lunes, junio 28

El único y futuro rey

Este verano, Pepa y yo iremos de vacaciones a Escocia. Comenzaremos en Aberdeen, seguiremos por Inverness, luego iremos a la zona de Oban y por último recalaremos en Edimburgo. El año pasado realizamos un periplo por el sur de Inglaterra del que, por cierto, no os hablé, igual que no concluí mi comentario sobre Stonehenge. Pues bien, ha llegado el momento de subsanar esos olvidos. Comencemos por Inglaterra...

Tranquilos, no os voy a contar mis vacaciones. En realidad, voy a hablaros del rey Arturo, un tema que ya toqué en un post del 23 de julio de 2007 (que podéis visitar cliqueando AQUÍ). Hace mucho tiempo que me fascina la leyenda artúrica; me fascina porque es una historia hermosa y evocadora (y triste), pero también porque esa leyenda refleja en parte hechos auténticos pertenecientes a un pasado oscuro y remoto. Es más que probable que Arturo haya existido realmente, aunque nunca fuera rey.

Cuando pensáis en Arturo y sus caballeros de la mesa redonda, seguro que os vienen a la cabeza imágenes de guerreros con brillante armadura y damas galantes en un entorno de la baja Edad Media. Esto es así porque las versiones más conocidas de la leyenda pertenecen a Geoffrey de Monmouth, en el siglo XII, y a Thomas Mallory, en el siglo XV. Pero el origen de la historia es mucho más antiguo: finales del siglo V y comienzos del VI. Hay que tener en cuenta que la leyenda artúrica se formó a partir de una serie de tradiciones orales, no sólo de las Islas Británicas, sino también de la Bretaña francesa (lugar adonde emigraron muchos britanos huyendo de las invasiones sajonas). En esas tradiciones orales se mezclaron hechos auténticos con otros inventados, así como con actos y hazañas pertenecientes a otros personajes. No obstante, y esto es sorprendente, el núcleo básico de la leyenda se ha mantenido inalterable en la mayor parte de las versiones. Veamos entonces cuál es la esencia del relato: Tras la muerte de Uther Pendragón, Inglaterra se desmembra en una serie de pequeños reinos que luchan entre sí al tiempo que son constantemente atacados por invasores sajones, anglos, irlandeses y pictos, entre otros. Entonces, cuando todo parecía perdido, surge un personaje, Arturo, hijo bastardo de Uther, que unifica los distintos reinos, forma un ejército de caballeros (guerreros a caballo) y se enfrenta en repetidas ocasiones a los invasores sajones, hasta derrotarlos (casi) definitivamente en la batalla del monte Badon. A partir de ese momento hay en Britania un periodo de paz y prosperidad, hasta que Arturo muere en la batalla de Camlann a manos de su sobrino y/o hijo Mordred. Posteriormente el cadáver de Arturo es llevado a la isla de Avalon, donde el héroe descansa en una especie de animación suspendida hasta que Inglaterra vuelva a necesitarle.

Y ahora veamos qué ocurrió realmente. En el año 410 las legiones romanas abandonaron Inglaterra y la isla se dividió en una serie de pequeños reinos. Sus habitantes, los celtas britano-romanos, sufrían constantes ataques de Irlandeses y pictos, así que, como ya no estaban las legiones para defenderlos, uno de sus caudillos, un tal Vortigern, decidió a mediados del siglo V contratar a mercenarios sajones para que sirvieran como muro de contención frente a los invasores del norte. Y la cosa funcionó durante un tiempo, pero los sajones no tardaron en darse cuenta de que la fuerza estaba en sus manos y, hacia el 455, organizaron una revuelta en la que murieron miles de britanos. De modo que los celtas ingleses se encontraron con que, aparte de pictos e irlandeses, tenían un nuevo enemigo: los sajones.

Entonces entra en escena un personaje de gran importancia: Ambrosio Aureliano, un caudillo de origen romano que inició su reinado en el suroeste de la isla en el 458. Aureliano creó una red de defensas en torno a su territorio (de la que aún quedan rastros) que tuvo a raya a los sajones durante un tiempo. Y, lo más importante, mantuvo en su reino el estilo de vida romano. Pero los sajones no paraban de llegar a la isla y avanzaban desde el este apropiándose de los territorios britanos. Entonces sucedió algo, aunque los detalles no están demasiado claros. Al parecer, hacia el 470, los distintos reinos celtas, hasta entonces desunidos, decidieron nombrar un Dux Bellorum, un señor de la guerra, para que capitaneara las fuerzas celtas unificadas y se enfrentara a los sajones. Ese personaje era Arturo.

Según Nennius, Arturo y sus hombres lucharon contra los sajones en once batallas, saliendo triunfantes en todas ellas. En la duodécima, la del monte Badon (¿490?), el triunfo de Arturo fue tan decisivo que los sajones se mantuvieron alejados de los territorios britanos del oeste durante casi medio siglo. Al parecer, posteriormente hubo una guerra civil que enfrentó a Arturo con un tal Medrawt (Mordred) en la batalla de Camlann (¿511?), donde ambos perecieron.

Como veis, leyenda e historia coinciden en lo básico. No obstante, no existe ninguna prueba histórica de peso que demuestre la existencia de Arturo. Indicios sí, muchos; pero evidencias incuestionables ni una. En cualquier caso, y por los motivos que expongo en mi anterior post, yo estoy convencido de la existencia real de Arturo. ¿Quién era en realidad? Nadie lo sabe a ciencia cierta y hay opiniones para todos los gustos. Porque Arturo no era un nombre, sino un título que, o bien provenía del apellido latino Artorius, o bien de la palabra celta arth, que significa oso. Una teoría curiosa es que Arturo proviene de la mezcla de la palabra “oso” en celta y en latín. Arth+ursus=Arturo.

Volviendo al personaje histórico que se oculta tras Arturo, una de las opiniones más generalizadas es que se trataba de Ambrosio Aureliano. De hecho, Gildas afirma en su Excidio Britanniae (550) que el jefe de los britanos que vencieron a los sajones en el monte Badon era Ambrosio. Pero, como señalaba en mi anterior post, Arturo, de existir, tuvo que ser el comandante vencedor de Badon Hill, así que, si hacemos caso a Gildas, el asunto está resuelto: Ambrosio era Arturo. Pero no está tan claro, ni mucho menos, porque no es seguro que Ambrosio estuviese vivo cuando tuvo lugar la batalla y, si lo estaba, debía de ser demasiado anciano como para guerrear. Aun así, parece que había una estrecha relación entre Ambrosio y Arturo; de hecho, Geoffrey de Monmouth asegura que Arturo era sobrino de Ambrosio. Lo fuera o no, es evidente que existió una conexión entre ellos. Y aquí se abren tres alternativas: o bien Ambrosio fue el auténtico Arturo, o bien Ambrosio y Arturo defendían la misma causa, o bien en la leyenda se mezclaron los dos personajes. Porque la leyenda artúrica habla de un rey que logró crear y mantener un reino de paz y civilización (Camelot) en medio de una época de barbarie. ¿Y qué hizo Ambrosio en su reino de West Country? Mantener en su tierra el estilo de vida romano (ergo civilizado) durante el periodo caótico y bárbaro de las invasiones sajonas. Demasiadas coincidencias para ser fruto de la casualidad.

En fin, amigos míos, debéis disculparme por ponerme tan pesado con el tema artúrico, pero es que me fascina. Así que, cuando Pepa y yo decidimos el año pasado darnos un garbeo por Inglaterra, no es de extrañar que escogiéramos el sur de la isla, pues allí tuvieron lugar las hazañas de Arturo. La primera etapa de nuestro viaje fue Canterbury, la segunda Bath y la tercera Newquay, en Cornualles. Ahora bien, ¿recordáis que he dicho que no existe ninguna prueba histórica de la existencia de Arturo? Pues bien, tampoco se conoce la situación exacta de la mayor parte de los lugares que se citan en las leyendas; ni siquiera el monte Badon, ni, por supuesto, Camelot. Entonces, ¿qué demonios íbamos a visitar Pepa y yo relacionado con Arturo? Pues los lugares artúricos legendarios que sí se conocen: la catedral de Canterbury, Stonehenge, Glastonbury, Bath y Tintagel.

Según Thomas Mallory, Arturo y Ginebra se casaron en la catedral de Canterbury. Algo imposible, por supuesto, porque la primera iglesia cristiana de Canterbury se construyó ciento cincuenta años después del periodo artúrico. Aun así, la catedral es preciosa.

La relación de Stonehenge con Arturo es sólo tangencial. Según la leyenda, Merlín utilizó su magia para traer volando las piedras del megalito desde Gales. Con todo, y aunque en la época artúrica ya llevase cientos de años en desuso, Stonehenge debió de ser un lugar mítico en la región y, si Arturo existió, no me cabe duda de que lo visitó.

El caso de la abadía de Glastonbury merece una mención aparte. En 1191 los monjes de la abadía descubrieron una tumba donde yacían los restos de un hombre y una mujer, y junto a ellos la siguiente inscripción: “Hic iacet supultus inclytus rex Arturus cum Wenneveria uxore sua secunda in insula Avallonia” (Aquí yace sepultado el renombrado rey Arturo con Ginebra, su segunda esposa, en la isla de Avalon). Fue una falsificación, claro; un truco para atraer peregrinos a la abadía, como hicimos en España con el supuesto sepulcro de Santiago. En la foto que acompaña a estas líneas podéis ver a Pepa junto a la tumba de Arturo y Ginebra.

En fin, la tumba fue una ficción, pero no del todo absurda. Resulta que, en la época artúrica, esa era una zona pantanosa y Glastonbury Tor, la colina que está situada al lado de la abadía, era un isla. Llamada Avalon según viejas tradiciones. Y algo más: según otras tradiciones, en Glastonbury Tor se erigió el primer templo cristiano de Inglaterra (la Vetusta Ecclesia, o Iglesia de Santa María), por obra nada más y nada menos que de José de Arimatea, que escogió ese lugar para guardar... sí, premio, el Grial. Como veis, las distintas piezas de la leyenda van encajando. Añadiré que excavaciones arqueológicas en Glastonbury Tor demostraron que la colina había sido fortificada y ocupada por un caudillo local a finales del siglo V y comienzos del VI; es decir, en la época artúrica.

La mayor parte de los expertos sostiene que el monte Badon debe de encontrarse cerca de Bath. ¿Dónde exactamente? Ni idea. En cualquier caso, esta ciudad y sus famosos baños termales son una muestra del grado de sofisticación que alcanzó la sociedad britano-romana.

Geoffrey de Monmouth asegura en su Historia Regum Britanniæ que Arturo nació en Tintagel. En cualquier caso, no sería en el castillo cuyas ruinas se ven ahora, pues fue construido en el siglo XII por Ricardo I, Conde de Cornualles. No obstante, en el lugar que hoy ocupan los restos del castillo se alzó en el pasado una fortificación britano-romana. ¿Nació allí Arturo? Nadie puede asegurarlo, pero en 1998, durante unas excavaciones realizadas en Tintagel (concretamente en un desaguadero del siglo VI), se encontró una piedra con la siguiente inscripción: “Artognov”. Es decir, “Arturo” en latín. Eso no prueba nada, por supuesto, salvo que ese nombre ya existía en aquella época, pero no deja de ser un indicio más de la existencia real de Arturo.

Podría seguir mucho más rato, para desesperación de propios y extraños, porque esa zona, Cornualles y el sur de Gales, fue el territorio natural de Arturo, de modo que por todas partes hay lugares supuestamente asociados a él y sus mitos, pero voy a hablaros sólo de uno más. Fijaos en la foto que preside este post; no tiene nada de especial, ¿verdad? Es una colina llamada Cadbury Castle y está situada al lado de South Cadbury, un diminuto pueblo del interior de Cornualles situado a apenas veinte kilómetros de Glastonbury. En el siglo XVI, cuando el anticuario John Leland pasó por allí con el objetivo de reunir datos para su obra History and Antiquities of this Nation, los habitantes del pueblo le dijeron que su colina era “Camallate, famosa ciudad o castillo en otros tiempos, y que habían oído decir que Arturo residió allí”.

Bien, no es raro; hay tradiciones como esa por toda Inglaterra. Sin embargo, algunos factores hacen que nos tomemos algo más en serio las leyendas de esos pueblerinos. Veréis, sobre Cadbury Castle Hill se alzan las ruinas de un fuerte britano. Excavaciones realizadas en los años 60 demostraron que el lugar había estado ocupado a principios del siglo VI (en plena época artúrica), pero no por alguien cualquiera. Los arqueólogos encontraron numerosos fragmentos de ánforas del siglo VI que contuvieron aceite y vino importados del Mediterráneo, así como innumerables trozos de cerámica continental, todo lo cual, junto con otros datos, indicaba que el señor de aquel castillo era un caudillo muy importante de comienzos del siglo VI. Además, un análisis del terreno demostró que en aquella época las fortificaciones se extendían mucho más allá del castillo. Y también se encontraron las trazas de una extraña edificación de casi doscientos metros cuadrados, inusualmente grande para esos tiempos.

Por último, prestad atención a estos datos: South Cadbury se encuentra entre dos pueblos llamados Queen’s Camel y West Camel. Y cerca de allí fluye el río Cam, en uno de cuyo bancos se encontraron restos humanos del siglo VI enterrados apresuradamente a causa de una batalla. ¿Quizá fue la batalla de Camlann (que en celta significa “banco torcido”), donde murieron Arturo y Mordred?

Indicios, sólo indicios, ya lo sé. Pero joder, qué montón de casualidades se concentran en South Cadbury. Sea como fuere, creo que fue allí, en ese lugar tan común y corriente, donde más cerca sentí la presencia de Arturo. Quizá fue precisamente por eso, porque ese lugar no tiene nada de especial, al contrario que Tintagel, que se me antoja un entorno demasiado apropiado, legendario, impresionante y melodramático como para ser el verdadero origen de Arturo. Sin embargo, ahí, en esa colina como tantas otras, sí que me imagino al héroe britano. Aunque, todo sea dicho, Cadbury Castle no es un lugar tan corriente como puede parecer a primera vista. Si consultamos el mapa, comprobaremos que ese fuerte britano controlaba el paso de entrada a Cornualles por el centro. Recordemos que al norte estaba el fuerte de Glastonbury Tor y añadamos que en esa misma línea norte-sur había otros fuertes britanos, como los de Dinas Powys o Brent Knoll. Es decir que, a comienzos del siglo VI, Cornualles estaba protegido de las invasiones sajonas por un línea defensiva que iba desde el sur de Gales, pasando por Bristol, hasta Weymouth en la costa sur. Pues bien, ¿dónde residiría el comandante de las fuerzas britanas, teniendo en cuenta que en muchas ocasión él y sus guerreros a caballo deberían acudir en ayuda de los fuertes situados tanto al norte como al sur? Es evidente: el jefe de las fuerzas britanas debería asentar su fortaleza (¿Camelot?) en el centro de la línea defensiva. Justo donde se encuentra South Cadbury.

Vale, vale, sólo son hipótesis sin confirmar. En cualquier caso, mirad la fotografía y pensad que, posiblemente, en esa colina estuvo Camelot; si un escalofrío no os recorre la espalda es que no sois tan románticos (o tan idiotas) como yo.

Vaya, una vez más me he puesto a hablar sobre mi leyenda favorita y no he sabido parar. Disculpad el coñazo. Quizá penséis que, dado que este verano me voy a Escocia, ya no os daré más la tabarra con el rey Arturo de las narices. Pues os equivocáis, porque la historiadora Norma Goodrich asegura que el rey Arturo no gobernó en Inglaterra sino en Escocia. Según sus investigaciones, sería Stirling, al noroeste de Edimburgo, y no el castillo Cadbury, el lugar donde estuvo Camelot. ¿Y sabéis qué?: voy a pasar por allí, así que iros preparando.

viernes, junio 18

Fleetway

No sé si también os sucede a vosotros, pero en mi mente están asociadas las distintas etapas de mi niñez y primera juventud a lo que leía en cada momento, sobre todo en lo que respecta a los cómics. Por ejemplo, si decís “Capitán Marvel”, inmediatamente retrocedo a cuando tenía seis o siete años y mis padres me compraban los cuadernillos apaisados que Hispano Americana de Ediciones publicaba sobre ese personaje (no me refiero al superhéroe de la Marvel, sin al de DC creado por Bill Parker y C. C. Beck). Más adelante, entre los ocho y los diez u once años, me aficioné a todo el material de DC que publicaba Editorial Novaro (Superman, Batman, Linterna Verde, Titanes Planetarios, etc.) y, simultáneamente, a los tebeos del KFS que publicaba Editorial Dolar (Flash Gordon, El Hombre Enmascarado, Mandrake, Rip Kirby...). Por cierto, cuando Manuel Fraga era ministro de Información y Turismo prohibió los tebeos de Superman, porque el personaje y su historia ¡se parecían demasiado a Moisés o Jesucristo!

La revista Gran Pulgarcito, de Bruguera, que publicaba básicamente material de la francesa Pilote, se corresponde a mi adolescencia, igual que los cómics y revistas que publicó Buru Lan marcan mi primera juventud. En fin, podría seguir, pero ya os he aburrido bastante; entendéis el asunto, ¿no? Tebeos = etapas de mi vida. Pues bien, más o menos a mitad de mi adolescencia, me aficioné a ciertos cómics británicos que en España publicaba Editorial Vértice. Me refiero a los personajes de la editorial Fleetway; en concreto a Zarpa de Acero, Kelly Ojo Mágico, Mytek el Poderoso y The Spider, con ocasionales apariciones de Dollman y Archie el Robot.

Supongo que esa línea de cómics era algo así como la respuesta británica a los superhéroes norteamericanos, pero sin duda fue una respuesta extravagante. Porque, justo es reconocerlo, los personajes de la Fleetway eran raros de cojones. Por ejemplo, The Spider, creado por el guionista Ted Cowan y el dibujante Reg Bunn (y luego continuado por Jerry Siegel, el cocreador de Superman). No se trata de un superhéroe, sino de un supervillano parecido al Sr. Spock, de un delincuente armado con múltiples gadgets tecnológicos y poseedor de una megalomanía tan extrema que le lleva a acabar con la competencia (los demás delincuentes) para demostrar que es el rey del crimen. Es decir, The Spider es un villano que se comporta como un héroe para demostrar que es el mayor de los villanos. Raro, ¿verdad?

¿Y qué decir de Dollman? Es un tipo bajito y ridículo que combate el crimen fabricando muñecos robots dotados de habilidades especiales. Dollman usa su pericia de ventrílocuo para hacer hablar a sus muñecos en público... pero también mantiene con ellos largas charlas en privado, demostrando que está como una regadera. En cuanto a Mytek el Poderoso, se trata de un robot gigantesco con aspecto de gorila, algo así como una mezcla entre Mazinger Zeta y King Kong. Lo construyó en África un científico (blanco) usando como mano de obra a una tribu (de negros). ¿Suena absurdo? Lo es, pero de chaval me lo pasaba bomba con ese gorilón mecánico.

Kelly Ojo Mágico, creado por Tom Tully y Solano López, no era una serie filo-gay, como su nombre puede dar a entender, sino las aventuras de un tipo bastante bobalicón, llamado Tim Kelly (nótese el parecido entre los nombres del personaje y el guionista), que encuentra el Ojo de Zoltek, un talismán que dota de invulnerabilidad a quien lo lleve. Invulnerabilidad, no superfuerza, ni capacidad de volar o echar rayos por los ojos. Según recuerdo, la serie estaba narrada con mucho humor y excelentemente dibujada por el maestro Solano, el genial coautor de El Eternauta.

Y por fin llegamos a mi personaje favorito: Zarpa de Acero, obra de Tom Tully y el inconmensurable Jesús Blasco. Zarpa de Acero era un oscuro ayudante de laboratorio, llamado Louis Crandell, con una mano artificial, una prótesis biónica de eso, de acero. Un buen día, se produce un accidente en el laboratorio y Crandell descubre que, cuando recibe una descarga eléctrica, se vuelve invisible; todo él menos su mano artificial. Además, puede lanzar descargas eléctricas. Puestas así las cosas, Crandell emprende una lucrativa carrera delictiva, hasta que es reclutado por una sección del servicio secreto llamada El Escuadrón de las Sombras. A partir de ese momento, Crandell, alias Sombra 5, alias Zarpa de Acero, se dedicará a proteger el mundo de invasiones alienígenas, monstruos o científicos locos.
Me encantaba The Steel Claw. Era una mezcla de cómic de superhéroes y novela negra al estilo Trevanian, todo muy oscuro, siniestro y folletinesco. Lo curioso es que el protagonista no resultaba nada simpático; por el contrario, Crandell era un tipo bastante borde, muy poco sexy y con un contumaz ramalazo masoquista, como demostraban sus gritos de placer cuando miles de voltios le recorrían el cuerpo. Pero tenía gancho. De hecho, siempre he considerado de lo más sugerente la imagen de esa mano metálica flotando en el aire como una presencia amenazadora y fantasmal.

¿Eran buenos los cómics de la Fleetway? No lo sé; los leí hace (¡joder!) cuarenta años y me gustaban mucho, pero entonces era joven e inexperto. Sé positivamente que eran raros, diferentes y extravagantes, y que algunos de ellos estaban extraordinariamente dibujados, pero apenas recuerdo las historias; sólo las sensaciones que me provocaban. Hace tres o cuatro años, Norma publicó Albion, un álbum “producido” por Alan Moore con protagonismo de todos los personaje de la Fleetway. La historia parte de que esos “héroes”, ya envejecidos, han sido encerrados por el gobierno británico en una prisión de alta seguridad. Luego ya no recuerdo muy bien qué pasa, porque Albion es un cómic francamente decepcionante. Antes dije que estaba “producido” por Alan Moore, porque él sólo se ocupó de la trama, mientras que el guión lo escribieron su hija, Leah Moore, y el marido de ésta, John Reppion.

Dicen que el talento se salta una generación, así que los hijos de Leah serán, sin duda, tan geniales como su abuelito; pero en cuanto a ella... digamos que no supo captar el espíritu ni sacarle partido a los excéntricos personajes de la Fleetway. Con todo, Albion contiene un detalle genial, sin duda obra del papá de Leah: en el cómic, todos los primeros ministros ingleses a partir de Margaret Thatcher llevan siempre encima el Ojo de Zoltek que el gobierno le quitó al pobre Tim Kelly.

¿Y por qué estoy hablando de todo esto? Veréis, cuando cumplo años suelo ir a alguna tienda de cómics y me compro algo digamos que inusual. Por ejemplo, hace unos años fui a Metrópolis el día de mi cumpleaños y compré un montón de tebeos antiguos (aunque en perfecto estado) del Capitán Marvel. Me costaron una pasta, pero no veáis cómo disfruté revolcándome en la añoranza. Pues bien, el pasado día diez del presente mes (mi cumple) pasé por Arte 9 y de repente me encontré con que Planeta DeAgostini está reeditando a los viejos héroes de la Fleetway. De momento ha comenzado con el tomo 1 de las aventuras de Tim Kelly, ahora denominadas El Ojo Mágico de Kelly, y el mes que viene lanzará el primer número de Zarpa de Acero.

Por supuesto, me compré encantado de la vida el álbum de Kelly. Aún no lo he leído (releído más bien), pero lo tengo a mi lado, en la pila de libros y tebeos que se alza en mi dormitorio ocultando la mesilla de noche, y de vez en cuando lo abro para contemplar los magníficos dibujos de Solano, y disfruto como una marmota al sol cociéndome a fuego lento en el baño María de la nostalgia.

Y es que, con los tiempos que corren, volver la vista atrás, cuando todo era más sencillo, resulta reconfortante.

miércoles, junio 9

Todos los segundos hieren; el último mata.





¡Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, tralarala la lara, tralarala lará!




martes, junio 8

Póker

Hasta finales de los 70 el juego estuvo prohibido en España. No había casinos, ni siquiera bingos, y si querías jugarte la pasta no tenías más opciones que las quinielas, la lotería, los ciegos, el frontón o las carreras de caballos y perros. Lo cual, por supuesto, no quiere decir que no se jugase; había garitos clandestinos (uno de ellos en el selecto y pijísimo club de tiro de pichón, por ejemplo). Eso en lo que a ruleta y Black Jack se refiere, pero luego estaba el oscuro mundo del póker. La verdad es que, al menos en Madrid, había partidas de póker por todas partes. Normal; para jugar a la ruleta hace falta, es evidente, una ruleta, pero para jugar al póker sólo se precisa una baraja.

Cuando yo era joven y alocado, cuando mi territorio era la noche, conocí a una mujer de unos 45 años. No recuerdo cómo se llamaba, pero sí que era viuda y que se ganaba la vida organizando partidas de póker en su casa. Ella ponía el “local”, las copas y la comida, y a cambio se llevaba un porcentaje. Existían decenas de timbas como esa en la ciudad. Y no sólo en casas particulares; en las trastiendas de muchos bares y cafés se celebraban partidas clandestinas, como en la desaparecida cafetería La Concha o en el Café Comercial. En el mundo universitario eran famosas las timbas que se celebraban en el bar de la Facultad de Derecho, pero quizá la timba más curiosa que he conocido se celebraba en Exa.

Exa es un estudio de doblaje. Hace años, y supongo que ahora sigue igual, no cerraba nunca; dado el volumen de trabajo, estaba abierto 24 horas al día. No sé si sabéis cómo se doblan las películas. Se hace por partes, cortando la película en fragmentos (llamados “takes”) y doblándolos uno por uno. De modo que es posible que un locutor doble varios takes a las doce de la noche y que no tenga que volver a intervenir hasta unas horas más tarde. ¿Qué hacer con el tiempo muerto? Jugar al póker, por ejemplo. Así pues, en el bar de Exa había una partida de póker permanente formada por locutores y técnicos de sonido. Cuando alguno tenía que trabajar, se levantaba y otro ocupaba su puesto. En conclusión: la timba de Exa llevaba durando ininterrumpidamente meses, quizá años; variaban los jugadores, pero la partida permanecía. No sé qué os parece a vosotros, pero eso me suena a mí de lo más borgiano: una partida de póker infinita donde, a la larga, se repetirán todas las jugadas, aunque con jugadores distintos. Algo así como una biblioteca de Babel canalla.

¿Y cuál es mi relación con el póker? Lo adoro, pero sólo juego entre amigos y por poca pasta. Soy un jugador impulsivo, de corazonadas, lo cual es la mejor estrategia que existe para perder; así que ni se me pasa por la cabeza jugar al póker en casinos o en partidas hard. Además, escarmenté en cabeza ajena. Veréis, hace muchos años, en mi alocada juventud, compartí piso durante un tiempo con Mariano, un estudiante de derecho algo mayor que yo. Mariano se aficionó al póker en la facultad y se dejó arrastrar por él. Al principio se limitó a jugar en el “circuito de aficionados”, por llamarlo así, pero le fue bien y, sin darse cuenta, dio el salto al campo profesional. A los pocos meses, tuvo que pedir un crédito para poder pagar las deudas y, afortunadamente, dejó de jugar. Eso me enseñó que el póker está muy bien como pasatiempo, pero no como obsesión.

En cualquier caso, había algo embriagador y sugerente en el universo del póker, y no me refiero sólo al juego, sino también al ambiente que lo rodeaba. El tapete de fieltro verde con una única luz concentrada en él, el tintineo de las fichas, el susurro de los naipes, el humo del tabaco, la noche, las copas en vaso largo... Prueba de su capacidad de fascinación es que el póker era el único juego de cartas abiertamente cinematográfico, como demuestran películas tan estimulantes como El golpe, The Cincinnati Kid, El destino también juega o House of Games.

Si os fijáis, hablo en pasado. El otro día fui a casa de alguien a quien no conocía; había quedado allí con un amigo que tardó en aparecer, de modo que estuve charlando un rato con mi desconocido anfitrión. El hombre, un tipo amable y simpático, no dejaba de prestar atención a un ordenador portátil: estaba jugando un partida de póker on line. En realidad, era un campeonato y no podía dejar de jugar (me confesó que llevaba seis o siete horas jugando). Mi hijo Óscar también juega en la Red de vez en cuando. Y yo también lo he hecho. De repente, el póker se ha puesto de moda e incluso lo retransmiten por televisión. Bueno, de repente no: lo están poniendo de moda las empresas propietarias de páginas de juego mediante una intensa actividad de relaciones públicas. El caso es que ahora todo dios juega al póker desde su casa.

Sin duda se debe a que me estoy haciendo viejo, pero eso no es póker para mí. El juego no debe ser, en mi opinión, sólo una mecánica, sino también un ambiente, un entorno, un conjunto de sensaciones. Adoro los casinos europeos, sobre todo los más decadentes; son lugares literarios, porque están llenos de historias y de personajes. Por contra, detesto Las Vegas; es una especie de Disneylandia del juego, un supermercado del azar. Montecarlo es madera; el Caesars Palace es plástico.

Pues lo mismo me pasa con el póker on line: jugar en el ordenata es convertir un ritual en un videojuego, arrebatarle el alma a algo que va mucho más allá del azar. ¿Dónde quedan los intercambios de miradas, el trasiego de las fichas, el humo del tabaco, las bromas y la charla intranscendente? ¿Y dónde queda el viejo póker de cinco naipes cerrados con descarte ahora que todo es Texas Holden? ¿Y la mitología del jugador; queda algo de ella en un momento en que juegan al póker desde los niños hasta las amas de casa? En la promoción de las retransmisiones televisivas de campeonatos de póker, le llaman a este juego “deporte”. ¿El póker un deporte? ¿Los tipos panzudos que he visto jugar mientras fumaban como carreteros y bebían como templarios eran deportistas? Amos no me jodas... El póker es una actividad dudosa, joder, una ciencia oscura, un pasatiempo no siempre inofensivo, pero jamás una tabla de gimnasia sueca.

En fin, me consuelo pensado que, sin duda, la noche sigue albergando timbas de la vieja escuela; que, más allá de ese parque de atracciones digital que es la Red, alguien mantiene encendida la llama de la clandestinidad analógica.

Pregunta: Fijaos en la mano de póker que aparece en la fotografía. El primero que me diga cómo se llama y por qué, se llevará un premio simbólico.

NOTA: El 2 de agosto de 1876, en el saloon Nuttal & Mann's de Deadwood, mientras Wild Bill Hickock jugaba una partida de póker, Jack McCall le asesinó disparándole por la espalda. En ese momento, Hickock tenía unas dobles parejas de ases ochos. Desde entonces, a esa mano se la conoce como "mano del muerto" o "mano del hombre muerto". Los ganadores del concurso han sido los ilustres merodeadores Merak y Alberto. Para ellos el premio simbólico consistente en una copa de oro imaginaria.