viernes, mayo 28

Perdidos en Perdidos

Ya está, hace una semana llegó el final de LA SERIE, y con él una catarata de decepciones. Tranquilos, no voy a desvelar en qué consiste dicho final, entre otras cosas porque no hay nada que desvelar. Digamos que se trata de un the end abierto que no explica casi ninguno de los misterios de la isla.

¿Convierte esto a Perdidos en una mala serie? ¿Le da la razón a quienes, barruntando que algo semejante iba a ocurrir, dejaron de verla? ¿Nos han timado? Pues hombre, todo depende del punto de vista. Desde luego, lo ideal hubiera sido que el final cerrara todos los cabos sueltos y explicara hasta lo de los puñeteros osos polares, pero yo no albergaba la menor esperanza, pues hace tiempo que me di cuenta de que era imposible justificar de forma coherente todo lo que sucedía en la isla. Aún así, seguí viéndola. ¿Por qué?

Comencemos por el principio. Perdidos nunca ha sido un producto novedoso ni revolucionario. En realidad, se trata de narrativa clásica basada en un arquetipo clásico. ¿O es que os creéis que esta serie hubiera existido de no ser por el viejo Verne y su La isla misteriosa? Vale, arquetipos clásicos: isla perdida + robinsones. Narrativa clásica: un grupo de personas variopintas -a quienes iremos conociendo conforme avance la narración- metidas por accidente en una situación límite. Digamos que Perdidos es, en principio, una mezcla de La isla misteriosa, El señor de las moscas y Aeropuerto. Y un poquito de King Kong, por qué no. Nada nuevo. Entonces, ¿qué la ha convertido en un acontecimiento social?

En primer lugar, es un relato de aventuras en estado puro; un género éste que, en su forma clásica, lleva mucho tiempo casi ausente de las pantallas (grandes o pequeñas) y de la literatura. Pero a todo el mundo le gusta la aventura clásica, como demuestra la saga de Indiana Jones o la trilogía inicial de Star Wars. Lo único que ha hecho el bueno de J.J. Abrams es modernizar y actualizar unos arquetipos aventureros clásicos que siempre funcionan cuando se usan con habilidad.

En segundo lugar, Perdidos está narrada con lenguaje cinematográfico. No es la primera serie que lo ha hecho, por supuesto, hay muchas (Deadwood, Roma, Carnivale...); no obstante, creo que sí es la primera que ha aplicado la gramática del cine a la aventura. ¿Importa eso? Pues en este caso sí, porque el género aventurero exige de algún modo la amplitud panorámica y espectacular del cine, mientras que ese supuesto lenguaje televisivo basado en el plano corto y la cámara estática va en detrimento del género. Por otro lado, el dinero invertido en la producción se nota y se agradece.

Ahora permitidme un inciso. ¿Qué otra serie de TV ha tenido tanto impacto social como Perdidos? Que yo recuerde, sólo Twin Peaks, la célebre producción de Lynch y Frost de principios de los 90. Es posible que algunos no lo recordéis, pero llegaron a venderse camisetas con el lema “Yo maté a Laura Palmer” y el episodio donde por fin se descubría al asesino creo una expectación similar al final de Perdidos. En fin, no fue un acontecimiento tan grande como el actual, pero es que entonces no existía el fenómeno Internet. ¿Qué tienen en común Twin Peaks y Perdidos? Pues el tratamiento cinematográfico, una galería de personajes atractivos e interesantes, y el misterio.

La tercera razón del éxito de Perdidos es, evidentemente, el misterio. Pero no sólo el misterio global que constituye el eje de la serie (¿qué es la isla?), sino una constante sucesión de enigmas que, al final, han demostrado ser tramposos.

En cuarto y último lugar, la galería de personajes. Perdidos es, fundamentalmente, una serie de personajes; de buenos personajes con buenas historias. ¿Estereotipos?, en muchos casos sí, pero muy hábilmente empleados. Tenemos dos modelos de tío bueno: el tío bueno bueno, Jack, y el tío bueno malo, Sawyer (todas os quedáis con Sawyer, ¿eh, merodeadoras?); tenemos el aventurero con un toque místico, Locke; tenemos el gordito simpático, Hurley; tenemos el hombre de acción de turbio-pasado-pero-en-el-fondo-buen-corazón, Sayid; tenemos la tía buena al estilo Howard Hawks con un toque melancólico, Kate (por cierto, ¿soy el único que se ha enamorado de Evangeline Lilly?); tenemos el tío raro y simpático, Desmond... y la pareja de ancianos encantadores, Rose y Bernard, los exóticos, Sun y Jim-Soo, el malvado odioso, Ben, el bala perdida frágil y entrañable, Charlie, la rubia tonta, Shannon... Vamos que hay de todo. Pero no es sólo la variedad; lo cierto es que son personajes bien dibujados, atractivos y con historias interesantes. Y lo que es muy importante: sostenidos por un casting impecable.

Podría seguir intentando desentrañar las razones para el éxito de Perdidos, pero no vale la pena; aún así, me dejaré una, la última, para más adelante. La cuestión es: ¿me ha decepcionado el final de Perdidos? Sí, por supuesto; no sólo porque no explica nada, sino porque tiene un toque místico-religioso que a mí, personalmente, me toca los eggs. Y es que, uno de los problemas, quizá el principal, que planteaba Perdidos, consiste en que, aparte del marco aventurero, su temática siempre ha oscilado entre la ciencia ficción y la fantasía pura; dos géneros que, pese a pertenecer a la misma familia literaria, son por lo general antitéticos. Dar respuestas fantásticas a planteamientos de ciencia ficción no sólo es un recurso tramposo, sino además equivocado, pues la verosimilitud (el pacto de suspensión de la incredulidad que has alcanzado con el lector/espectador) se va a la mierda. Eso, aparte de no dar la menor respuesta, es lo que le ha sucedido al final de Perdidos.

No obstante, me pregunto cuántas buenas series de TV han concluido con un final de altura y, la verdad, no recuerdo ninguna. Remontándome al pasado, hubo una serie a mediados de los 60 que fue, y sigue siendo, de culto (aunque minoritario, eso sí). Me refiero a El prisionero, producida y promovida por Patrick MacGoohan. En esta serie y durante 17 capítulos, se planteaban dos misterios: quién era el Número 1, el líder de La Villa, el surrealista balneario/cárcel donde está encerrado un ex agente secreto sin nombre, el Número 6, y por qué éste dimitió del servicio secreto. Pues bien, el capítulo final no sólo no respondió a ninguno de estos dos enigmas, sino que además consistió en una especie de desmadre pop que venía a decir: “¿y qué coño importa?”.

El desenlace de Twin Peaks también defraudó a sus seguidores, y el fundido a negro de Los Soprano nos dejó a muchos con una ceja levantada. Prison Break... bueno, tras la modélica primera temporada se fue a hacer puñetas en la segunda. Y es que en general, el gran problema de muchas series de TV (sobre todo las que cuentan con una trama general) es que, si no tienen éxito, la serie se suspende abruptamente sin cerrar la trama (por ejemplo, Carnivale), y si tienen éxito, la serie se estira y se estira, complicándose sin sentido. Y el ejemplo perfecto es Perdidos, que se expandió con una huída hacia delante no demasiado reflexiva.

Entonces, ¿considero Perdidos una serie fallida y desechable? Pues mirad, fallida sí, por supuesto, porque uno se queda un poco con la sensación de que le han tomado el pelo. Pero desechable... ni mucho menos, para nada. Me alegro de haberla visto.

Porque aún queda por comentar lo que yo considero la última razón del éxito de Perdidos: su tono onírico, su capacidad de evocación y sugerencia. Esta serie comparte con Twin Peaks un aspecto más: ambas se desarrollan en una realidad irreal, en un mundo semejante el de los sueños. Y por tanto en un mundo que no tiene por qué ser coherente. Hay demasiadas ideas sugestivas y fascinantes en Perdidos, demasiados buenos momentos teñidos de misterio, como para tirar la serie a la cesta de las inutilidades. Esa señal de radio repitiendo una y otra vez un mensaje en francés, esas escotillas que conducen al subsuelo de la selva, esa Iniciativa Dharma tan setentera, esos bramidos que hielan la sangre mientras contemplamos a lo lejos cómo los árboles se agitan bruscamente delatando la presencia de algo monstruoso (puro King Kong y su Isla de la Calavera), esa valla de postes retro-futuristas destinada a impedir el paso de un ser terrible, ese coloso de piedra del que sólo queda un pie inhumano...

Personalmente, prefiero conservar en la memoria todos los buenos momentos que me ha proporcionado Perdidos a lo largo de sus seis temporadas, todas las ideas sugerentes, todos los personajes atractivos, y olvidarme de ese final tan tramposo y ecuménico (fijaos en la vidriera de la iglesia). De hecho, ya lo he olvidado.



Nota: La chica de abajo, aunque no lo parezca, es Evangeline Lilly.



lunes, mayo 24

Un vistazo al infierno

Mis disculpas, merodeadores, por haber descuidado Babel durante demasiado tiempo. Tenía comprometida la fecha de entrega de una nueva novela y las últimas semanas me he dado una panzada de escribir. Supongo que más de una vez me habéis oído/leído mencionar que odio escribir... Y lo odio, es trabajoso y yo soy un vago vocacional. Aunque también sabréis que añado: ...pero adoro haber escrito. Así que aquí me tenéis ahora, encantado con esas casi doscientas páginas que se amontonan en un archivo de mi procesador de textos. En estos momentos me parecen una mierda, bazofia inmunda, caca de la vaca, un texto espantoso que no merece, no ya ser publicado y leído, sino simplemente existir. Pero eso me sucede siempre que acabo un relato; y a lo mejor tengo razón, pero no importa. He escrito, el texto está ahí, dentro de una o dos semanas lo corregiré y, quién sabe, puede que entonces no me parezca tan malo.

Se trata de una novela llamada provisionalmente “El asunto Miyazaki” y será editada y lanzada en formato digital. También se trata de la primera novela de ciencia ficción que escribo en mucho tiempo, aunque, eso sí, ambientada en la actualidad. Ya os iré contando.

Bueno, ¿y ahora de qué hablamos? De televisión, por ejemplo. Hace una semana vi el décimo y último capítulo de The Pacific, la producción de Spielberg y Tom Hanks para la HBO, que trata sobre la guerra del Pacífico, EE UU Vs. Japón. Pues bien, reconozco que esa serie me ha sorprendido y mucho. Había visto Hermanos de sangre, la anterior serie de Spìelberg-Hanks centrada en la Segunda Guerra Mundial en Europa, y me pareció un producto excelentemente producido y realizado, pero quizá demasiado convencional. Nada de lo que contaba me resultaba nuevo. Pues bien, la sorpresa consiste en que The Pacific también es, como su serie hermana, un producto impecable, pero muchísimo menos convencional.

La diferencia estriba en que Hermanos de sangre narraba una gesta, mientras que The Pacific describe un viaje al infierno. Y es curioso, porque la guerra del Pacífico fue protagonizada en exclusiva por los norteamericanos (y los japoneses, claro), y además como respuesta a un ataque traicionero (la única agresión bélica que han sufrido los yanquis en su territorio, si descontamos el 11-S). Es decir, el asunto invitaba a la soflama heroica y patriotera. Pero no, qué cosas.

The Pacific no es una serie de “hazañas bélicas”; lo cual no quiere decir que no haya escenas de acción y batalla, por supuesto (la mayor parte de ellas deudoras de los treinta magistrales primeros minutos de Salvar al soldado Ryan). Pero no van por ahí los tiros, y nunca mejor dicho. De hecho, en varios capítulos prácticamente no hay acción bélica. Porque The Pacific no se centra en los aspectos aventureros y espectaculares de la guerra, sino en lo que la guerra le hace a los hombres y mujeres que están involucrados en ella. O destrozarlos, o endurecerlos. O las dos cosas a la vez.

Apenas hay margen para el heroísmo en The Pacific. Los japoneses casi nunca se presentan más que como siluetas o sombras apenas entrevistas en el fragor de la batalla, y cuando la cámara muestra sus rostros, siempre aparecen como víctimas de la violencia, en ocasiones desmedidamente cruel, desatada por sus enemigos, los supuestos héroes de la función, los americanos. En la serie, los japoneses son una especie de enemigo abstracto, ni particularmente odioso, ni particularmente inhumano; el reflejo, en realidad, de las tropas yanquis, pues unos y otros, aparte de luchar en distintos bandos, son lo mismo: soldados llenos de temor que matan, no por ideales, sino por intentar sobrevivir.

A decir verdad, en The Pacific el verdadero horror no es lo que aparece en las escenas bélicas, con la muerte, las mutilaciones y la sangre salpicando el objetivo de la cámara. Todo eso ya lo hemos visto antes. No, lo verdaderamente espantoso se produce antes y después de las batallas. Esas tropas yanquis abandonadas a su suerte por el alto mando en una isla sin agua, ese soldado norteamericano arrancando con su bayoneta las muelas de oro de los cadáveres japoneses, esa isla donde no se puede cavar ni una trinchera, pues en cuanto se dan tres paletadas aparece un cadáver putrefacto, esa mujer que rechaza el amor de un soldado porque está convencida de que él va a morir y no quiere llorarle...

El último (y magistral) capítulo de The Pacific ejemplariza a la perfección el tono de la serie. En él se relata el regreso de los soldados a sus hogares; pero no el de aquellos combatientes que volvieron a casa nada más acabar la guerra, sino el de los efectivos que permanecieron en los territorios ocupados y que no pudieron regresar a su país hasta un año después, cuando ya no había muchedumbres aclamándoles ni desfiles en su honor, cuando la gente, el pueblo, ya se había hartado de héroes y lo único que quería es olvidar la guerra.

Este episodio final narra, entre otras cosas, el modo en que retoman sus vidas dos de los protagonistas de la serie: los infantes de marina Eugene Sledge y Robert Leckie, interpretados respectivamente por Joseph Mazzello y James Badge Dale. El primero, un joven idealista de buena familia, regresa a su hogar roto por dentro, incapaz de asumir las terribles experiencias que ha vivido. La sobria y emotiva escena en que se desmorona y rompe a llorar durante una cacería junto a su padre, muestra con brillantez y sensibilidad el grado de desolación en que se encuentra el personaje.

Por el contrario, Robert Leckie es el polo opuesto. Antes de ser movilizado era un periodista ateo, cínico y escéptico, y la guerra no ha hecho más que confirmar –y fortalecer- la opinión que ya tenía sobre el mundo. Era duro, pero se ha endurecido aún más; por eso, cuando regresa a casa no tarda en recuperar su empleo y conseguir a la mujer que quiere. No porque sea un triunfador, sino porque es un superviviente. En una de las últimas secuencias, este personaje dice algo que en cierto modo sintetiza el espíritu de la serie. Se encuentra en su casa, cenando en compañía de un grupo de familiares y amigos; estos comentan la reciente aparición de la televisión, toda una novedad en aquel momento. Al poco, uno de ellos le pregunta a Leckie por qué luchó en la guerra, y éste, con una sonrisa irónica, responde: “¿Por qué luché? Por la televisión”.

Creo que esa frase es uno de los más amargos, sarcásticos y sutiles alegatos antibélicos que he oído nunca.

lunes, mayo 3

Valen la pena

La tutora/bibliotecaria del blog La amena biblioteca de Redfield Hall -y amable merodeadora de Babel- ha tenido la gentileza de de otorgarle a La Fraternidad de Babel el premio Vale la Pena. ¡Muchas gracias amiga mía! Aceptar el premio supone galardonar a otros diez blogs y lo haré acto seguido. Pero como la naturaleza del premio implica que los premiados se incrementen en función de una mareante progresión geométrica, me abstendré de comunicarle a mis elegidos que... eso, que les he premiado. Si se pasan por Babel y se enteran, genial; y si no, les ahorro tener que extender el premio. Porque, si os paráis a pensarlo, un premiado genera otros diez premiados, que a su vez generan cien, y luego mil, y así, en tan solo seis pasos, llegamos a un millón de blogs que “valen la pena”. ¿Hay un millón de blogs valiosos? ¿Babel lo es? Y si lo es, ¿para qué demonios vale? Que cada cual conteste en su fuero interior tan complejas preguntas, porque yo me voy a limitar a premiar diez blogs. Estos son por riguroso orden alfabético:

Atravieso el espejo. El blog de mi antigua compañera de universidad Alicia Liddell. No lo renueva con mucha frecuencia, pero sus artículos son lúcidos y brillantes.

Calla y lee. Un lugar dedicado al manga y el anime, aunque también al cine, la TV, los juegos y la literatura. Mi hijo Pablo colabora en él.

Círculo escéptico. El blog de El Círculo Escéptico, una asociación dedicada a fomentar el pensamiento crítico y racional y a combatir la superchería.

Crisei. El blog del escritor Rafael Marín. Literatura, cine, TV y (enciclopédicamente) cómics, entre otras cosas.

Editar en voz alta. El blog de la editora y buena amiga Elsa Aguiar; extremadamente útil para todo aquel que quiera conocer el mundo editorial.

El testigo ocular. El blog del escritor Luis Manuel Ruiz. Sus artículos suelen ser deslumbrantes. Su “Diccionario de arena”, sencillamente genial.

Escrito en el agua. El blog del escritor Rodolfo Martínez. Últimamente apenas renueva, pero cuando lo hace suele valer la pena.

La nueva cultura. El blog de Julián Díez. Lleva tiempo sin publicar nada nuevo, pero tratándose de un aguerrido polemista como él, confiemos en su pronto regreso.

Miguel de Unamuno. El blog personal del pintor y diseñador así llamado. Tataranieto del escritor y extraordinario artista. No hay textos, pero sí abundantes muestras de su obra.

Planells fact&fiction. El blog del escritor Juan Carlos Planells. Relatos, literatura, cine, música y memoria.

Prospectiva. Una de las mejores revistas electrónicas en castellano dedicadas al fantástico. Imprescindible.