miércoles, febrero 25

Care Bears

En alguna ocasiones –no muchas, es cierto- he utilizado esta tribuna para abriros mi corazón y mostraros alguna de las miserias que en él anidan. Supongo que esta suerte de estriptease me sirve a mí de catarsis y a vosotros... bueno, a vosotros no os sirve de nada, salvo para darle gustito a ese pequeño cotilla que todos llevamos dentro. En esta ocasión voy a desnudar de nuevo mi alma, aunque me temo que el resultado no va a conducir a ninguna catarsis, sino a la vergüenza. Mi vergüenza en estado puro y vuestra vergüenza ajena.

Durante una larga década, de 1981 a 1991, trabajé en agencias de publicidad como creativo. Supongo que la palabra “publicitario” (o “publicista”, como equivocadamente llaman a los publicitarios quienes no conocen el medio) evoca en vuestras mentes la imagen de un individuo rodeado de bellísimas modelos que se toca las narices mientras consume sofisticados cócteles en locales de moda y se pone ciego de farlopa esnifada en el WC mediante billetes de quinientos euros enrollados. Pues bien, ese estereotipo es tan falso como las tetas de Pamela Anderson, aunque no tan grande. Bueno, algo hay –o hubo- de cierto en lo de la farlopa, pero por lo demás, sólo puedo decir que en publicidad básicamente se trabaja mucho, muchísimo, demasiado. Os juro que jamás he currado tanto en mi vida como cuando trabajé en publicidad. Es cierto que los sueldos eran espléndidos y que se contaba con ciertas ventajas, como viajar en primera u hospedarte en hoteles de lujo, pero nada de eso suponía satisfacción alguna, porque cuando se trabaja en publicidad uno vende su alma y, lo que es peor, también su privacidad y su tiempo libre. Cuando uno trabaja en publicidad, todo es publicidad.

Y no os creáis que ese trabajo consiste sólo en pergeñar sutiles estrategias y desarrollar grandes campañas, no, ni mucho menos. La mayor parte de la labor de un creativo consiste en sacar adelante folletos, catálogos, sales folder, pequeñas inserciones... en fin, basurilla. Además, y esto es aún peor, al menos el ochenta por ciento del trabajo realizado por un creativo, por bueno que sea, no verá jamás la luz, morirá en el papel, será inútil. Algo muy frustrante, os lo juro.

Pero hay algo más. Hace unos meses me dio por recordar mi pasado publicitario y me di cuenta de que, después de dieciocho años alejado del medio, ya no quedaba absolutamente nada de mi trabajo. Los anuncios, por propia naturaleza, son productos con fecha de caducidad. Raro es el spot que se emite más de dos temporadas seguidas y las estrategias publicitarias, algo más duraderas, cambian conforme se alteran las circunstancias del mercado. Así pues, hoy ya no queda ni rastro, ni la más mínima huella, de los diez años de duro trabajo que dediqué a la publicidad. Es como si jamás hubiera pasado por allí.

Bueno, eso creía yo hasta que, hace unos días, vi un episodio de los Simpson en el que Lisa (o Bart, no recuerdo) tenía una pesadilla en la que se le aparecían todos los osos famosos de la ficción, desde Teddy Bear hasta Yogui, pasando por Winnie the Pooh. Entonces, de repente, apareció en pantalla uno de los Osos Amorosos y comprendí que estaba equivocado; ahí, delante de mis narices, se hallaba mi legado a la posteridad.

Me explicaré. Corría el año 1983 o 1984; yo era copy (redactor) en la agencia de publicidad Grey. Una de las cuentas que tenía asignadas era la de General Toys, un fabricante multinacional de juguetes entre cuyos productos se encontraban las figuritas y maquetas de Star Wars. Pues bien, un buen día me llegó un encargo; General Toys España iba a lanzar en nuestro país una colección de muñecos y accesorios llamados Care Bears. Se trataba de una serie de figuras con forma de oso de peluche; cada figura tenía asignado un símbolo diferente relacionado con su cometido, que siempre era una buena acción: ayudar a dormir, quitar el miedo, decir la verdad... En fin, unos juguetes vomitivamente cursis. Pues bien, mi trabajo consistía en encontrarles un nombre español. Como la palabra “care” no tiene una buena traducción literal a nuestro idioma, había que buscar un nombre pegadizo con connotaciones más o menos próximas a su significado original.

Como sin duda habéis adivinado, esa es precisamente la clase de trabajo-basurilla al que antes me refería. Dado que me pagaban precisamente por hacer esas gilipolleces, me puse a la labor y redacté una lista con posibles nombres alternativos. Sólo recuerdo uno, el que finalmente aceptó el cliente: Osos Amorosos. En fin, lo hice y me olvidé por completo del asunto.

Hasta que hace unos días vi el episodio de los Simpson y me di cuenta de que esas dos palabras, Osos Amorosos, eran todo lo que quedaba de una década de duro trabajo. ¿Os podéis hacer una idea de lo deprimente que es esto? Esa rima ridícula capaz de provocar rubor en un chaval de siete años no excesivamente espabilado. Y, además, la imagen que evoca ese nombre... Al menos yo, no puedo evitar imaginarme a un enorme oso pardo dándome lujuriosos lengüetazos mientras frota sus partes pudendas contra mi pierna (fracturándome la tibia de paso). Lo dicho: deprimente.

En fin, al menos me queda el consuelo de que en Hispanoamérica se les llama “Cariñositos” a esos bichos repelentes (vaya nombrecito también), de modo que mi vergüenza se circunscribe al entorno de nuestro país. No obstante, ya por siempre será una dolorosa carga para mí ser consciente de que, cuando yo muera, cuando mi nombre sea olvidado y mis novelas se conviertan en polvo, todavía habrá por ahí una absurdas figuras con aspecto de osos pederastas de cuyo nombre, Osos Amorosos, yo soy el autor. Y nadie lo sabrá.

Afortunadamente.

martes, febrero 17

Literatura Prospectiva

Una de las peculiaridades del mundillo de la ciencia ficción siempre ha sido la proliferación de fanzines. Por alguna razón que desconozco, los aficionados suelen ser extremadamente activos; no les basta con leer, quieren opinar, involucrarse en todas las facetas del género, así que se reúnen en tertulias, organizan convenciones, participan en foros y, como no podía ser de otra forma, editan revistas de aficionados.

Los fanzines han sido fundamentales para el desarrollo del género en España. Desde 1968 y durante catorce años, Nueva Dimensión (la única revista profesional de cf que se ha editado en nuestro país) aglutinó al conjunto de los aficionados y marcó las directrices del género. Al desaparecer, en 1982, dejó un vacío que ninguna otra publicación profesional llenó, pero que de algún modo se vio colmado gracias a las decenas de fanzines que se publicaban. Como por ejemplo Tránsito, Kandama, Anticipación, BEM, Núcleo Ubik, Cyberfantasy, Gigamesh, Solaris... en fin, hubo muchos. Esto tuvo una consecuencia curiosa: a comienzos de los 90, en uno de los peores momentos editoriales de la cf, nació la mejor generación de escritores españoles dedicados a ese género. Voy a citar tan sólo a los autores surgidos en esa época que, más o menos, han profesionalizado su actividad creativa más allá de las fronteras del género: Elia Barceló, Félix J. Palma, Juan Miguel Aguilera, Rafael Marín, Rodolfo Martínez, Javier Negrete, León Arsenal y, por qué no, un tal Mallorquí. Todos ellos comenzaron publicando en fanzines. Y hay más nombres, por supuesto; no pretendo ser exhaustivo.

Pues bien, no mucho después, conforme el uso de Internet se fue generalizando, los fanzines de toda la vida desaparecieron. Creo que el último que queda en papel es Barsoom, una publicación dedicada al pulp que periódicamente anida en mi buzón. Pero no desaparecieron realmente, claro; se convirtieron en revistas electrónicas. En realidad, la Red ha permitido realizar el sueño de los aficionados: que todos y cada uno de ellos puedan tener, mediante los blogs, su propia revista unipersonal.

Huelga decir que no todas esas publicaciones tienen interés. Tanto en la era del papel como en la del píxel, sólo unas pocas revistas ofrecían y ofrecen un mínimo de calidad. La mayor parte eran y son... un producto de aficionados, con todo el respeto que ello me merece, pero también con todas sus limitaciones. Por eso, creo que es importante hablar de aquellos fanzines que sobresalen de la media general.

Y ese es el motivo de esta entrada: anunciar la aparición de una nueva revista electrónica dedicada a la cf: Literatura Prospectiva (http://www.literaturaprospectiva.com/). Se trata de una iniciativa de la Asociación Xatafi, responsable también de Hélice (pincha aquí), otra interesantísima publicación electrónica dedicada a la cf desde el punto de vista de la crítica y el ensayo, así como de las antologías Paura y Artifex.

Sólo he tenido tiempo de echarle un vistazo, pero tiene muy buena pinta, así que os recomiendo encarecidamente que merodeéis por sus páginas. Vale la pena.

sábado, febrero 7

Goyas

El pasado domingo tuve el dudoso placer de presenciar por TV la ceremonia de los Premios Goya. Podría hablar de una gala larguísima, aburrida, totalmente carente de glamour, con un guión sonrojante y una presentadora, Carmen Machi, que viene a ser la versión actual –e infinitamente más sosa- de Florinda Chico. Sí, podría hablar de todo esto, pero ¿para qué? A fin de cuentas, la ceremonia de los Oscar tampoco es para tirar cohetes. No, lo que me cuestiono es la misma esencia de los Premios Goya, pues, lejos de ser la gran fiesta del cine español que pretende ser, no es más que la evidencia palpable de las infinitas carencias del cine español.

De entrada confesaré que sólo he visto cuatro de las películas que han recibido algún premio, pero nada más empezar la gala, ya sabía con absoluta certeza quiénes eran los ganadores de cinco de los Goyas. En primer lugar, el de mejor actor para Benicio del Toro y mejor actriz secundaria para Penélope Cruz. ¿Por qué? Porque ambos estaban presentes en la gala, y ninguno de los dos hubiese asistido sólo para poner cara de tonto mientras el premio se lo llevaba otro. También estaba claro que el premio al mejor guión adaptado se lo llevaría Los girasoles ciegos, porque es de Azcona, y Azcona murió recientemente. Igualmente claro estaba que el premio a la actriz revelación se lo llevaría Nerea Camacho, porque es una niña, y que el premio al actor revelación iba a ser para J. M. Montilla, porque es un discapacitado (y esto lo digo con independencia de la calidad de sus interpretaciones –no las he visto-, pero es que no podía ser de otra forma). En fin, todo de lo más rutinario.

El problema, amigos míos, es que el cine español es tan pobre, tan falto de recursos, tan poco imaginativo, tan coñazo, tan repetitivo, tan, en definitiva, mediocre, que hay muy poco donde elegir. Yo diría que existen más categorías de Goyas que películas que se los merezcan. Por ejemplo, entre las candidatas de este año estaban Vicky Cristina Barcelona y Che, el argentino, dos películas de producción española (al menos en parte), pero que no tienen nada de español. Luego estaban Los crímenes de Oxford y Sólo quiero caminar, dos thrillers. Por desgracia, en España no se nos da nada bien ese género. He visto Los crímenes de Oxford y me pareció aburrida y mediocre. No he visto Sólo quiero caminar, pero me han hablado fatal de ella; además, vi Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, también de Díaz Yáñez, y me pareció simplemente ridícula. En cuanto a El truco del manco, no la he visto, pero me suena a neo-neorrealismo al estilo León de Aranoa.

Y luego tenemos Los girasoles ciegos, la fallida propuesta española para los Oscar, el film que contaba con mayor número de candidaturas. Lo he visto. ¿Que qué me parece? Me parece que es O.M.P.S.G.C.P. Es decir: Otra Maldita Película Sobre la Guerra Civil y la Posguerra. Correctamente hecha, bien interpretada, pero lo de siempre, más de lo mismo, todo tediosamente predecible. No he leído la novela de Alberto Méndez y puede que sea una maravilla, pero desde luego su autor no le echó mucha imaginación a la hora de desarrollar el argumento.

Sin lugar a dudas, el principal y más contundente acontecimiento español del siglo XX fue la Guerra Civil (ensayo de la guerra gorda que vendría a continuación). Entiendo, por tanto, que muchos creadores hayan vuelto su mirada hacia ella para usarla como escenario de sus ficciones (yo mismo lo hice en mi novela El coleccionista de sellos). Lo que ya no entiendo es por qué casi todas las obras centradas en la Guerra Civil aparecidas en España se parecen tanto entre sí. Es como si sólo hubiera una forma de contarlo, como si alguien hubiera establecido un patrón y nadie se atreviera a salirse de él. Las bicicletas son para el verano, La colmena, La lengua de las mariposas, Tiempo de silencio, Los girasoles ciegos... todo igual, todo repetitivo, la caspa, los pérfidos franquistas, los curas tridentinos, los rojos perseguidos y humillados... no digo yo que no sea real, pero joder, qué aburrido.

Y es que manda cojones que tenga que llegar un mexicano, Guillermo del Toro, para realizar una película sobre la Guerra Civil diferente. Porque esa pequeña obra maestra que es El laberinto del fauno resulta infinitamente más brillante, imaginativa y contundente que cualquier otra película sobre el mismo tema realizada por un español.

Pero si de verdad queremos apreciar a través de los Goya la realidad de nuestro cine, deberemos fijarnos en el Goya de Honor de este año: Jesús Franco (¡!). Vale, puede que el tipo nos caiga simpático, puede que a su modo sea una institución, puede que trabajara con Orson Welles, pero premiar a ese fabricante de truños es como darle el Príncipe de Asturias a Corín Tellado. ¿Os imagináis a Russ Meyer recogiendo un Oscar? En fin, penoso; pero eso es lo que tenemos.

Bueno, queda la cinta que ganó el Goya a la mejor película, Camino. No la he visto, pero me han hablado bien de ella y, por lo que sé, es una obra valiente y oportuna. Acepto que sea una buena película. Además, sería estadísticamente extraño que de todas las películas que se ruedan en España no sobresaliese alguna. En cualquier caso, el panorama general, año tras año, resulta deprimente.

Quizá todo se deba a que el cine, igual que la novela, es un arte narrativa, y en España tenemos una tradición narrativa muy pobre. Ah, vale, vale, el Siglo de Oro; en aquella época nuestro país producía sin duda la mejor narrativa de Occidente. Pero llegó el siglo XVIII, que fue un páramo en lo que a novela se refiere, igual que la mayor parte del XIX. A finales de ese siglo y comienzos del XX la narrativa parece resucitar, pero se trata, salvo honrosas excepciones, de una narrativa anclada casi exclusivamente en el realismo, pero no en su sentido amplio, sino en un realismo corto de miras, pacato, un realismo de alpargata y caspa, un realismo que se arrastra por el suelo sin atreverse jamás a alzar la cabeza. Posteriormente, tras los estragos de la posguerra, la clase literaria española le da la espalda a la narrativa y se vuelca en otros aspectos de la novela: el compromiso, el estilo, la voz., la disertación... ¿Exagero? Pues comparad nuestra novelística de los últimos cien años con la de cualquier país de nuestro entorno y llorad. Y si nos centramos en la literatura de género, la cosa es aún peor. Pero es que, como dije hace tiempo en otra entrada, resulta muy difícil que se produzca alta literatura si se carece de una buena literatura de género.

Sea como fuere, carecemos de tradición narrativa y eso se refleja en nuestro cine. Aunque puede que las cosas estén comenzando a cambiar y, sorprendentemente (o no), lo hacen desde el cine de género; en concreto, el cine de terror. Quizá la ruta la marcó Amenabar (nuestro mejor narrador cinematográfico), debutando con thriller, siguiendo con una de ciencia ficción y consiguiendo el éxito internacional con una de miedo. En cualquier caso, ahí están Jaume Balagueró, Paco Plaza, Juan Antonio Bayona, Nacho Vigalondo, Juan Carlos Fresnadillo... Os parecerán mejores o peores, pero todos ellos narran con solvencia y, sobre todo, se atreven a salirse de los rígidos patrones de nuestro cine haciendo cosas diferentes (por cierto, el antecedente de todos ellos fue Chicho Ibáñez Serrador).

Por último, para completar esta pesimista visión de nuestra cinematografía, os voy a decir quién es en mi opinión el mejor director español vivo, nuestro único cineasta absolutamente genial (dejando aparte a Berlanga, que ya está muy viejecito): Víctor Erice. Y ahí le tenéis, malgastando su extraordinario talento en publicidad y sin haber podido rodar más que dos películas, cinco cortos y un documental.

En fin, así nos va.