jueves, abril 22

Premio Hache 2010

Acabo (literalmente) de volver de Molina de Segura, donde he participado en la IV Edición del ciclo Escritores en su tinta, y estoy hecho polvo -eso de los aeropuertos cansa-, pero me apetece compartir una noticia con vosotros. Estando allí me dijeron que ya se había hecho público algo que me anunciaron la semana pasada, pero que me pidieron que mantuviera en secreto: mi novela La caligrafía secreta ha ganado la segunda edición del Premio Hache que convoca el Ayuntamiento de Cartagena.

Y, la verdad, me hace mucha ilusión, porque estos premios (el Madarache para literatura general y el Hache para literatura juvenil) tienen una peculiaridad: son votados por los lectores. La cosa es así: los organizadores del premio eligen tres novelas finalistas y esas novelas se distribuyen entre una serie de lectores que previamente se han inscrito para tal fin. En esta ocasión votaron 1.254 jurados. Las otras dos finalistas eran Por el camino de Ulectra, de Martín Casariego, y La paloma y el degollado, de Fina Casaderrey.

La caligrafía secreta es mi última novela juvenil publicada y también una de las más especiales para mí. Por lo general, cuando acabo de escribir una novela el resultado final es inferior a lo que yo pretendía en un principio. En el caso de La caligrafía secreta ocurrió al contrario: lo que obtuve se me antojó mejor de lo que esperaba. Por otro lado, siempre digo que yo no escribo novelas para jóvenes, sino novelas que también les gustan a los jóvenes. No hago diferencias entre literatura general y literatura juvenil, lo juro (aunque algunos se empeñan en no creerme, qué le vamos a hacer). Pues bien, respecto a La caligrafía secreta este criterio es más radical que nunca. La novela está narrada por Diego Atienza en su vejez y cuenta lo que ocurrió durante el verano de 1789, cuando él era un joven aprendiz de calígrafo y viajó a París junto con su maestro, don Lázaro Aguirre de Salazar y Mendoza, con la sobrina de éste, Mariana, y con su cochero y guardaespaldas Tértulo Urriza, para ayudar a un antiguo alumno de don Lázaro que había sido contratado para copiar un misterioso libro llamado el Códice Bensalem. Se trata de una novela de misterio con un elemento fantástico en el centro de su argumento. Y el tratamiento es, porque pretendía serlo, absolutamente adulto.

En concreto, uno de los personajes que he citado, Tértulo Urriza, resulta particularmente “conflictivo”. Se trata de un hombre capaz de desarrollar una gran violencia, de un mentiroso crónico y de alguien muy, pero que muy procaz. Muchas de las historias que cuenta son sencillamente espantosas; las cuenta con humor y desfachatez y puede que no sean reales (o quizá sí), pero no dejan de ser genuinas barbaridades. Una profesora de literatura me dijo que esas historias eran demasiado fuertes y hacían que muchos profesores se cortaran a la hora de recomendar la novela. Me sugirió que las “suavizase”, pero yo, agradeciéndole el consejo, e incluso aceptando que tenía razón, no le hice ni caso. Tértulo es como es y ese pedazo de animal me cae demasiado bien como para arrebatarle una de las cosas que más le gusta hacer: escandalizar. Así que, aunque me robe miles de lectores, Tértulo se queda como está. Además, el premio Hache ha demostrado que, por muy bestia que sea, también le cae bien a los jóvenes.

Por lo demás, la novela cuenta con uno de los mejores finales que he escrito. Y, además, con uno de los escasos finales que justifican plenamente el hecho de que el narrador se haya tomado la molestia de escribir un texto tan largo. En fin, supongo que parece que me estoy dando autobombo con toda desfachatez, pero no es así (o no del todo, al menos). No comparo La caligrafía secreta con las novelas de otros autores, sino con mis propias novelas, y cuando digo que es un relato mejor de lo que esperaba, lo digo en el contexto de mi propia obra. Además, si los libros son como hijos, permitidme pavonearme un poco de que a un hijo mío le hayan dado un premio.

El próximo catorce de mayo viajaré a Cartagena para recoger el galardón en una gala ad hoc y así tendré la oportunidad de hacer en público lo que ahora hago en Babel; es decir, darles las gracias a los organizadores del premio y a los numerosos jurados. Sois muy majos.

Y a los demás, disculpas por permitir que mi estúpido ego asome las narices por aquí.

(Ya, ya, siempre lo hace, lo sé)

miércoles, abril 14

Padre X

A finales de los sesenta y principios de los setenta, durante cuatro años, fui alumno de un colegio de “curas”, los Maristas de Chamberí. He puesto “curas” entre comillas porque no son exactamente sacerdotes; se les llama “hermanos” en vez de “padres”, pues, por lo visto, no han hecho todos los votos (o algo así, no conozco muy bien el asunto), de modo que no pueden confesar, ni decir misa, ni muchas de esas cosas tan útiles que hacen los sacerdotes. Son medio curas, por así expresarlo; curas sin licencia para sacramentar.

No puedo decir que guarde muy buen recuerdo de ese colegio. En fin, sí, yo era un adolescente en plena expansión vital y claro que me lo pasé bien muchas veces. Pero no por estar en ese colegio, sino pese a estar en él. Por aquel entonces ya no era creyente y no tardé mucho en convertirme, tras leer a Russell, en un ferviente agnóstico. Aunque, claro, eso, entonces y en un colegio de “curas”, no se iba aireando alegremente. El caso es que, como no creyente, me tocaba mucho las pelotas tener que participar en actos religiosos. Misa los viernes a primera hora, rezar cada tarde un misterio del rosario durante la cuaresma, proyección de películas religiosas, charlas edificantes, rezos y cánticos a mogollón durante el mes de las flores... Con frecuencia cantábamos el himno de los Maristas, dedicado a su fundador, el entonces beato, y ahora por lo visto santo, Marcelino de Champagnat. Así dice la letra:

Pueblen los aires triunfales voces,
den los pensiles tributo en flor.
Brisas inquietas llevad veloces
lauros y aromas al Fundador.
Te ofrendamos Padre filial cariño
cual fragante incienso de gratitud.
A tu solio llegan vítores de niños
llega el coro excelso de la juventud.
Padre en cuyo pecho la bondad fulgura
Padre que la senda nos mostró del bien,
fuente es tu enseñanza de simpar ventura
de la obra Marista tú eres el sostén.
Inflamado apóstol de alma noble y pura
sueña mi hondo anhelo coronar tu sien.

Reconozco que durante años ese himno fue para mí un enigma: no entendía un carajo de lo que decía. ¿Qué coño son los “pensiles”? ¿Y un “lauro”? ¿Y qué es eso de que a su “solio” llegan vítores de niños? (suena a marranada) Pero no os perdáis de vista esta frase: “fuente es tu enseñanza de simpar ventura”. Joder, la leo una y otra vez y no acabo de encontrarle sentido. Ahora bien, el himno para mí alcanzaba su punto culminante cuando llegábamos a “de la obra Marista tú eres el sostén”. En ese punto no podía evitar partirme de risa, pues me imaginaba al bueno de Marcelino sujetándole las tetas a una señora muy gorda.

En ese puñetero colegio protagonicé una de las situaciones más ridículas de mi vida. Yo tenía quince o dieciséis años y estaba en clase tan ricamente. Entonces aparece un hermano y pregunta quiénes no habían hecho la confirmación. En un acto de profunda estupidez, levanté la mano junto con la mitad de los alumnos. “Pues hala”, dijo el hermano, arreándonos como si fuéramos ganado; “a confirmaos”. No recuerdo exactamente cómo era la ceremonia de la confirmación. Supongo que habría una misa, pues por aquel entonces en cuanto te descuidabas se marcaban una misa de casi una hora de duración; lo único que sé seguro es que había que confesarse y luego te ponían ceniza en la frente.

Debía de hacer cuatro o cinco años que no me confesaba, así que el asunto me cogió de sorpresa. La retahíla de pecados que usualmente empleaba de niño para confesarme –he insultado a mi hermano, he desobedecido a mis padres, he dicho palabrotas...- no sonaban demasiado convincentes en boca de un adolescente con pelos en los sobacos, así que tenía que buscar otros nuevos. Sabía, por experiencia, que a los curas les encantan los pecados relacionados con el sexto mandamiento, pero por aquel entonces mi única actividad sexual consistía en cascármela obsesivamente, algo que ni bajo amenaza de muerte le confesaría a nadie, por muy ungido de gracia divina que estuviese. De modo que decidí acusarme de tener pensamientos impuros, así en general, pensando que con eso bastaría.

El caso es que, como ya he dicho, los maristas no podían confesar, así que se trajeron a tres curas no sé de dónde (quizá había algún servicio tipo “cura-express” o “el párroco veloz”, vete tú a saber) y nos sentamos en los bancos de la capilla a la espera de que llegara el turno de lavar nuestros pecados. Yo fui de los primeros. Me arrodillé en el confesionario y descubrí que me había tocado un cura viejísimo, un auténtico carcamal. Pero eso no era lo malo: lo dramático era que estaba sordo como una tapia.

Así pues, comencé a contarle en voz progresivamente alta que llevaba mucho tiempo sin confesarme, que había tomado el nombre de Dios en vano, que le había faltado al respeto a mis profesores, que tenía pensamientos impuros... Y ahí la cagué, porque el muy cabrón no se conformaba con una exposición general del asunto: quería detalles y los quería a gritos. Lo malo es que mis pensamientos impuros eran de lo más simple: consistían básicamente en coger una revista guarra y practicar con entusiasmo el vicio solitario; pero ya hemos quedado en que no pensaba confesar que “me tocaba”, así que para explicar en que consistían esos “pensamientos impuros” tuve que inventarme una historia que, por improvisada, debió de sonar de lo más retorcida. Inventármela sobre la marcha y contarla, no lo olvidemos, profiriendo auténticos alaridos. Debió de ser la confesión más pública de la historia.

En fin, no guardo buen recuerdo de ninguno de los hermanos maristas que conocí; todos me parecieron unos impresentables, cada uno a su estilo. Para ser justos, reconozco que en ese colegio, en sexto de bachillerato, recibí clase del mejor profesor que he tenido jamás: don Francisco, que era seglar y creo que tan agnóstico como yo. Él me enseñó a amar a la matemáticas, aunque luego las matemáticas no correspondieran a mi amor. Pero a los “curas” no podía ni verlos.

De hecho, todos sabíamos que había algunos “hermanos” muy sobones. Yo lo sabía de oídas, porque al poco de matricularme en los Maristas sobrepasé el metro ochenta de estatura y en los últimos cursos ya alcanzaba mi actual metro noventa y dos. Es decir, era demasiado alto y grande para despertar pasiones pederastas, así que nadie me metió mano. No obstante, los alumnos menos desarrollados y más sonrosaditos solían ser víctimas de apenas disimulados cacheos libidinosos. Pero, por lo que sé, todo se quedaba en eso: toqueteos.

Hasta que un día -yo estaba en quinto de bachillerato, si mal no recuerdo- hubo un alboroto en el colegio. Gritos, idas y venidas, nerviosismo entre las filas maristas. Nadie nos aclaró nada, por supuesto, pero pronto se corrió la voz: el padre de un alumno había llegado hecho una furia porque el cura se había propasado con su hijo. Nótese que digo cura sin comillas y en singular, porque en el colegio, como los “hermanos” no podían decir misa, había un sacerdote permanente, llamémosle Padre X, un cura de treinta y tantos años de edad que tenía licencia doble cero para impartir toda clase de sacramentos. Y también, por lo visto, para cepillarse a los monaguillos.

No sé qué pasó en concreto. No sé qué le dijo el director del colegio al padre del alumno mancillado, no sé si hubo una denuncia e ignoro si los hermanos maristas ofrecieron alguna clase de compensación a la familia afectada. Lo único que sé es que el Padre X desapareció fulminantemente del centro, siendo sustituido por otro cura doble cero. Y también sé (lo averigüé mucho más tarde) que al Padre X lo trasladaron a un colegio marista de Sevilla, donde prosiguió su admirable labor evangelizadora. En efecto, su único castigo consistió en ser trasladado a otro colegio de otra ciudad. Un colegio, como es natural, lleno de niños.

Eso sucedió hace más de cuarenta años, pero parece que fue ayer, ¿verdad?

jueves, abril 8

3D


Fui a ver Avatar a la semana siguiente de su estreno; en 3D, por supuesto. ¿Qué me pareció la película? Que está bien narrada (su director es un gran narrador), que es técnicamente impecable, que tiene gran mérito la meticulosa creación de ese mundo ficticio, que es un espectáculo visual impresionante... pero que Cameron podría haberse currado una historia un poco más original y un poquito menos new age. Desde luego, no es la revolución del cine que algunos proclamaban.

El caso es que mientras contemplaba la película a través de las gafas correspondientes, tuve todo el rato la sensación de que no estaba viendo bien las imágenes. De hecho, creo que el 3D no aporta absolutamente nada al film. Entendedme: sin duda el sistema está perfeccionado. De entrada, ya no te duele la cabeza, como me ocurrió con la última peli 3D que vi: Flesh for Frankenstein (1974), de Morrisey/Warhol. Pero la cosa tampoco es como para tirar cohetes, pues la tridimensionalidad que se obtiene no resulta ni mucho menos natural. En realidad, las imágenes parecen un poco siluetas recortadas, como lo que se ve a través de un visor estereoscópico tipo View Master.

Pero no era eso lo que me molestaba; es que tenía la sensación de estar viendo las imágenes muy apagadas, de que la película tenía una tonalidad mortecina. Al salir del cine (el Kinépolis) lo comenté con mis acompañantes, pero ellos dijeron que no habían notado nada raro, así que tomé nota mental de que debía hacerle una visita al oculista. Sin embargo, el otro día leí en el periódico algo que me ha devuelto la confianza en mis preciosos ojos azules: yo tenía razón, las gafas reducen un treinta por ciento la luminosidad y los actuales proyectores no tienen suficiente potencia como para compensarlo. Ergo todo el mundo que ha visto esa película en 3D, la ha visto con tan solo un 70 % de su luz correcta. Es decir: la ha visto mal. Así que ahora tengo ganas de volver a ver Avatar en Blue Ray para poder disfrutar del espectáculo visual en alta definición y dos correctamente brillantes dimensiones. No sé, quizá todo sea un truco de marketing para que la gente vea dos veces la película...

El asunto no es nuevo. Ante la llegada de la TV, Hollywood temió que su negocio se fuera al garete, así que los estudios comenzaron a explorar nuevos formatos con los que competir. Por ejemplo, gigantescas pantallas que dejaran en ridículo a la pequeñez de los monitores. Así nació el Cinerama, la Panavisión, los 70mm o el Todd-Ao. Pero hubo otras estrategias, como el cine en 3D.

Para sorpresa de muchos –entre ellos yo, que acabo de enterarme-, la primera película en tres dimensiones es de 1890, y la primera que se proyectó comercialmente, The Power of Love (dirigida por Nat Deverich), de 1922. Pero sólo fueron curiosidades sin trascendencia, porque el primer boom del 3D se produjo en los años 50, con el advenimiento, ya lo hemos dicho, de la caja tonta. En esos años se estrenaron varias películas tridimensionales donde diversas cosas saltaban a la cara del espectador, como Bwana Devil, House of Wax o Dial M for Murder, del maestro Hitchcock. Pero fue un boom pequeñito, porque aquel primitivo sistema de 3D sólo se percibía medianamente bien si tenías un asiento centrado y, además, las gafas provocaban cansancio ocular, ocasionando tremendos dolores de cabeza. Así que el 3D quedó arrinconado y olvidado. Hubo un pequeño resurgir en los 70, pero no fue muy lejos. Hasta ahora, Año I después de Avatar.

Y es que ahora que la TV ya no es el enemigo, llega Internet y la piratería y a los estudios les entra el canguelo. Entonces, cuando todo parecía perdido, llega Moisés/Cameron de su travesía por el desierto y salva a los hebreos con el maná de las tres dimensiones. Avatar es la película más exitosa de todos los tiempos, ergo es el modelo a imitar, porque por ahora ni Internet ni los DVD pueden ofrecer tres dimensiones, y además ¡las entradas valen un cincuenta por ciento más! Negocio tridimensionalmente redondo. Así que todo el mundo a producir en 3D.

Peor aún. Hay un sistema para tridimensionalizar películas en 2D; el problema es que se trata de un sistema que, para llevarse a cabo correctamente, requiere mucho tiempo y dinero y los productores no quieren gastar ni lo uno ni lo otro, así que ahora tenemos en cartel, o pendientes de estreno, un montón de films bidimensionales a los que se les ha añadido la tercera dimensión de forma chapucera. Es decir, que un tropel de espectadores pagarán un 50 % más por ver películas con deficiente luminosidad y deficiente tridimensionalidad, cuando podrían verlas mucho mejor y más baratas en sus previstas 2D.

Actualmente se están produciendo un huevo de películas en 3D, pero ¿son estas 3D el futuro del cine? Lo dudo muchísimo, porque el actual sistema, aunque evidentemente mejora el anterior, y aunque se subsane el problema de la luminosidad de los proyectores, sigue siendo deficiente. De hecho, no estaríamos hablando de todo esto si no fuese porque Avatar ha recaudado más de 2.700 millones de dólares. Se trata de una moda, de una tendencia; cuando fracasen unas cuantas películas rodadas en 3D (cuyos costes de producción son más caros), la fiebre comenzará a ceder.

Lo triste –o simplemente instructivo- es comprobar hasta qué punto estamos guiados por las modas, hasta que punto somos esclavos de las tendencias mayoritarias. Somos carne de marketing, aunque eso no debería sorprendernos. Lo que sí me sorprende es no haber escuchado a nadie quejarse de la deficiente luminosidad de Avatar. ¿Será que, después de todo, estoy cegatón?