lunes, noviembre 29

Leslie


Hubo un tiempo, antes de que se estrenara 2001. Una odisea del espacio, en que los aficionados a la ciencia ficción teníamos muy claro cuál era la mejor película de aventuras espaciales: Planeta prohibido (Fred M. Wilcox, 1956). Hasta entonces, todas los films de cf que se producían (con la excepción de Ultimátum a la Tierra) eran serie B. Planeta prohibido, por el contrario, gozó de un presupuesto holgado, lo cual le permitía contar con un actor tan prestigioso como Walter Pidgeon y con los mejores efectos especiales vistos hasta el momento, obra de A. Arnold Gillespie y la factoría Disney.

De esa película todos los aficionados guardamos dos recuerdos imborrables: Robby, el robot más popular de la historia del cine hasta que llegaron C3PO y R2D2, y las minifaldas que lucía una preciosa y jovencísima Anne Francis (razón por la cual la película tardó once años en estrenarse en la deprimente España católico-franquista). Además de esto, los viejos aficionados a la cf sabíamos otra cosa, el nombre del actor que interpretaba al protagonista, un desconocido canadiense llamado Leslie Nielsen. Lo cual, por cierto, tiene mérito, porque durante los treinta años que siguieron al estreno de Planeta prohibido, Nielsen siguió siendo un perfecto desconocido (en ese periodo solo participó, como secundario, en seis películas, entre las que únicamente destaca La aventura del Poseidón, donde hacía de capitán del barco).

Entonces, de repente, cuando su carrera estaba tan hundida como el Poseidón, participó en Aterriza como puedas (1980) y, de la noche a la mañana, se transformó en el nuevo rey de la comedia. Puede que Aterriza como puedas no sea una gran película, pero sin duda se trata de una de los films más divertidos jamás rodados. En realidad no es más que de una sucesión muy rápida de gags, muchos de los cuales, justo es reconocerlo, son excelentes. Uno de los secretos de su gran comicidad residen en que la mayor parte de sus interpretes no son cómicos, sino actores “serios” que interpretan con gran seriedad sus delirantes papeles. Como dijo Howard Hawks, el secreto de la comedia es hacerla en serio, y esa es la principal característica de Nielsen como cómico: siempre actuaba con grave seriedad, intentando mantenerse digno en todo momento, pese a lo disparatada que fuese la situación. En el fondo, a partir de entonces Nielsen no hizo más que repetir una y otra vez el personaje del inexpresivo e inmutable doctor Rumack de Aterriza como puedas. Pero lo hacía tan bien, era tan divertido, que verle repetir una y otra vez los mismos papeles era como reencontrarse con un viejo amigo.

Aterriza como puedas era una parodia de las películas de catástrofes tan en boga a finales de los 70. A partir de su éxito, hubo una inmediata secuela (y luego otra muy posterior), y se inauguró de hecho el género del “cine parodiando al cine”, con una larga serie de títulos que se toman a cachondeo las películas de género, sea éste el policíaco, el espionaje, el terror, los superhéroes o cualquier otro. La serie The naked gun, los scary movies, Wrongfully Accused, Spy Hard, Superhero movie... la lista es enorme, pero hay una constante: en todos ellos trabajaba Nielsen.

Reconozcámoslo, la práctica totalidad de esas películas son muy malas. Igual que Aterriza como puedas, no son más que acumulaciones de gags, sólo que sensiblemente inferiores a los del film germinal. No obstante, entre tantos malos y repetitivos gags siempre hay alguno original e ingenioso que te hace reír, y mientras te ríes, ahí está Nielsen con su eterno pelo blanco y su cara de palo.

Me caía bien Leslie Nielsen. No sólo porque formara parte de mi particular mitología cienciaficcionera, ni porque me hiciera reír, sino porque, en su vida real, fue el protagonista de un cuento de hadas, un personaje y una historia que no hubieran desentonado en la filmografía de Frank Capra. Pensadlo: Nielsen abandonó su Canadá natal para intentar hacer carrera en Hollywood, soñaba con ser una estrella, pero su carrera fue una mierda. Tanto es así que su primera mujer, harta de pasar miserias, se divorció de él en los 70. Entonces, a los 54 años de edad, aceptado ya el fracaso, Nielsen participa en una comedia barata y, zas, la fama, la riqueza, el estrellato. ¿Es o no es un cuento de hadas?

Hace no mucho vi en la TV una larga entrevista a Leslie Nielsen. Era un tipo divertido, ingenioso, chispeante. Y extrañamente humilde. De hecho, parecía sorprendido por su tardío éxito, como si aun después de tantos años no acabara de creérselo, y también profundamente agradecido, a todos lo que le ayudaron, al público, al cine, a la suerte, a la vida. Parecía un buen tipo. Supongo que la fama le llegó con la suficiente madurez para no envanecerse.

Ayer, Leslie Nielsen falleció a consecuencia de una neumonía en un hospital de Florida. Tenía 84 años y seguía en activo. Su última película estrenada fue, como no podía ser de otra forma, una sátira, pero en este caso, y pasmosamente, española: Spanish Movie (2009). La película es muy mala y él tenía un papel muy breve, casi un cameo. No obstante, ver a Leslie Nielsen y a Chiquito de la Calzada juntos es tan absurdo, tan disparatado, tan surrealista, que en el fondo no deja de ser un digno broche a una carrera basada precisamente en eso, en el disparate.
No creo que haya otra vida después de la muerte, pero si creyese en ello de algo estaría muy seguro: de que el más allá es, desde ayer, un lugar más divertido.
Leslie William Nielsen: 11 de febrero 1926 – 28 de noviembre de 2010. Descanse en paz.




lunes, noviembre 22

Contra la música




No estoy dotado para la música. Me refiero a escucharla, porque “hacerla” ni me lo planteo. El caso es que salí de fábrica con el “área musical” del coco francamente defectuosa. Lo cual no quiere decir que no me guste la música, por supuesto; lo que pasa es que mis gustos musicales son limitados, vulgares y primarios. Y poco intensos; la verdad es que no suelo escuchar música voluntariamente. Desde luego, nunca cuando trabajo, porque me distrae, pero tampoco cuando leo, por el mismo motivo. Ahora que lo pienso, no existe ninguna circunstancia en concreto que me invite a escuchar música voluntariamente... Cuando quiero aislarme, quizá, y cuando estoy melancólico, y cuando quiero experimentar una sensación determinada. Pero muy pocas veces por el mero placer estético.

 Nótese que he empleado la palabra “voluntariamente”, porque estoy harto de oír música de forma involuntaria. Paraos a pensarlo un momento. Oímos música cuando vamos a un gran almacén, cuando cogemos un taxi, cuando esperamos en la consulta del dentista, cuando subimos en algunos ascensores, cuando caminamos por la calle, cuando llamando por teléfono nos ponen en espera, cuando intentamos dormir pero los vecinos dan una fiesta, cuando encendemos la radio o la TV, cuando suena un teléfono móvil, cuando vamos a una iglesia, cuando hay una feria, cuando se celebra prácticamente cualquier cosa... Hay mucha gente, además, que parece necesitar la música tanto como el oxígeno, gente que haga lo que haga tiene que tener siempre música a su alrededor. Mi mujer y mi hijo Pablo, por ejemplo; nada más meterse en el coche conectan la radio y no la apagan hasta llegar al destino.

Vale, cada uno es muy libre de hacer con su culo lo que le venga en gana. El problema es que, de todas las artes, la música es la más intrusiva. Yo decido cuándo consumo o no literatura, cine, teatro, cómic, pintura, escultura, danza, arquitectura... pero ¿música? No, la música se cuela sin mi consentimiento, me invade, y uno puede apartar la mirada, pero no apartar los oídos. Además, si esa música invasora fuese realmente arte, bueno, en fin, al menos habría una disculpa. Pero no, qué va... lo que más suena por ahí es un pop-rock malísimo y repetitivo, vomitivas canciones melódicas y, en fin, por esta época horribles villancicos. ¿Nos guiamos por los éxitos radiales? Rhiana, Oceana, Melendi, Bruno Mars, Flo Rida, El Pescao, Lady Gaga, Dani Martín, Nena Daconte, Alejandro Sanz, Enrique Iglesias, Raphael... estos son algunos de los “artistas” que, lo quiera o no, voy a tener que escuchar. Y no quiero, pero me jodo. ¿Qué voy a hacer, ir con tapones en los oídos por la vida?

 Igual que existe la contaminación atmosférica, o la contaminación lumínica, o la contaminación de las aguas, o la contaminación radioeléctrica, existe la contaminación sonora, y en este apartado no sólo deberían incluirse los estruendos, sino también la música. Igual que no se puede fumar en los lugares públicos, la música debería estar prohibida en esos mismos lugares. Nada de Mantovani o Los Indios Tabajaras en los ascensores, vedado Vivaldi en las consultas médicas, anatema sobre quien permita que Alejandro Sanz suene en los aparcamientos, multa para los capullos que vayan con la radio del buga a toda potencia. ¿No pedimos permiso para fumar cuando estamos acompañados en un lugar cerrado? Pues lo mismo cuando queramos encender la radio o poner el tocata. Joder, puede que la música, en mayor o menor medida, le guste a todo el mundo, pero no en todo momento ni en toda ocasión. Coño, un poquito de silencio.

El silencio... La gente parece tener una especie de horror vacui sonoro; le aterroriza la ausencia de sonidos y por eso se ve obligada a llenar ese vacío con música o hablando, y como la mayor parte de las personas no tenemos nada que decir, pues eso, la música.


Un sabio proverbio oriental reza: Antes de hablar, pregúntate si tus palabras van a mejorar el silencio. Porque el silencio, amigos míos, es una maravilla llena de matices; en gran medida, porque no existe el auténtico silencio, siempre hay algo. Ahora mismo, por ejemplo, estoy sentado en mi despacho, escribiendo esto. Escucho el tabaleo de mis dedos sobre el teclado, y el murmullo del ordenador, y algún que otro crujido del parqué. A lo lejos escucho a Patricia, mi asistenta, deambulando por la casa, y un coche pasando por la calle, y un perro ladrando en la distancia, y muy levemente alguien que habla con otra persona en el portal. Es decir: escucho la vida, no sonidos rítmicos enlatados. El silencio nos acerca a la realidad de las cosas y a nosotros mismos.

Por eso, antes de poner música preguntaros si esos sonidos van a mejorar el silencio.

lunes, noviembre 15

P. G.

Uno de los más felices encuentros de mi vida tuvo lugar el día que cayó en mis manos un libro de Pelham Grenville Wodehouse. Yo debía de tener quince o dieciséis años y el libro era Jovencitos con botines, publicado en la añorada colección El monigote de papel, de Plaza y Janés. Me lo había recomendado mi hermano Eduardo, muy aficionado a la literatura de humor y él mismo humorista en la desaparecida revista La Codorniz.

¿Cómo describir el efecto que me causó aquella primera novela de Wodehouse que leí? Sencillo: me partí de risa, página tras página, sin un momento de pausa. Nada más acabar ese libro busqué otro del autor, que resultó ser uno protagonizado por Bertie Wooster y Jeeves (no recuerdo cuál), y así se consumó mi adicción definitiva a Wodehouse. A partir de ese momento consumí sus novelas con la fruición de un yonqui visitando a su camello. Amor y gallinas, El hombre con dos pies izquierdos, Fiebre primaveral, Ola de crímenes en el castillo de Blandings, Pobre, vago y optimista, Las noches de Mulliner, Tío Fred en primavera, Mal tiempo... y, por supuesto, todas las protagonizadas por Wooster & Jeeves. Cada uno de esos libros fue un chapuzón en el lago de la felicidad.

Wodehouse no tiene demasiada buena prensa entre los severos guardianes del canon literario; en el mejor de los casos, ocupa un lugar secundario por detrás de otros humoristas británicos, como Chesterton o Wough. La razón de esto es que Wodehouse hacía humor en estado puro, humor desprovisto de sarcasmo y crítica, humor sin sexo, sin acritud, sin segundas lecturas. Chesterton y Wough (dos gigantes, sin duda), utilizaban el humor como un escalpelo para diseccionar al ser humano y a la sociedad, mientras que Wodehouse sólo hacía humor, nada más.

Aunque en sus novelas describe con fina ironía la sociedad altoburguesa y aristocrática de su época, lo cierto es que lo hace con profundo cariño. Wodehouse amaba a sus personajes y su mundo literario, un mundo en el que los grandes conflictos de la humanidad han sido eliminados de un brochazo y los mayores problemas con que puede enfrentarse alguien son tomar el te con una tía gruñona, sufrir por el amor de una atlética jovenzuela o que un tutor severo corte el grifo de la asignación mensual. ¿Quiere esto decir que Wodehouse es superficial? Por supuesto, es el rey, el paladín, el campeón mundial de la superficialidad literaria.

Pero (porque siempre hay un pero), resulta que Wodehouse era un genio. Dotado de un estilo chispeante y fluido y de un ingenio casi sobrenatural, tenía la rara habilidad de convertir la situación más cotidiana en una locura de proporciones descomunales. Además, sus diálogos son rápidos y agudos, sus descripciones elegantes y coloristas, y sus tramas están diseñadas con la precisión de un relojero. Pero sobre todo, Wodehouse es muy, muy, muy gracioso. De hecho, en sus relatos no importa tanto lo que cuenta, sino cómo lo cuenta. Permitidme transcribir algunos ejemplos:

"-Nunca oí hablar de él. ¿Le suena a usted ese nombre, Jeeves?
-Estoy familiarizado con el apellido Bassington-Bassington, señor. La familia Bassington-Bassington cuenta con tres ramas: los Bassington-Bassington de Shropshire, los Bassington-Bassington de Hampshire y los Bassington-Bassington de Kent.
-Inglaterra parece bien nutrida de Bassington-Bassingtons...
-Tolerablemente, señor.
-Vamos..., que no hay riesgo de que se produzca una repentina escasez, ¿verdad?"

"No me culpes a mí, Pongo -dijo lord Ickenham-, si lady Constance te observa a través de sus impertinentes. Aunque, ¡bendito sea Dios!, no puedes comparar los impertinentes actuales a los que había cuando yo era niño. Recuerdo cierto día que paseaba con mi tía Brenda por Grosvenor Square, llevando a su chucho, Jabberwocky, cuando se acercó un policía a decirle que el animal debía llevar un bozal. Mi tía no dijo palabra. Se limitó a sacar los impertinentes de su funda y a mirar al hombre a través de sus lentes, para que a éste se le cortara la respiración y cayera de espaldas contra la verja, sin más daño físico que una espantosa mirada de horror en sus ojos desorbitados, como si acabara de tener una visión horrible. Hicieron venir a un médico y se las arreglaron para hacerle recobrar el sentido, pero nunca volvió a ser el mismo. Tuvo que dejar el cuerpo y, con el tiempo, se metió en el negocio de los ultramarinos. Así fue como inició su carrera Thomas Lipton."

"A diferencia del bacalao macho, que, una vez convertido en padre de tres millones quinientos mil bacaladitos, decide animosamente quererlos a todos, el aristócrata de nuestros tiempos se da cuenta de que su hijo menor es un perfecto incordio."

¿Habéis reído o sonreído al leer estos párrafos? Si la respuesta es no, abandonad este post, porque no es para vosotros. Ya sé que el humor es algo muy personal, que lo que hace reír a uno puede provocar los bostezos de otro, pero os aseguro que, estadísticamente, Wodehouse es tronchante. En cualquier caso, no se trata de la clase de escritor que te hace pensar, ni que te plantea graves cuestiones, ni que te ofrece una visión realista de la vida. No, lo que consigue Wodehouse es que te sientas bien cuando le lees, que te sientas en paz, feliz y optimista. ¿Basta eso para que un escritor entre en el Parnaso de las letras? En mi opinión sí, y por la puerta grande, para unirse, de igual a igual, con genios como Chesterton, Waugh, Saki, Wilde, Dahl, Sterne, Crompton, Jerome, Bennett, Sharpe, Fraser y tantos otros maestros británicos del humor.

Vale, pero ¿a qué viene hablar ahora de Wodehouse? Veréis, de entre toda su extremadamente abundante obra, yo me quedo, sin lugar a dudas, con la serie de relatos y novelas protagonizados por Bertie Wooster y su mayordomo Jeeves. Uno de los grandes méritos de esta serie es que está narrada en primera persona por Wooster, un perfecto imbécil, un petimetre superficial, ingenuo y atolondrado, con el que, sin embargo, acabas empatizando, sobre todo gracias a su reverso, Jeeves, un criado extremadamente inteligente y sensato cuya principal misión en la vida consiste en sacar a sus patrón de los constantes líos en que se mete. Bertie y Jeeves son una de las grandes parejas de la literatura mundial, como Romeo y Julieta, Holmes y Watson o Tintín y Haddock, un dúo absolutamente imprescindible.

Pues bien, la editorial Anagrama, que desde hace tiempo viene publicando la obra de Wodehouse, acaba de editar Ómnibus Jeeves tomo 1, con las novelas ¡Gracias, Jeeves!, El código de los Wooster y El inimitable Jeeves. Si no conoces esta serie, aquí tienes la oportunidad de descubrir hasta qué punto la literatura puede hacerte feliz.


Y para acabar, una última reflexión. Antes he dicho que Wodehouse no es un escritor que aporte grandes y sesudas ideas, pero eso no es del todo cierto. De hecho, toda su abrumadora producción está basada en una gran verdad filosófica: los seres humanos somos gilipollas. En efecto, el inmensamente talentoso Wodehouse miraba a su alrededor y, mediante sus libros, nos decía con una enorme sonrisa rematada por un gran habano: sois tontos, sí; pero os quiero.

martes, noviembre 9

Cuentos de invierno

Hace unos años me planteé escribir un libro que contuviese cuatro relatos largos (o novelas cortas), cada uno de ellos dedicado a una estación del año (no es una idea muy original, ya lo sé). Mi propósito era condensar en esos relatos la esencia de cada estación, explorar las sensaciones que me provoca cada época del año. El problema fue que, al cabo de un tiempo, había reunido varias ideas para el otoño y el invierno, pero ninguna satisfactoria para la primavera y el verano. En el prólogo del libro Antología del cuento triste, de Augusto Mentorroso y Bárbara Jacobs, los antologistas dicen: “Si es verdad que en un buen cuento se concentra toda la vida, y si la vida es triste, un buen cuento será siempre un cuento triste”.


Sin duda, se trata de una afirmación exagerada, pero no exenta de lucidez. Si me paro a pensarlo, muchos de los relatos que se me ha quedado grabados en la memoria son cuentos tristes. Volverán las mansas lluvias, de Bradbury, La mansión de las rosas, de Thomas Burnett Swann, Un suceso en el puente sobre el río Owl, de Bierce, Siete pisos, de Buzzati, Un día perfecto para el pez plátano, de Salinger... la lista es interminable. Aunque, en realidad, lo que más me gusta es esa forma más poética –y menos lacerante- de tristeza que es la melancolía (y su hermana, la nostalgia). Supongo que por eso me gustan el otoño y el invierno, porque son estaciones melancólicas. Y por eso todas las ideas que se me ocurrían estaban circunscritas a esas épocas.


Una de las ideas que tenía archivadas para ese libro que nunca llegué a escribir resucitó, años más tarde, como parte del “Proyecto Umbría”, del que ya he hablado en Babel. De ser un relato llamado “Cuento de invierno” pasó a convertirse en una novela llamada “Leonís”, y su proceso de escritura siguió un largo y tortuoso camino. Leonís es la historia de un hombre que intenta recuperar el pasado y descubre que nada fue como el creía que era. También es un relato de amor imposible, y una novela de misterio, y el retrato de un monstruo que nunca aparece, pero que siempre está presente, y una historia fantástica, y un cuento triste. Pero sobre todo Leonís es –pretende ser al menos- un destilado del invierno, un licor frío que te arde por dentro.


Cuando finalmente acepté publicar Leonís, sólo le pedí una cosa a la editorial: que me dejara coordinar la edición. Quería que Leonís fuese un libro diferente, un libro cuidado hasta el último detalle, un libro bonito como objeto. Así que me puse en contacto con mi buen amigo Miguel de Unamuno (tataranieto, sí, del escritor), que es un excelente diseñador y un gran artista, le dejé el borrador de la novela y le propuse que, si le gustaba, se ocupase de toda la parte gráfica del libro. Le gustó y aceptó.


Eso ocurrió hace casi exactamente un año. Durante todo ese tiempo Miguel y yo hemos estado en contacto, sea en persona, por teléfono o por Internet, preparando la edición del libro. La semana pasada terminamos de revisar las primeras galeradas. Está quedando precioso; lleno de detalles y símbolos, algunos fáciles de interpretar y otros ocultos (las capitulares, por ejemplo, ocultan secretos). En cierto modo, Leonís es un homenaje al libro material, en contraposición a ese fantasma de libro que es la edición electrónica. Además, es el único libro escrito por mí del que puedo hablar bien con toda desfachatez, porque no es sólo mío, sino también de Miguel.

Me gustaría haber colgado en esta entrada algunas de las ilustraciones realizadas por el señor de Unamuno para Leonís, pero problemas técnicos, o la ignorancia informática, me lo han impedido. A cambio, os dejos algunas obras suyas extraídas de su blog (cuya dirección podéis encontrar ahí al lado, en Universos Paralelos).

El libro se llama Leonís. Una historia de amor, magia, misterio y muerte, y aparecerá en febrero.