mirilla, la abrió y me invito a pasar con un ademán. Era un habitáculo idéntico a los anteriores, pero la camilla estaba vacía y sólo había una persona, un hombrecillo menudo, calvo, con bigote y unos anteojos redondos cabalgando sobre el puente de la nariz.
—Amigo mío –dijo el anciano-, le presento a Mohandas Karamchand Gandhi, más conocido por Mahatma Gandhi.
Sentí que la emoción me embargaba. Ahí, delante de mí, contemplándome con una angelical sonrisa, estaba uno de los hombres más bondadosos y venerables que jamás han pisado la faz de la Tierra. Aunque, vale, reconozco que me inquietó un poco el modo en que afilaba un cuchillo de carnicero mientras me miraba...

miércoles, octubre 20

Los otros

Vivimos malos tiempos, amigos míos, y no me refiero sólo a la crisis económica, sino también y sobre todo a la crisis moral. Tenemos miedo, y el miedo saca lo peor de nosotros mismo; estamos acojonados, así que necesitamos víctimas propiciatorias para ofrecérselas en holocausto a dioses a quienes ni siquiera rezamos. El miedo saca a la luz a ese reptil egoísta, irreflexivo y violento que todos llevamos en nuestro interior. El miedo nos vuelve malos.

Hay una ley social que, al parecer, siempre se cumple: las crisis económicas hacen que el género de terror florezca. Supongo que habrá poderosas razones psicológicas que lo expliquen, e incluso puedo intuir algunas, pero no deja de sorprenderme le regularidad con que esta ley se cumple crisis tras crisis. El caso es que basta con echarle un vistazo a las carteleras y las librería para comprobar hasta qué punto está en auge el género de terror. Y, especialmente, el subgénero “zombis”.

Pero, ¿por qué zombis? ¿Son una metáfora? Y si es así, ¿qué narices representa esa metáfora? Veamos: ¿La alienación social? ¿La pérdida de identidad? ¿El temor a la enfermedad? ¿El comunismo? ¿El fascismo? No me lo trago; demasiado traído por los pelos. Para intentar desentrañar la “metáfora zombi” debemos primero preguntarnos qué es hoy un zombi. Al principio, según las tradiciones del vudú, los zombis eran seres humanos a quienes se les provocaba una muerte aparente y que luego, tras ser desenterrados, se convertían en esclavos carentes de voluntad propia. De hecho, hay quien asegura que existieron realmente y eran utilizados para trabajar en las plantaciones.

Eso era así antes, pero hoy en día se trata de algo muy diferente. Los zombis actuales son más bien seres humanos infectados por una enfermedad que los convierte en violentos caníbales sin mente. Entonces, ¿los zombis simbolizan el miedo a la enfermedad? Que yo sepa, la única enfermedad infecciosa que genera violencia en quien la padece es la rabia, y ese mal está mucho más ligado a la licantropía y el vampirismo que a los muertos vivientes. Además, no creo que a nadie le preocupe especialmente la rabia hoy en día. No obstante, si la enfermedad infecciosa no es física, sino social, la cosa tiene más sentido. Vamos a ver, reduzcamos el concepto “zombi” a su mínima expresión: un zombi es un ser humano parecido a nosotros, pero que en realidad es distinto y quiere comerte. ¿Como por ejemplo qué? Como por ejemplo los emigrantes.

Atención, fijaos en que la metáfora funciona en los dos sentidos. Si eres xenófobo, los zombis serán los emigrantes, y si eres un emigrante (o estás en contra del racismo), los zombis serán los xenófobos. En cualquier caso, los emigrantes crecen en la sociedad (como una infección) y la xenofobia se extiende por la sociedad (como una infección).

Ahora echadle una vistazo a estas cifras: El 13 % de los españoles se declara abiertamente racista, el 62 % cree que hay demasiados emigrantes, al 39’4 los emigrantes le inspiran poca o ninguna confianza, el 36 % considera que los emigrantes le quitan trabajo a los españoles, el 68 % cree que la presencia de emigrantes incrementa mucho o bastante la delincuencia, el 36 % sostiene que los emigrantes reciben del estado más de lo que aportan. Y, ojo, estos datos tienen tres años de antigüedad, así que imaginaos cómo están las cosas ahora (ahora, por ejemplo, los españoles consideran que la inmigración es el tercer máximo problema de nuestro país). Porque otra infalible ley social dicta que en época de crisis aumenta la xenofobia.

Cuando era niño, allá por los 60, y veía pasar un negro por la calle, me lo quedaba mirando, porque en España sólo se veían negros en las películas. Madrid era una ciudad llena de inmigrantes, pero de inmigrantes locales, así que lo más exótico que podías encontrarte era un catalán. La verdad es que era una sociedad jodidamente uniforme y gris, una sociedad en la que todo el mundo vestía igual, hablaba igual (salvo los catalanes, que eran medio guiris) y se llamaba igual. Un aburrimiento, vamos. Por aquel entonces se suponía que los españoles no éramos racistas. En fin, teníamos a mano tan pocas razas a quienes odiar que no ser racista era fácil... aunque aprovechábamos las escasas oportunidades, como demuestra el lenguaje. Si alguien iba desaliñado, iba “hecho un gitano”; hacer algo malo era hacer “una judiada”; si te tomaban el pelo, te engañaban como “a un chino”; si trabajabas mucho, lo hacías “como un negro”. El rechazo a los gitanos era y es, desde hace siglos, consustancial a nuestra sociedad, pero ese tema merece una entrada aparte.

Hoy las cosas han cambiado y por toda España se ven rasgos distintos, se escuchan acentos diferentes. Y creo que eso contribuye a la riqueza de nuestra sociedad y nuestra cultura. Me gusta la diversidad, me gustan esas personas venidas de tan lejos. Hace muchos años, visité el Museo de la Emigración que está en el Archivo de Indianos (Colombres, Asturias). En este museo se ofrece una detallada perspectiva de cómo era la vida de los emigrantes (asturianos) hace un siglo, desde las circunstancias de su lugar de origen hasta las circunstancias de su lugar de destino, pasando, por supuesto, por el viaje. Esa visita me hizo ver hasta qué punto emigrar es una aventura, una odisea, una heroicidad. Desde entonces he contemplado con más respeto a esas personas venidas de fuera buscando una vida mejor, para ellos y para sus hijos. Les admiro y, si puedo, les ayudo. Cada vez que doy una charla en un colegio o un instituto y veo emigrantes entre los alumnos, me dirijo a ellos para decirles que sus padres son dignos de admiración, que son unos héroes, igual que ellos.

No obstante, hay gente que cuando ve a un sudaca, a un gitano rumano o no digamos ya a un moro de mierda, tuerce el gesto y experimenta el profundo deseo de que alguien expulse a esa escoria de nuestra sacrosanta nación, cuando no la imperiosa necesidad de romperle los dientes con un bate de béisbol. Y cada vez hay más gente que piensa así, con el apoyo de políticos oportunistas y populistas capaces de cualquier cosa con tal de conseguir un puñado de votos, aunque sean votos con olor a mierda. No hay nada como recurrir a lo peor de las personas para controlarlas.

En fin, podría enredarme en una diatriba moral, incluso científica, contra el racismo y la xenofobia, pero es mejor recurrir a un lenguaje que los racistas y xenófobos quizá puedan entender: la economía, la pasta. Veamos: para mantener una población estable hace falta que cada mujer tenga una media de 2,1 hijos; por debajo de esa cifra la población disminuye y por encima crece. Actualmente, la natalidad está descendiendo en todo el mundo, pero vamos a limitarnos a los 40 países más desarrollados: su tasa de natalidad es de 1,6; es decir la población disminuye. Y si nos circunscribimos a España, su natalidad es de 1,3. Al mismo tiempo, la esperanza de vida aumenta, de modo que dentro de no mucho tendremos una sociedad envejecida y con cada vez menos mano de obra disponible. ¿Quién cojones pagará las pensiones, quién narices mantendrá económicamente vivo al país? ¿Nuestros hijos? Pero si cada vez tenemos menos, coño.

Según previsiones de Naciones Unidas, dentro de cuarenta años el índice mundial de natalidad rondará el 1,6 (actualmente es de 2,7). Cuando eso suceda -en realidad ya está empezando a suceder-, los emigrantes se convertirán en una necesidad y los países competirán entre sí para atraerlos.

De modo que más les vale a los racistas y los xenófobos ir ampliando un poco sus estrechas miras, porque dentro de no mucho acoger inmigrantes no será una opción, sino algo vital para la supervivencia de nuestra sociedad. Aunque, claro, confiar en la sensatez e inteligencia de los racistas es como apostar por un burro en una carrera de caballos. Según el delicioso ensayo de Carlo Cipolla sobre la estupidez humana (Allegro ma non troppo), el máximo grado de idiotez se produce cuando alguien causa perjuicios a los demás y a sí mismo sin obtener nada a cambio. Pues bien, ese precisamente es el caso que nos ocupa. Lo peor de los racistas no es que sean malos, sino que son gilipollas; porque la maldad es predecible, pero la estupidez no.

martes, octubre 5

Vosotros, yo y Babel


Mi hijo Pablo es muy crítico con La Fraternidad de Babel. Él colabora en un blog dedicado al cómic y sostiene que una bitácora debe ofrecer algo en concreto sobre temas concretos. En su opinión, mi blog se centra en mí mismo sin dar nada más. Y puede que no le falte razón. En el fondo, reconozcámoslo, una bitácora como ésta no es más que un ejercicio de vanidad. Desde luego, partir de la base de que lo que yo piense u opine va a interesarle a alguien es un acto de presunción y egolatría. Aunque no más, supongo, que creer que mi relatos de ficción, mis novela, mis cuentos, pueden interesar a los demás. O sea, que soy un vanidoso y un ególatra...

Lo curioso del asunto es que yo no me gusto demasiado a mí mismo. Veréis, creo que la naturaleza, ese juego de azar que es la reproducción sexual, me ha dotado de la suficiente inteligencia para darme cuenta de lo gilipollas que soy, pero no la bastante para poner remedio. A lo largo de mi vida he ido obteniendo una larga experiencia gracias a los numerosos errores que he cometido; pero dicen que la experiencia es esa información que obtienes cuando ya no la necesitas, y, por otro lado, nunca he tenido problemas a la hora de encontrar nuevas formas de equivocarme. Pero no se trata sólo de una cuestión de inteligencia, sino también, y sobre todo, de moral. No soy una mala persona, pero tampoco se me puede calificar de bueno. Soy... tibio, éticamente mediocre, ni chicha ni limoná. ¿He cometido algún acto realmente perverso en mi vida? Creo que no, pero tampoco recuerdo haber realizado alguna acción verdaderamente noble. Soy una especie de blandi-blup moral, y eso no me gusta nada. En el fondo, creo que es mejor ser una gran hijo de puta que un mezquino. Odio la mezquindad; es la maldad light, la villanía sin valor, el egoísmo cobarde, vulgar y rastrero. Y yo he sido mezquino tantas veces en el pasado que no me queda más remedio que reconocer que forma parte de mi naturaleza.

Por todo eso no me gusto a mí mismo, esas son las razones por las que nunca sería mi amigo. Y también porque soy inseguro, y esa inseguridad a veces me conduce a la prepotencia, y porque soy impaciente y sanguíneo, y porque puedo ser insensible y brutal, y porque dentro de mí hay un germen autodestructivo. La gente dice: “hay que quererse a sí mismo”; pero, ¿cómo voy a querer a alguien como yo? La verdad es que pensar de ese modo es hacer oposiciones a la depresión y el suicidio. Sin embargo...

Sin embargo, aunque la mayor parte de lo que soy no me gusta un pelo, hay dos cosas en mí que, sencillamente, me encantan: el sentido del humor y la imaginación. Me explicaré. Básicamente, mi sentido del humor me hace gracia a mí mismo y con eso me vale. Pero además he comprobado que también suelo hacerle gracia a los demás. Por otro lado, es un sentido del humor un tanto raro, original, una mezcla heterogénea de distintos estilos. Mi sentido del humor me gusta; me hace más feliz a mí y, creo, también a los demás, porque no hay nada en el mundo tan bueno como reírse. En cuanto a la imaginación, no me refiero sólo a lo que me permite crear argumentos y escribir (aunque también), sino sobre todo a la forma en que mi imaginación me hace disfrutar más de la vida. Para que me entendáis: dejadme solo en un cuarto vacío todo el tiempo que queráis y os garantizo que no me aburriré, porque en mi cabeza hay un parque de atracciones. Llevadme a cualquier lugar, por feo y anodino que sea, y yo encontraré el modo de extraer de él magia y misterio. Es un don, un superpoder, y doy gracias por poseerlo. A estas dos “virtudes” voy a añadir una tercera: la curiosidad. Soy un mono curioso, me interesa casi todo, así que picoteo constantemente de aquí y de allá. Sé poco de muchas cosas; soy un océano de sabiduría con un centímetro de profundidad. ¿Insuficiente? Quizá, pero eso me proporciona una visión del mundo muy amplia, lo que no está del todo mal.

En fin, esos tres aspectos de mi naturaleza, junto con las persona a quienes quiero y que, por algún ignoto motivo, también me quieren a mí, son lo que me permite levantarme cada día y meterme en mis zapatos y mi piel sin que Sartre me de la tabarra con su puñetera nausea. Eso es lo que reconcilia conmigo mismo.

Y eso es lo que intento ofrecer en La Fraternidad de Babel: imaginación, sentido del humor y curiosidad. Lo mejor de mí, pero ¿es suficiente? No lo sé. Veréis, me han llegado varias ofertas para integrar mi blog en tal o cual red y siempre las he rechazado. De ese modo conseguiría más visitantes, más merodeadores, me dicen. Pero yo no quiero eso, me importa un bledo el número de visitantes que acuden a mi blog, igual que me la suda tener mil “amigos” en Facebook. No colecciono gente. Lo que sí me interesa es que aquellos que lleguen a Babel y se queden, los auténticos merodeadores, estén “en sintonía”. Si son diez o diez mil me da igual.

¿A qué viene todo esto? Pues a que dentro de un par de meses se cumplirá el quinto aniversario de La Fraternidad de Babel. Ha pasado mucho tiempo, muchísimo más de lo que yo pensaba, y quizá este blog empiece a experimentar cierto agotamiento. A decir verdad, últimamente he notado que el interés de los merodeadores parecía menguar, que os mostrabais menos participativos. Quizá Babel ya no tenga sentido (posiblemente no lo ha tenido nunca), puede que sea el momento de echar el cierre. No lo sé.

Siempre he concebido Babel como un lugar de encuentro. Un amable merodeador lo definió como un café donde entras a charlar tranquilamente mientras fuera llueve. Así quiero verlo yo, pero... ¿y vosotros, qué opináis? ¿Vale la pena seguir otros cinco años más?