jueves, julio 22

La vida secreta de los fósiles

¿Tenéis imaginación? Vale, pues entonces imaginaos que estamos en un viejo café, sentados en torno a un velador de mármol blanco con vetas grises. Son las doce de la mañana y fuera, en la calle, cae un sol de plomo fundido, pero dentro del local reverbera el fresco zumbido del aire acondicionado. Estamos tomando unos cafés con hielo; si no te gusta el café, puedes pedir lo que quieras. La gente charla en voz baja; se escucha el tintineo de los vasos y las tazas. ¿De acuerdo? ¿Os lo imagináis? Pues ahora hablo yo...

John Lennon dijo que la vida es lo que ocurre mientras pasamos el tiempo haciendo planes. Reconozco que malinterpreté esta frase; creí que significaba que, aunque hagamos planes para el futuro, la vida acaba imponiendo su ley. Algo así como Los mejores planes de ratones y hombres a menudo se frustran y no nos dejan más que sufrimiento y dolor por el gozo prometido. Pero no, me equivocaba; Lennon pretendía decir algo muy distinto. Advertí mi error al darme cuenta de lo perdido y equivocado que estoy yo, de lo lejos que me encuentro de la vida y de lo cerca que me hallo de la fosilización.

No, no es nada grave, no os preocupéis. Se trata de algo íntimo, emocional y, supongo, estúpido. Veréis, no es lo mismo oír una música que escucharla, no es lo mismo ver algo que contemplarlo, no es lo mismo estar en un lugar que sentir ese lugar y no es lo mismo pasar por la vida que vivir la vida. Todo depende del grado de atención, de la disposición mental que adoptemos ante la existencia. Y me parece que también de la edad. Quizá sólo sea eso: lo asquerosamente viejo que me estoy volviendo.

Cuando yo era un niño, un adolescente, un joven, sentía la vida con minucioso detalle. Recuerdo cómo me fascinaba la distinta forma de incidir la luz a lo largo del día, o las plantas que crecían salvajes en las cunetas, o una calle desierta en la noche, o el rumor del viento en las copas de los árboles, o el universo de polvo que flotaba en un rayo de luz. Cada estación del año tenía un sabor distinto y yo era plenamente consciente de los cambios que se producían; los primeros brotes de la primavera, las tormentas de comienzos de verano, los inaugurales fríos del otoño, la oscuridad del invierno. Entendedme: no me limitaba a percibir todo eso, lo sentía, formaba parte de mí. Es la diferencia que hay entre ver una fiesta o participar en ella.

Hace varias eras geológicas, cuando tenía catorce o quince años, la cama de mi dormitorio estaba situada frente a una ventana cuyas cortinas solía correr cuando me iba a dormir. Pero una noche de primavera olvidé hacerlo y, a eso de las tres o las cuatro de la madrugada, algo me despertó: una luminosidad intensa. Abrí los ojos y, a través de la ventana, vi flotando en el cielo una inmensa Luna llena que bañaba de luz la habitación. Fue algo sencillamente hermoso; como si la Luna se hubiera colado por la ventana para despertarme y charlar un rato conmigo. La casa se hallaba en absoluto silencio. Me levanté y abrí la ventana. Por aquel entonces, mis padres no me dejaban fumar, pero yo lo hacía a escondidas. Saqué un Bisonte del paquete, lo prendí y comencé a fumar acodado en el alfeizar, sintiendo en la piel el frescor de la noche, mirando la Luna. Así de simple: me fumé un pitillo con la Luna. Pero os juro que fue uno de los momentos de mayor felicidad que he experimentado en mi vida. Porque lo sentía todo, era parte de todo, y todo era hermoso y correcto. ¿Podéis entenderlo?

Ya ni me acuerdo de cuándo fue la última vez que sentí algo así. Hoy es 22 de julio, llevamos un mes de verano y ni me he dado cuenta. Vale, sí, he captado que los días son más largos y que hace un huevo de calor. Pero no me afecta, ni siquiera la temperatura: conecto el aire acondicionado de mi despacho y aquí me tenéis, disfrutando de unos agradables 22 grados mientras fuera el asfalto se cuece a treinta y tantos. Ya no saboreo el verano, ni ninguna otra estación del año, ya no “siento” casi nada. Antes, el presente era un territorio inmenso y prodigioso, ahora sólo es la antesala del futuro, un autovía por la que discurro sin fijarme en el paisaje. El presente no existe para mí, el pasado está muerto y el mañana sólo es un fantasma. ¿Se puede estar más perdido?

La cuestión es, ¿por qué me ocurre esto? Pues por lo que dijo Lennon: porque mientras la vida pasa a mi lado, yo tengo la cabeza ocupada haciendo planes. Aunque no tienen necesariamente que ser planes; la cuestión es que, en vez de centrarme en el ahora, parte de mi mente está siempre en otro lugar. No sé exactamente cuándo comenzó a pasarme eso; se trata en cualquier caso de algo progresivo, como la presbicia; creo, con todo, que empezó durante los últimos años que me dediqué a la publicidad. Y empeoró cuando me reconvertí en escritor.

Me paso la vida pensando en mis historias, imaginando tramas y personajes; siempre estoy en otra parte, como los sabios despistados, solo que sin ser sabio. La realidad, para mí, suele ser doble: está la que veo y está la que imagino. Por ejemplo, la novela que estoy escribiendo ahora transcurre parcialmente en Spistsbergen, una isla del Ártico situada cerca del Polo Norte. Nunca he estado ahí, pero para describir algo debo verlo, “sentirlo”, en mi imaginación. Así que leí sobre Spitsbergen, me metí en Internet y me tragué todas las fotografías y videos que encontré sobre esa isla. Y al cabo de un buen rato, cuando estaba contemplando las imágenes de un documental, logré “sentir” ese lugar. Sentí en los pies la grava negra de una playa desierta, y en la piel la fría sequedad del aire; noté los rayos de un sol mortecino que apenas calentaba, vi un glaciar inmenso desembocando en un mar escarchado y, sobre todo, percibí la inmensa soledad de aquel desierto helado, una soledad exótica, abrumadora y jubilosa a la vez. Era como el fin de los tiempos, como el helado declinar futuro de nuestro planeta. Y os juro que eso resultaba más real que mi despacho, más auténtico, evocador e intenso que cualquier otra cosa que suela experimentar en mi vida cotidiana. Pero todo era imaginario. Vivo en una realidad virtual dentro de mi cerebro. Menuda cagada.

Entendedme, no reniego de mi imaginación; me encanta tenerla, es uno de mis escasos tesoros; lo que pasa es que antes la utilizaba para “sentir” lo que me rodeaba, el presente, y ahora ya he dejado de hacerlo. Porque me paso la vida haciendo otros planes.

Vale, estoy exagerando un pelín; cuando me centro, cuando me preparo mentalmente para ello o algo me sobrecoge de algún modo, todavía soy capaz de saborear ciertos momentos con intensidad. Y siempre me ocurre cuando viajo a lugares que no conozco. Por eso me encanta viajar.

Me largo, me abro, me las piro. Dentro de poco, Pepa, nuestros dos okupas y yo iremos a Formentera para pasar una semana, mi mujer tostándose al sol y Óscar, Pablo y yo peleando por la sombra de la sombrillas. Luego volveremos a Madrid y quizá, sólo quizá, escriba otra entrada más (vete tú a saber sobre qué), porque una semana después, Pepa y este vuestro seguro servidor, libres de filiales parásitos, pasaremos quince días recorriendo Escocia.

Un beso y felices vacaciones, por si acaso. Ah, y no seáis como yo, que cada vez tengo más cara de trilobite.

martes, julio 13

Fiesta

Permitidme explicaros cómo está el asunto en mi familia: en una escala del uno al diez, a mi hijo Pablo el fútbol le interesa 0, a Pepa, mi mujer, le interesa 7 y a Óscar, mi hijo mayor, le interesa 10 (porque no hay 11). En cuanto a mí, digamos que mi nota es un 5 raspado, un aprobadillo por los pelos. Muchas personas adictas a la cultura suelen contemplar al fútbol y a sus aficionados por encima del hombro, con desprecio, como si interesarse por algo tan vulgar y popular como el balompié supusiese un descrédito intelectual. Supongo que eso es una forma como cualquier otra de elitismo, y también un eco de los tiempos en que el viejo dictador hijoputa usaba el fútbol como anestésico social. Pero dejémonos de chorradas: en un mismo cerebro pueden convivir Cruyff o Di Stéfano (por citar dos viejas glorias del Barça y del Madrid) con Wittgenstein o Nabokov (por citar a otras dos viejas glorias que no recuerdo en qué equipo jugaban).

No, la razón de mi relativo desinterés por el fútbol no es el elitismo, sino el hecho incontrovertible de que la mayor parte de los partidos son muy aburridos. ¿Por qué? Porque en el fútbol, las técnicas defensivas son más eficaces que las ofensivas (por eso hay tan pocos goles por encuentro), y muchos equipos juegan al cerrojazo o a destruir el juego ajeno en vez de construir el propio, todo lo cual puede (y suele) convertir ese deporte en un coñazo. Por eso prefiero el baloncesto, que es mucho más rápido y cuyas técnicas defensivas son un arte incruento similar a la danza. No obstante, también puedo disfrutar con un buen partido de fútbol, sea por su calidad, sea por su emoción.

Os voy a dar una noticia que, a buen seguro, no conocéis: la selección española ha ganado el campeonato mundial de fútbol. Y yo me alegro, qué coño. Estoy seguro de que los medios de comunicación comenzarán a hablar de la “furia española”, igual que hicieron cuando la selección ganó el europeo, pero es mentira. La “furia española”, ese estilo de juego más basado en la genitalidad que en la cabeza, fue lo que nos mantuvo en la mediocridad futbolística durante décadas y décadas. No, amigos míos, la Roja ha ganado practicando un juego inteligente, un juego preciosista de encaje, escuadra y cartabón, un juego similar a una telaraña de pases que dejaban al contrario sin lo básico para jugar al fútbol: el balón. Bueno, practicando o intentando practicar ese juego, porque las selecciones con las que se ha enfrentado, salvo Alemania, se lo han puesto difícil mediante las feas técnicas destructivas del cerrojazo y la caña. Pero al final, como en los westerns, el pistolero bueno ha tenido más puntería que los malos.

En fin, las lecciones futboleras que me inculcan Óscar y Pepa no bastan para convertirme en un connaisseur del tema, pero ¿cuándo se ha visto que la ignorancia selle mis labios? No en este universo, desde luego, así que ahí van unas cuantas opiniones sobre este mundial.

La selección española es, posiblemente, la que practica un juego mejor, más preciosista y más técnico. Pero le falta pegada. Con Torres desaparecido en combate, el único jugador rompedor ha sido Villa, y si Villa no brillaba a la Roja le costaba un huevo marcar un gol. Pero ahí reside parte de su grandeza: son un grupo compacto donde nadie sobresale por encima de los demás, un grupo en el que cualquiera puede marcar, incluso un defensa como Puyol.

En segundo lugar, no hay que olvidar que la Roja y su brillante juego tienen su origen en una persona: Luis Aragonés. Un entrenador que me cae fatal, pero justo es reconocer que fue él quién ideó el sistema, lo afinó y lo puso en práctica. Y Vicente del Bosque, técnico inteligente, lo ha mantenido y perfeccionado. Me cae bien del Bosque; es un hombre discreto y amable, una buena persona y un magnífico entrenador. Me sentó como el culo que el gilipollas de Florentino Pérez le echara y, además, con mal estilo; así le ha ido al Madrid. No sabía que tenía un hijo con síndrome de Down; fue bonito ver ayer al chaval con su padre en el autobús que llevaba en comitiva al equipo.

En tercer lugar, hay que reconocer que la selección que mejor juego desplegó durante el mundial, junto con la Roja, fue la de Alemania. Se enfrentaron a España jugando a eso, al fútbol, y les salió mal, pero demostraron un gran potencial que, sin duda, se plasmará en un futuro cercano. Además, encajaron la derrota como caballeros, comenzando por su entrenador, Joachim Low, que demostró tener mucha más clase que, por ejemplo, el capullo de Bert van Marwijk, el psicopático entrenador holandés, o el bocazas de Maradona, que probablemente ha sido el mejor futbolista de la historia, pero que ahora sólo es una ridícula caricatura de sí mismo.

En cuarto lugar... Veréis, admiro profundamente a Holanda, un país democrático y tolerante que debería ser un ejemplo para todos. Pero su selección no sólo ha manchado el nombre de su país, sino que ha traicionado el espíritu de la memorable Naranja Mecánica de Cruyff. Porque en el partido que jugaron contra España, esa final agónica y enervante, se dedicaron más al karate que al fútbol. Comprendiendo que no podían jugar de tú a tú con la Roja (porque les falta el talento necesario), optaron no ya por destruir el juego de nuestra selección, sino por destruir a los propios jugadores españoles. Hay algo peor que perder: perder con mal estilo. Eso es lo que hicieron los holandeses.

Por último, reconozco que esta selección nuestra me cae bien. Al no haber estrellitas, todos forman un piña, como un grupo de amigos de toda la vida que se reúnen los fines de semana para jugar al futbol. Pero, dejando aparte a Pepe Reina, ejemplo de lo locos que pueden llegar a estar los porteros, confieso que siento debilidad por Iker Casillas. No sé si es el mejor portero del mundo, aunque estoy seguro que sí es el mejor en el mano a mano, pero no se trata de eso. Casillas me cae bien porque parece un buen tío, y me maravilla que, siendo una estrella del fútbol, siga comportándose como lo que siempre ha sido: un chaval de Móstoles. Pero es que, además, Casillas ha protagonizado en este mundial tres momentos que me han parecido emocionantes. Cuando Puyol marcó el gol que clasificaba a España para la final, Casillas no hizo ningún gesto de alegría; dejó caer los brazos, se dio la vuelta lentamente y entonces se vio que tenía los ojos llenos de lágrimas. Después, en la final, cuando Iniesta reventó la portería holandesa, Casillas se echó a llorar y no pudo parar de hacerlo hasta que el inútil del árbitro tocó el pito. Por último, sí, el besazo que le soltó a Sara Carbonero, su novia, cuando ésta intentaba entrevistarle. Me pareció espontáneo y tierno, sobre todo porque Sara Carbonero es una mujer altamente besable.

Vale, eso es lo que opino de este mundial; pero la última pregunta sería: ¿es para tanto? La selección española ha ganado el campeonato mundial de fútbol, pero eso no cambia nada; seguiremos con la misma crisis y los mismo problemas que teníamos antes, así que ¿a qué viene tanta alegría? ¿Qué hemos ganado realmente? Nada; el fútbol sólo es un deporte, nada más. Así pensaba yo hasta no hace mucho tiempo, pero he cambiado de idea. Vamos a ver: el deporte es el gran espectáculo mundial, y de entre todos los deportes, el más seguido en todo el mundo, el que más pasiones despierta, el que más se practica y contempla, es el fútbol. En las últimas décadas, el deporte español ha obtenido éxitos insospechados. Ahí está la selección de baloncesto, y los tenistas con Nadal a la cabeza, y los ciclistas, y Alonso en la Fórmula 1, y las nadadoras de sincronizada, y ahora la selección de fútbol. Pues bien, el publicitario que yace en mi interior os pregunta: ¿os imagináis lo que vale eso como campaña de imagen? Literalmente, no habría dinero suficiente para pagarla. Pondré un sólo ejemplo: Gasol ha hecho mucho más por dar a conocer España entre los norteamericanos que todas las acciones promovidas con tal fin por parte del gobierno. Los éxitos internacionales de los deportistas españoles nos brindan la posibilidad de sacarle un partido extraordinario a la marca “España”. Aunque, claro, no basta con la imagen. Si nuestros políticos dejaran de perder el tiempo dándose garrotazos mutuamente en ese estúpido guiñol en que han convertido nuestro parlamento, quizá pudieran aprovechar esta magnífica oportunidad de potenciar la industria y el turismo español. Pero, claro, conseguir que los políticos sean eficaces es mucho más difícil que ganar un mundial.

En cualquier caso, no se trata sólo de los efectos prácticos; también cuentan las emociones. Hace cuatro años, cuando estaba escribiendo El juego de Caín, un thriller ambientado en el mundo del fútbol, llegué a un punto en el que un personaje, Óscar Mayoral, debía explicarle a Carmen Hidalgo, la prota, en qué consiste la grandeza del fútbol. Por aquel entonces yo pensaba que el fútbol sólo era un deporte sobrevalorado, así que me tuve que meter en la piel del personaje –un exfutbolista- para encontrar argumentos. Y los encontré en el segundo gol que Maradona le metió a Inglaterra en el mundial de México. Me puse en el lugar de un aficionado argentino, recién humillado por los ingleses en las Malvinas y con la economía del país hecha un desastre, e intenté imaginar qué sintió cuando Maradona, el sólito sin ayuda de nadie, marcó aquel gol que clasificaba a Argentina para la final y eliminaba a Inglaterra. Y lo que sintió fue un éxtasis de felicidad. Vale, pasado el mundial, Argentina seguía empobrecida y sin Malvinas, pero los argentinos se habían tomado la revancha, aunque fuese de un modo simbólico. Y lo habían hecho ante el mundo entero y sin derramar sangre.

¿Qué tiene de bueno haber ganado el mundial de fútbol? Los momentos de felicidad que esa victoria ha provocado en tantísima gente, entre otros en mi hijo Óscar, en mi mujer o en mí mismo. “Gracias a Iniesta estamos de fiesta”, gritaba la gente por las calles. “Fiesta”, qué bonita palabra y qué palabra más malentendida. Una fiesta popular que se extiende por toda la escala social, una explosión de felicidad, optimismo y buen rollo. ¿Que es una felicidad estúpida basada en nada y que sólo durará un par de días? Vale, pero no deja de ser felicidad y la felicidad, todos lo sabemos, nunca dura mucho. ¿Que ese optimismo sólo está fundado en fantasías? De acuerdo, pero ¿qué tienen de malo las fantasías cuando son inofensivas? ¿Que el buen rollo se esfumará en cuanto la puta realidad se imponga? Por supuesto, pero no veo ningún problema en olvidar un rato ese coñazo que es la realidad. En el fondo, todo esto me recuerda un poco a los fuegos artificiales: no valen para nada y hacen ruido, pero son bonitos y te alegran durante un rato la existencia.

Algunos dirán que todo lo que rodea a esto de haber ganado el mundial es una exageración, una estupidez, y se quejarán de las molestias que el júbilo popular les ocasiona. Hoy mismo he visto en el blog de un amigo un post orientado en ese sentido. Yo también pensaba así hasta hace no mucho. Pero, mirad, aunque no participéis del jolgorio general, aunque os parezca una soplapollez tanto alboroto por un mero deporte, no os quejéis y acoged esa bulliciosa, tonta e irreal erupción de felicidad sin quejaros, con una sonrisa en los labios, como cuando contempláis los juegos de unos niños. No seáis como esos vecinos cascarrabias que empiezan a dar golpes en las paredes cuando alguien organiza una fiesta en su casa. Un buen vecino no sólo es aquel que procura no molestar a los otros, sino quien además tolera con paciencia las ocasionales molestias que puedan provocarle los vecinos. No seáis tan serios, coño; relajaos y fingid que os alegra el golazo de Iniesta, porque motivos para la circunspección nunca nos van a faltar.



lunes, julio 5

Nazismo literario

El otro día, visitando el blog de una amiga, leí un comentario donde se afirmaba que la mayor parte de lo que leen los jóvenes no es literatura. El comentarista se refería, supongo, a la serie “Crepúsculo”, o a las novelas de Moccia, o a Harry Potter; pero eso da igual, el caso es que no decía que la mayor parte de lo que leen los jóvenes era mala literatura, sino que NO era literatura. No se trata ni mucho menos de un comentario aislado; ¿cuántas veces hemos oído decir que lo que hacen autores como Dan Brown, Corín Tellado, Clive Cussler o Nora Roberts no es literatura? Y si no es literatura, ¿qué es? Ahí las respuestas varían, aunque siempre son despectivas y, por lo general, metafóricas. No, no es literatura, sino marketing, o pornografía sentimental, o un “producto industrial”, o sensacionalismo, o un tebeo, o simplemente basura.

El caso es que no acabo de entender ese criterio. Vamos a ver, recurramos al diccionario confiando en que la semántica nos ayude. Según la RAE, la primera acepción de la palabra “literatura” es: Arte que emplea como medio de expresión una lengua. Ahora vamos a ver qué nos dice acerca de la palabra “arte”: Manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros. Así pues, y dejando aparte eso de “desinteresada” (que no acabo de entender), comprobamos que en ninguna de las dos definiciones se menciona la calidad del producto artístico. Lo cual implica que puede haber arte bueno y arte malo; o, dicho de otra forma, que una obra de arte por ser mala no deja de ser arte.

Entonces, ¿por qué tanta gente se empeña en que sólo es literatura la buena literatura? Me apresuro a aclarar que ese criterio se aplica a todas las ramas artísticas; por ejemplo, una marina hortera no es pintura, igual que un canción de Georgie Dann no es música. Pero centrémonos en la literatura; ¿por qué no nos limitamos a decir que determinada novela es una mierda y en vez de ello lo que hacemos es negar su naturaleza? Por elitismo, supongo.

Hay otra palabra que nos puede servir de ayuda para entender el asunto: “humano”. Cuando alguien es buena persona se dice que es muy humano, y los actos bondadosos se denominan humanitarios. Por contra, las acciones deshonestas y execrables se tildan de inhumanas y los individuos perversos que las cometen son eso, inhumanos. Cuatro de las cinco acepciones que recoge el diccionario sobre la palabra “humano” rezan lo siguiente: 1. adj. Perteneciente o relativo al hombre. 2. adj. Propio de él. 4. m. Ser humano. 5. m. pl. Conjunto de todos los hombres. Pues bien, si algo está claro es que los humanos somos capaces de lo mejor y de lo peor, que tan humano es quien le prende fuego a un hospicio como quien se juega la vida por salvar a los niños que hay dentro. Sólo la quinta definición (que es la tercera por orden de aparición) le concede a la palabra “humano” un significado ético: 3. adj. Comprensivo, sensible a los infortunios ajenos. Pero esta definición procede del uso del lenguaje, no de una observación objetiva de la realidad.

Los seres humanos somos elitistas; nos consideramos la cúspide de la evolución y tenemos un elevado concepto de nosotros mismos, así que trazamos una frontera invisible y ponemos en un lado todo lo bueno; eso es la humanidad. Luego ponemos en el otro lado todo lo malo, y eso es la inhumanidad. Y una vez hecho eso, ya tenemos licencia los seres humanos para ser inhumanos. Permitidme que os explique esto con un ejemplo. Mucha gente (en USA, sin ir más lejos, la mayoría) cree que el asesinato debe ser castigado con la pena de muerte. Es decir: el mayor crimen que puede cometerse es matar a una persona, porque la vida humana es sagrada, y para castigar ese acto... se mata a otra persona. Si lo analizáis fríamente, ¿no os parece un razonamiento notablemente contradictorio? Pues bien, no lo es siempre y cuando te convenzas de que el asesino, por serlo, deja de pertenecer al género humano. Es decir, si lo malo es inhumano, y dado que un asesino es evidentemente malo, está claro que el asesino ya no pertenece a nuestra supuestamente bondadosa especie, de modo que se convierte automáticamente en un animal que puede ser sacrificado sin el menor problema de conciencia.

¿No os habéis preguntado alguna vez cómo es posible que tantos honrados y amables ciudadanos alemanes se convirtieran, durante la Segunda Guerra Mundial, en crueles guardianes de campos de concentración? Sencillo: bastó con convencerles de que los judíos no eran seres humanos, sino alimañas peligrosas para la auténtica humanidad (aria, por supuesto). Una vez que deshumanizas a tu víctima, ya puedes hacer con ella lo que quieras. Es muy difícil no sentir empatía por un niño, pero muy fácil no sentirla por una cría de rata.

Vale, me he pasado del tema tres pueblos, pero no olvidemos que los nazis, antes de dedicarse a gasear a los hijos de Israel, comenzaron quemando libros. Y, en el fondo, eso es lo que hacen, en función de su criterio estético, quienes deciden qué es y qué no es literatura: quemar libros. Metafóricamente, pero quemarlos.

Aunque, vamos a ver, en el fondo ¿qué importa esto? Estoy convencido de que las novelas de Dan Brown, Corín Tellado, Clive Cussler o Nora Roberts son malísimas, así que ¿qué más da si las consideramos o no literatura? Son pura mierda; finjamos que no existen. A fin de cuentas, amamos la literatura, ¿no es cierto? Para nosotros, es tan hermosa como un diamante; por tanto, lo mejor que podemos hacer es eliminar todas las impurezas para que esa piedra preciosa relumbre en todo su esplendor. ¿Qué tiene de malo eso?

Pues que no está tan claro. No existe ningún sistema infalible, único y universal para evaluar la calidad de un texto literario. En los extremos es evidente, por supuesto; estoy seguro de que los relatos de Borges o las novelas de Nabokov son exquisita literatura, igual que sé con certeza que los escritos de Mickey Spillane o Danielle Steel son infumables. Pero, ¿que ocurre en la zona central? ¿Qué pasa con autores como Somerset Maughan, Pío Baroja, Julio Verne, Robert Silverberg, Jim Thompson, P. G. Wodehouse, Stephen King o Conan Doyle? Sus escritos ¿son literatura o no? Alto, alto, no os apresuréis a responder; no he elegido esos ejemplos al azar, sino porque me consta que todos ellos han sido vilipendiados en algún momento por algún “ario literario”. De hecho, he visto arrojar a la basura de la “no literatura” géneros completos. Aún más: todos los géneros, sin excepción. Porque, a la hora de ser nazi, se puede ser muy, pero que muy nazi.

Y es que, lo repito, en esa zona central, en esa “clase media” literaria, las cosas no están ni medio claras. Según los criterios que se elijan, un mismo texto puede ser una obra maestra o una mediocridad. Y, lo más perturbador de todo, esos criterios varían. La prosa del mejor prosista actual sería considerada paupérrima por cualquier escritorzuelo del Siglo de Oro, y la prosa romántica, que durante tanto tiempo reinó en el siglo XIX, hoy se nos antoja insoportablemente afectada. Lo que antaño fue mera literatura popular sin importancia (El Quijote, sin ir más lejos), hoy es altísima literatura. Y es que hay muchas formas de juzgar un libro, muchos apriorismos que podemos aplicar o no; pero negarle a un texto, por malo que sea, su condición de literatura, es practicar, sencillamente, el nazismo literario.