martes, septiembre 30

La mujer del César

No, con el título de ahí arriba no me refiero a Pepa, mi ama y señora, sino a ese viejo dicho que reza: “La mujer del César no sólo ha de ser honrada, sino que además debe parecerlo”. Aunque no nos engañemos, lo cierto es que no tiene por qué ser honrada; basta y sobra con que lo parezca. En nuestra sociedad (y en todas, me temo) la imagen no solo prevalece sobre la realidad, sino que se convierte en la única realidad accesible. ¿Por qué? No se me ocurre más que una respuesta: porque los seres humanos somos gilipollas. Sólo percibimos lo que parece evidente, lo que está claro sin tener que darle muchas vueltas, lo que se explica a sí mismo, y rara vez nos cuestionamos esa realidad aparente, porque hacerlo, en cierto modo, sería como cuestionarnos a nosotros mismos o, cuando menos, poner en entredicho el suelo que pisamos. Además, tampoco tenemos capacidad para ir mucho más lejos. Esto me recuerda una frase que debería incluir en el coleccionista de idems: “La religión existe porque los seres humanos somos inteligentes, pero no demasiado”. Bueno, pues lo mismo puede decirse, no solo de la religión, sino acerca de todos los aspectos de la vida. Siempre nos quedamos inevitablemente cortos.

Somos gilipollas, sí, y además lo sospechamos. Vale, desde un punto de vista personal todos nos consideramos más listos que el hambre, todos tenemos un alto concepto de nosotros mismos; pero debe de existir una zona en nuestro cerebro, dedicada al cómputo de datos, que nos susurra: “mira, chaval, teniendo en cuenta la cantidad de soplapolleces que has hecho y dicho en el pasado, lo más probable estadísticamente es que en este mismo instante estés haciendo o diciendo una soplapollez”. Esto no se lo reconocemos ante nadie, por supuesto, pero la vocecita está ahí, haciéndonos dudar de nuestra capacidad para interpretar el mundo. No lo formulamos de una forma coherente, ni siquiera articulada, pero en el fondo desconfiamos seriamente de nosotros mismos, y nos tememos que, en cualquier momento, los demás acaben por darse cuenta de que somos un bluf y nos digan con una ceja levantada: “Coño, César, ahora que caigo eres un capullo integral”. Y eso no lo podemos aceptar, claro, de modo que tenemos que esforzarnos en mantener íntegra la farsa de nuestra propia imagen. Para ello, no hay nada como jugar a lo seguro; es decir, aceptar lo que acepta la mayoría y no cuestionar jamás lo que parece evidente.

Vamos a imaginar un caso práctico. Supongamos que estamos en una reunión de trabajo en la que se pide a los participantes que valoren y den su opinión sobre algo, un asunto importante que tiene equilibrados sus pros y sus contras. Bien, los tontolculo totales dirán la primera chorrada que se les ocurra y se quedarán tan panchos. Pero, en contra de lo que podría pensarse, tampoco hay tantos tontolculo totales en el mundo. Por supuesto, hay muchos más que genios, pero no son la mayoría; en realidad, la mayor parte de los humanos nos movemos en las grises franjas de la mediocridad. Entonces, ¿qué hacemos los mediocres en el caso de esa hipotética reunión de trabajo? Pues decir unas cuantas vaguedades que no comprometan a nada y esperar a ver qué rumbo toma la mayoría. Entonces, cuando la mayoría de los participantes perfilen una respuesta concreta, nos sumaremos a ella con entusiasmo. Porque si resulta ser la respuesta correcta, yo formaré parte de los victoriosos, y si es incorrecta, no la habré cagado yo, sino que la habremos cagado mancomunadamente la liga de los mediocres, con lo cual la responsabilidad se diluye. Claro está que podría enfrentarme a la mayoría y dar mi propia respuesta, en cuyo caso, si acertara, me convertiría en el héroe. Pero, conociéndome como me conozco, ¿cómo cojones voy a fiarme de mí?

El mecanismo que acabo de exponer no es una mera teoría, sino el fruto de haber participado en centenares de reuniones de trabajo en mi época de publicitario. De hecho, al comienzo de mi carrera tuve una jefa –directora del Departamento Creativo de una prestigiosa agencia multinacional-, que actuaba exactamente así. Era una pésima creativa y no tenía ni zorra idea de publicidad, aunque al mismo tiempo era una brillantísima relaciones públicas dedicada en cuerpo y alma a promocionarse a sí misma. El caso es que, a la hora de decidir la creatividad para una campaña importante, reunía al departamento, escuchaba la opinión de todos y finalmente decidía lo que decidía la mayoría. Jamás mostró el menor indicio de poseer criterio propio, pero eso no le supuso un obstáculo a la hora de desarrollar una exitosa carrera profesional. Más bien al contrario.

Pero no creamos que esto se circunscribe al mundo del trabajo, pues en realidad afecta a todos los aspectos de la vida. Por ejemplo, a la cultura. ¿Cómo valoramos la calidad de un producto artístico? ¿Basándonos exclusivamente en si nos gusta o no? De ninguna manera; eso es arriesgadísimo. Supongamos que leo una novela de un autor desconocido recién aparecida en el mercado y me gusta un huevo. ¿Eso indica que se trata de un buen libro? Para nada; la zona cerebral de cómputo de datos me recuerda la cantidad de veces que me han gustado auténticas chorradas –o no me han gustado obras maestras-, y eso me hace dudar. Para tomar una postura con respecto a ese libro, o cualquier otro, necesito baremos distintos. En primer lugar, su acogida entre los lectores y/o la crítica (es decir, la opinión mayoritaria). En segundo lugar, la reputación del autor; si es un escritor consagrado, el libro será bueno (porque la mayoría así lo dicta). Por último, la apariencia: ¿el libro parece serio? Porque si no lo parece, no puede ser bueno, claro.

Ese último punto es el responsable de que géneros literarios completos hayan sido arrojados al cubo de la basura. Comenzando por el humor. El humor, por naturaleza, no puede adoptar el tono típicamente grave y engolado que se le supone a la “literatura trascendente”; el humor es burbujeante, ligero y sospechosamente divertido. Eso último nos perturba mucho: si el libro me ha divertido, a mí que soy un idiota, hay que recelar. En el fondo, sospechamos que la “alta literatura” se alcanza como el cielo: mediante el martirio. Si el libro se me cae de las manos, buena señal; si me aburre monstruosamente, debo de estar frente a una obra maestra. Desde esta perspectiva, resulta evidente que el humor es indigno, porque no dice cosas “importantes”; y si las dice, no lo hace en tono “importante”.

Personalmente creo que el humor es uno de los géneros más complejos, y que algunas de las mejores disecciones de la naturaleza humana se encuentran en obras humorísticas. Ahora bien, teniendo en cuenta que probablemente soy un tontolculo total, esta opinión carece de importancia. No obstante, el criterio mayoritario incurre con frecuencia en flagrantes contradicciones. Al parecer, el humor es un género menor, pero... ¿cuáles son las dos novelas clásicas más aclamadas, las que están consideradas gérmenes de la novelística moderna? 1. El Quijote. 2. La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy. Mmmm... vaya, resulta que las dos son novelas de humor, menudo conflicto. De hecho, El Quijote estuvo considerado durante casi dos siglos una obra menor (opinión que su autor compartía). Era un best seller, era divertido y daba risa, por tanto no podía ser del todo bueno. En cualquier caso, ahora es un clásico y eso, ser un clásico, nos proporciona el apoyo de sucesivas generaciones de opiniones mayoritarias, lo que nos permite afirmar sin rubor que se trata de una obra maestra, aunque no la hayamos leído. De modo que no lo leemos. ¿Para qué, si ya sabemos que nos va a gustar aunque no nos guste?

Igual suerte que el humor corren otros géneros. El thriller, la ciencia ficción o el terror son poco serios, porque no engolan la voz, porque no parecen importantes y, sobre todo, porque con frecuencia producen obras divertidas, y eso es una señal muy mala. En cuanto a la fantasía, podemos decir que se encuentra bajo permanente sospecha. Hay demasiados clásicos fantásticos como para echar el género a la basura, pero, qué demonios, la fantasía habla de cosas que no existen. Y ahí está la clave: lo fantástico trata sobre cosas irreales, pero la irrealidad no es seria, sino infantil. Por contra, la realidad si que es seria y, cuanto más real, mejor. Somos adultos y tenemos los pies en el suelo, ¿no? Pues entonces agarrémonos con fuerza al realismo, que si bien no nos da la menor garantía de calidad, al menos nos permite pisar un terreno menos resbaladizo. Podría señalarse, por supuesto, que con frecuencia esos géneros despreciados emplean sus recursos para analizar la realidad con tanta o más eficacia que el realismo, pero sería inútil; si lo hacen, no lo parece. Y ya sabemos que las cosas son lo que parecen a primera vista, no lo que, escarbando un poquito, son en realidad.

No obstante, amigos míos, todo esto funciona en ambos sentidos. Para que nos tomemos en serio algo, ese algo tiene que parecer serio; por consiguiente, nos tomaremos en serio cosas que no son serias en lo absoluto, pero lo parecen. Basta con engolar la voz, con mostrarse grave y circunspecto, con tratar temas trascendentales o, al menos, en tono trascendental, con emplear un estilo afectado y pedante; todo eso, si se hace bien, basta y sobra para que cualquier chorrada parezca una obra maestra. Y si lo parece, lo es.

Me mojaré poniendo un ejemplo: la película El Piano, de Jane Campion. Se trata de un film técnicamente impecable, con una excelente fotografía de Stuart Dryburgh, una dirección de arte soberbia, magníficas interpretaciones y una música preciosa. Guay. El único problema es que nada de lo que sucede en esa película posee la menor coherencia, el más mínimo sentido. De entrada tenemos a una mujer, Holly Hunter, que parece muda, pero no es que sea muda, sino que por alguna razón no especificada ha decidido no hablar. No ha sido por un trauma; sencillamente, la buena señora fue y dijo un día: “me callo”, y no volvió a pronunciar palabra, ni siquiera para hablar con su hija (¿qué culpa tendrá la pobre niña de las extrañas manías de su madre?). Pero ojo, no es que renuncie a expresarse, pues emplea el lenguaje de signos; se limita a no hablar, una actitud cuya consecuencia inmediata es complicarse mucho la vida a sí misma y tocarle las narices a cuantos no conocen el lenguaje de signos. Muy lógico. Ah, pero es que la mujer ha renunciado a la voz, pero se expresa mediante la música que interpreta con su piano. Muy poético. Vale, supongo que todo eso es una metáfora cuyo significado concreto se me escapa, aunque suena vagamente pseudofeminista; en cualquier caso es una metáfora tan forzada, tan ridícula en el fondo, que la señora Campion tendría que habérselo pensado dos veces antes de emplearla.

En fin, podría pasar horas hablando de todos los absurdos que hay en esa película, pero me limitaré a citar uno que los resume todos. Holly Hunter llega a Nueva Zelanda para casarse con Sam Neill, un granjero tosco y aparentemente bonachón. Junto con el equipaje, la Hunter se trae su piano; unos braceros lo están descargando en la playa, para subirlo después a un carro. Entonces, de repente, se pone a llover y los peones, como si la lluvia fuese para ellos algo mortal, deciden no cargar el piano, dejarlo abandonado en la playa y largarse echando leches. No parece una actitud muy lógica que digamos, pero vale. Ahora bien, ¿dónde dejan el piano? Lo natural sería ponerlo lejos del agua, quizá debajo de unas palmeras... pues no, lo dejan en la orilla; ya son ganas de joder. Pero, ¿por qué hacen eso, por qué se comportan de una forma tan extraña? Por un excelente motivo: para que la directora nos regale poco después unos preciosos y poéticos planos de las olas del mar lamiendo las patas del piano. Qué estético, qué forzado, qué vacío. Pero coño, cómo da el pego.

Cito esta película porque es el mejor ejemplo que se me ocurre de un producto cultural absolutamente hueco cuya apariencia, seria y trascendente, le hace parecer una obra maestra a ojos de la mayoría. Se trata de una obra tan astuta que, lo reconozco, logró engañarme mientras la veía; aunque al poco, en cuanto reflexioné sobre lo que en realidad había visto, me di cuenta de que la señora Campion estaba vendiéndome como si fuera un diamante lo que sólo era una cuenta de cristal. Ah, por cierto: seguro que algún que otro merodeador querrá discutirme mi opinión sobre El Piano. Pues es inútil, lo siento; a quien se proponga hacerlo, le sugiero que vuelva a ver la película sin fijarse en su envoltura externa y prestando mucha atención a la coherencia interna. Luego, si quiere, hablamos.

Para terminar, que esto ya es más largo que un discurso de Fidel, me gustaría señalar lo más triste de todo. Antes di a entender que sólo los tontolculo totales se atreven a expresar opiniones distintas a las de la mayoría, y eso evidentemente es falso. También los genios van contra corriente (y gracias a eso el mundo avanza poquito a poco). El problema, la deprimente cuestión, es que muchas veces, a nosotros, los mediocres, nos resulta imposible diferenciar al genio del tontolculo total. Y así vamos.

lunes, septiembre 22

Otoño


Hoy, a las 15:44 hora solar, tendrá lugar el equinoccio de otoño y el día y la noche durarán exactamente lo mismo. Os regalo la imagen de una amanita muscaria -a la sazón en estas fechas-, que era con lo que se colocaba la gente en la antigüedad.

miércoles, septiembre 17

El ascensor

No soy un tipo musical. Difícilmente podría serlo, pues me crié en una casa cuya banda sonora estaba compuesta básicamente por tangos, country y, ocasionalmente, la Orquesta Mantovani; si esto no socava las neuronas destinadas al solfeo, nada puede hacerlo. En mi caso las aniquiló, de modo que, no sólo tengo un oído terrible, sino que además nunca he sido especialmente aficionado a la música. De hecho, hoy en día sostengo que la música es el arte más intrusivo que existe, una manifestación creativa que puede llegar a tocar las narices profundamente. Pero de eso hablaré en otra ocasión.

No obstante, pese a mi autismo musical, hubo una época en mi vida, los últimos años de mi adolescencia y mi primera juventud, en que la música jugó un papel importante para mí. Como es natural, dada la tosquedad armónica que me es inherente, mis gustos musicales eran limitados y abarcaban un ámbito tan cerrado como cuestionable. En realidad, esos gustos musicales respondían sobre todo a un estilo de vida; veréis, por aquel entonces yo era un pseudo-hippy de cabellos largos y aficiones lisérgicas, así que la música que me molaba oscilaba entre las dulces baladas y la psicodelia. En el primer apartado, mi cantante favorito era Cat Stevens; en el segundo, mi grupo era Pink Floyd. Si tenemos en cuenta que Syd Barrett, el primer líder de Pink Floyd, se volvió loco, y que Cat Stevens se convirtió al islamismo y ahora se llama Yusuf Islam, está claro que siento debilidad por los chiflados. Pero eso es otra cuestión.

Dejando aparte a Cat Stevens, que hoy en día está tan demodé como los caramelos de violetas (aunque compuso dos o tres de las mejores canciones de la historia del pop), mi auténtica pasión era Pink Floyd y el rock sinfónico en general. Al ese grupo le seguían muy de cerca Emerson, Lake & Palmer, dos de cuyos álbumes –Cuadros de una Exposición y Trilogy- escuchaba machaconamente una y otra vez. Y también Yes, y Jethro Tull, y King Crimsom, y el primer Mike Oldfield, y Deep Purple, y las obras conceptuales de Moody Blues, y el primigenio, pero no menos excelso, In-A-Gadda-Da-Vida, de Iron Butterfly. Eso, junto con el folk, constituía el grueso de mi background musical por aquel entonces.

Pero sobre todo, por encima de cualquier otro grupo, mi amor eterno era para Pink Floyd. Y es curioso, porque justo es reconocer que por lo menos la mitad de sus temas son inaudibles e incluso pueden llegar a provocar severos dolores de cabeza. Reconozcámoslo: no hay dios que escuche completos sus álbumes Meddle, Animals o A Saucerful of Secrets. Sin embargo, incluso en sus discos más abstrusos, siempre encontraba uno o dos temas que me hacían vibrar. Por ejemplo, en su álbum doble Ummagumma las tres primeras caras son terribles, no hay quien se las trague; pero la cuarta cara... en fin, es toda un experiencia en la que se incluye una de las canciones más hermosas jamás escritas: Grantchester Meadows. Aún hoy, si escucho ese tema y cierro los ojos, me veo trasladado a un lugar tranquilo y pacífico que probablemente sea mi paraíso particular.

En realidad, mi desmesurado amor por Pink Floyd se circunscribía básicamente a cuatro álbumes: Atom Heart Mother, The Dark Side of the Moon, Wish You Were Here y el muy posterior The Wall. La verdad es que no paraba de escucharlos (junto con la cuarta cara de Ummagumma), sobre todo cuando las circunstancia eran propicias. ¿Sabéis cómo llamaban en España a Pink Floyd durante mis psicodélicos años mozos? “El ascensor”. Porque ayudaba a “subir”, y el que tenga oídos para entender, que entienda.



Ah, virgen del amor hermoso, cuántos canutos habré compartido escuchando Wish You Were Here, Money o If, cuántas reuniones de pirados sumidos en el estupor, cuántos viajes espaciales por el interior de nuestros cerebros al ritmo de Eclipse... Mi viejo amigo Samael estuvo allí, subiendo en el ascensor, y estoy seguro de que dejará un comentario en este post. Él también ama a Pink Floyd.

Mi fascinación por el grupo era tan grande que abarcaba incluso a los nombres de sus componentes: Syd Barret, David Gilmour, Roger Waters, Richard Wright y Nick Mason. En particular, los apellidos Gilmour y Waters (firmantes de la mayor parte de los temas) se me antojaban etéreos, inmateriales, como si no pertenecieran a personas, sino a entidades abstractas. Por desgracia, con el tiempo el grupo fue perdiendo fuelle creativo y sus miembros acabaron por dispersarse. Los tres álbumes que publicaron después de The Wall fueron a cual más decepcionante y finalmente, en 1995, Pink Floyd concluyó oficialmente su andadura, aunque en 2005 dieron un concierto extraordinario en Londres. Por cierto, sus actuaciones en directo eran famosas por su originalidad y espectacularidad; yo pasé gran parte de mi juventud lamentado no poder asistir a alguno de sus conciertos, pero al final lo conseguí. En 1988 actuaron en el Vicente Calderón y yo, cómo no, estuve allí; lo cierto es que ni Pink Floyd ni éste vuestro seguro servidor éramos los mismos, pero fue una gozada.

El rock sinfónico fue perdiendo popularidad hasta amustiarse definitivamente a finales de los 70. Sus excesos fueron muchos y el género lo acabó pagando. No obstante, resucitó en Europa a mediados de los 90 con grupos como Metallica, Therion o Scorpions. Pero los reyes indiscutibles del rock sinfónico fueron y serán siempre Pink Floyd. Y esto es así por, cuando menos, dos motivos. En primer lugar, porque el grupo, hasta más o menos el 75, cambió muchas veces de estilo, innovando constantemente. Eso les llevó a cometer enormes errores, pero también a pergeñar no menos grandes aciertos. En cualquier caso, ellos experimentaron, si no con todo, sí con casi todo (y me refiero a la música, no a las sustancias tóxicas ilegales, aunque también).

En segundo lugar, ninguna otra banda de rock suena como Pink Floyd. Hay algo mágico en el sonido del grupo, una cualidad inmaterial, cristalina, sobrenaturalmente pura. Es como si su música estuviera hecha de agua, como si fuera el fluido que la sonoridad de su nombre evoca. En fin, como ya he dicho al comienzo, soy un ignorante musical, un analfabeto del pentagrama, pero me vais a permitir una opinión. Creo que, en gran medida, la magia del sonido Pink Floyd se debe a los teclados de Richard Wright, el miembro más discreto del grupo.

Pues bien, Richard Wright murió hace dos días en Londres, a los 65 años de edad, víctima de un fulgurante cáncer. Sé positivamente que esto forma parte de una confabulación mundial para demoler los restos de mi juventud, que no es más que un jalón en el camino que conduce a la nada; sé que lo que se ha ido ya jamás volverá, y que tarde o temprano, igual que desapareció Pink Floyd, igual que se ha ido Wright, yo acabaré no siendo más que un cada vez más vago recuerdo en las mentes de quienes me conocieron. Sé que cada segundo que pasa, te roba algo. Pero no importa, porque cada vez que escucho Grantchester Meadows –y acabo de hacerlo-, vuelvo a ser el ingenuo joven de cabellos largos y ojos llenos de estrellas que fui hace ya tanto tiempo.
Nota: En la foto de arriba, Wright es el saltarín de la derecha. El de la foto de abajo soy yo.



martes, septiembre 16

El coleccionista de frases 19

"En el mundo actual se está invirtiendo cinco veces más en medicamentos para la virilidad masculina y silicona para mujeres, que en la cura del Alzheimer. De aquí en algunos años tendremos viejas de tetas grandes y viejos con el pene duro, pero ninguno de ellos recordará para qué sirven".

Dr. Drauzio Varella (Amablemente donada por Samael)

miércoles, septiembre 10

El caballero espeso

No tengo nada contra los relatos de superhéroes; de hecho, leía muchos comics de ese género cuando era un chaval o un pizpireto jovenzuelo. No obstante, reconozcamos que hay algo intrínsicamente ingenuo y un tanto ridículo en la figura del superhéroe: su inconsistencia. No son creíbles; y no me refiero a que no nos podamos tragar que alguien vuele, tenga superfuerza o proyecte rayos por los ojos, no, eso es lo de menos; lo increíble es que alguien se enfunde un traje extravagante y se ponga a luchar contra el mal en solitario y de forma anónima, sencillamente porque sí. Que lo haga a base de puñetazos, o cualquier otra forma de fuerza bruta, no hace más que añadir tosquedad a la ingenuidad.

Vale, podemos recurrir a la suspensión de la incredulidad, aceptar la figura del superhéroe sin más preguntas y disfrutar de las historias. Lo malo es que, con el tiempo, aquellas historias de superhéroes acabaron resultándome cada vez más grotescas y repetitivas, así que dejé de leer ese tipo de comics durante mucho tiempo. Concretamente hasta que, a finales de los 80, comencé a oír hablar maravillas de un tebeo de superhéroes llamado Watchmen. Lo compré, lo leí y me quedé de piedra pómez. porque Mr. Moore había conseguido conducir al género por sendas nunca antes transitadas. No voy a enrollarme ahora con Watchmen; quizá lo haga en otra ocasión. Me limitaré a señalar que Alan Moore hizo en ese tebeo lo mismo que Nikos Kazantzakis en La última tentación de Cristo: llevar hasta sus últimas consecuencias, de forma realista, una idea absurda.

Tras la alucinada lectura de Watchmen, me puse a buscar más comics de superhéroes “de la nueva hornada”, y me encontré con obras tan excelentes como Batman año 1, Dark Knight o el Daredevil: Born Again, todas de Miller. O el Miracleman del propio Moore. O Astro City, de Kurt Busiek, una serie con grandes hallazgos de la que se ha hablado muy poco. O la Doom Patrol de Grant Morrison, puro surrealismo. También encontré un montón de malas imitaciones, pero eso es otra cuestión.

Con todo esto quiero decir que no tengo nada contra los superhéroes. De hecho, escribí una novela –La compañía de las moscas-, donde jugaba de forma tangencial con la idea de superhéroe. Su protagonista es Daniel, un chaval de quince años superdotado intelectualmente que intenta encontrar su lugar en la vida buscando el modo de marcar la diferencia entre el bien y el mal. Cuando diseñé a Daniel me propuse crear un personaje que fuera absolutamente bueno y, al tiempo, interesante; creo que lo conseguí. Daniel es un ángel, pero un ángel muy complicado. Daniel intenta hacer el bien a pequeña escala rodeándose de gente que necesita alguna clase de ayuda moral. Es una especie de diminuto superhéroe que vuela por Internet oculto por el nick de Mr. Cristal. Por otro lado, Daniel dibuja (para él, sin enseñárselas a nadie) unas tiras cómicas protagonizadas por una pareja de superhéroes: Mr. Cristal, un niño que puede volverse invisible, y el Profesor Furia, un tipo vestido con toga y birrete que emite rayos de pura mala leche. Y es que Daniel, pese a su superior inteligencia, adora los tebeos de superhéroes. Permitidme que transcriba aquí un diálogo de la novela:

— ¿Te gustan los tebeos de superhéroes?
— Me encantan.
— Vaya, no dejas de sorprenderme –Julián arqueó una ceja-. Creí que tú sólo leías a Joyce, Dostoievski, Rilke y cosas por el estilo.
— Pero también comics.
— ¿De vigilantes enmascarados? Vamos, Daniel, eso es basura.
— ¿Ha leído usted alguno, señor Echevarria?
— No necesito leerlos para saber de que no hay nada más absurdo que un tipo musculoso con antifaz y los calzoncillos por fuera de los leotardos.
— Sí, es absurdo –aceptó Daniel-. Por eso los comics de superhéroes son mejores que la vida.
Julián hizo un gesto de extrañeza.
— ¿Qué quieres decir?...
— Los superhéroes –le explicó Daniel-, sólo tienen sentido porque existen los supervillanos. Un hombre de acero con rayos X en los ojos sería una pasada si se limitase a detener navajeros y carteristas. Pero no, el archienemigo de Superman es Lex Luthor, un supervillano.
— Ya; ¿y qué?
— Que eso mismo sucede con los demás superhéroes: todos se enfrentan a supervillanos. El mayor enemigo de Batman es el Jocker; el de Daredevil, Kingpin; el de Spiderman, el Duende Verde; el de la Patrulla X, Magneto; el del Capitán Marvel...
— Vale, vale; creo que lo he captado. Hay superhéroes y hay supervillanos.
— Los superhéroes defienden el bien frente al mal –prosiguió el muchacho-; protegen a la gente incluso poniendo en riesgo su propia vida, y lo hacen sin obtener ningún beneficio, simplemente porque creen que deben hacerlo. Generalmente triunfan, pero incluso cuando no es así, hay, no sé..., hay grandeza en su derrota. Por ejemplo, el Duende Verde (que en realidad se llama Norman Osborn) mató a Gwen Stacey, la novia de Peter Parker. La tiró desde un puente y Spiderman no pudo hacer nada por salvarla, pero al menos el hombre araña estaba allí para llorar su muerte.
— Conmovedor. ¿Y qué?...
— Bueno, ¿no se ha dado usted cuenta?
— ¿De qué?
— De que en la vida real no existen superhéroes –concluyó Daniel-; pero sí supervillanos. Hitler lo era, como Mussolini, Franco o Stalin. Y también Pol Pot y Ariel Saharon y Milosevic y Ben Laden y... En fin, todos supervillanos. Pero ningún superhéroe se enfrentó a ellos.
— Bueno, hubo algunos héroes de carne y hueso que les plantaron cara –objetó Julián, pensativo.
— Sí, pero ¿qué pueden hacer las personas normales para acabar con los supervillanos? Muy poca cosa; para eso hacen falta superhéroes. Y no existen, salvo en los tebeos. Por eso los comics son mejores que la vida: porque en los comics el mal y el bien están equilibrados, y en la vida real no.

En efecto, creo que del fango de los superhéroes pueden surgir insospechadas obras maestras, y no sólo en lo que respecta a los cómics, sino también a la mismísima literatura. Tigre, tigre..., de Alfred Bester, y El señor de la luz, de Roger Zelazny, son dos excelentes novelas de ciencia ficción con elementos extraídos directamente del mundo de los superhéroes. Es decir, con material de derribo también puede hacerse arte. Por cierto, Bester, en los inicios de su carrera como escritor, fue guionista de Batman (entre 1942 y 1947). Y esto nos conduce a donde yo quería llegar: a Batman. Vale, diréis, ¿era necesario tanto rodeo para eso? Pues probablemente no, pero no olvidemos que, por desgracia, una de las señas de identidad de este blog son los largos rodeos.

Suele decirse que Batman es un superhéroe más creíble porque no posee poderes sobrehumanos, pero a mí me produce exactamente el efecto contrario. Vamos a ver, si un tipo decide ponerse unas mallas azules, calzoncillos rojos por encima de las mallas y botas y capa a juego con los calzoncillos, yo difícilmente podría contener la risa, salvo que le viera en un escenario rodeado de Drag Queens. Pero si veo a ese tipo, vestido de idéntica manera, arrancando un secuoya con la fuerza de sus brazos, os juro que me lo tomaría muy en serio. Vamos que Superman podría llevar pololos rosa y nadie se cachondearía de él, con la posible excepción de Lex Luthor. Así pues, un tipo normal vestido de murciélago dando brincos por la ciudad me parece un espectáculo sencillamente grotesco.

No obstante, hay algo que redime a Batman: su galería de villanos. El Joker, El Pingüino, El Espantapájaros, El Acertijo, Dos Caras, la voluptuosa y sado-maso Catwoman... Todos ellos son figuras deliciosamente surrealistas y llenas de encanto. Dicen que el tamaño de un héroe se mide por la talla de sus enemigos, y en ese sentido Batman es un héroe enorme. Pero sólo en ese, porque, reconozcámoslo, Batman es un fascista, como se evidencia en el Dark Knight de Miller. O un loco; Moore sugiere que Batman y el Joker no son más que dos chiflados persiguiéndose mutuamente.

Así que tenemos un personaje que, o es un facha, o es un pirado. O un facha pirado que, además, va disfrazado de murciélago. ¿Eso mola? A mí, lo reconozco, no mucho. Pero, evidentemente, el personaje tiene tirón popular. Dejando aparte la famosa serie pop de TV, Batman fue, tras Superman, el segundo superhéroe en ser llevado al cine por todo lo alto. Tim Burton dirigió dos películas que eran un auténtico coñazo, aunque contaban con una excelente dirección de arte. Ah, vale, en la segunda Michelle Pfeiffer componía a una Catwoman de quitar el hipo que por si sola justificaba el precio pagado por la entrada. Joel Schumacher continuó la franquicia dirigiendo otros dos títulos que oscilaban entre la psicodelia barata y lo explícitamente hortera. Pura basura; aunque, eso sí, basura cara. Tan malas fueran estas dos películas, que la serie se dio por clausurada.

Pero en 2005 llegó el Batman Begins, de Christopher Nolan con un nuevo enfoque para el hombre murciélago, y tanto el público como la crítica acogieron el film con cierto entusiasmo. ¿Mi opinión? Me divirtió moderadamente la primera parte del metraje y me aburrí profundamente con la segunda mitad. Pese a todo, me pareció la mejor aproximación cinematográfica al personaje realizada hasta el momento. Lo sé, lo sé, más de uno intentará reivindicar la labor de Tim Burton; pero es inútil, al menos en lo que a mí respecta, pues creo que Burton es el director vivo más sobrevalorado y sólo le reconozco una buena película; el resto no me parecen más que excelentes ejercicios de dirección artística envolviendo al vacío absoluto.

Finalmente, este año se estrena el segundo Batman de Nolan, The Dark Knight, y a todo el mundo se le hace el culo Pepsicola. La crítica ha puesto la película por las nubes de forma casi unánime y en cuanto a los espectadores, baste decir que ya es el segundo film más taquillero de la historia. Todo dios ha hablado maravillas de este caballero oscuro e incluso se reclama un Oscar póstumo para Heath Ledger. En fin, ante tanta alabanza, y pese a que el anterior título no me había hecho mucho tilín, fui a ver la película hace una semana.

¿Mi opinión? Me divirtió moderadamente la primera mitad del film y me aburrí monstruosamente con la segunda. De hecho, me aburrí más que en el anterior título, porque la nueva entrega es aun más larga. Me apresuro a aclarar que hay al menos dos aspectos sobresalientes en el film. En primerísimo lugar, la actuación de Heath Ledger. Veréis, el Joker de Jack Nicholson era en el fondo un payaso simpaticote; pero el Joker de Ledger hace exactamente lo que debe hacer: acojona. ¿Que Ledger se pasa tres pueblos en su composición del personaje? Cierto, pero si hay un personaje que pide a gritos sobreactuación, ese es el Joker. En cualquier caso, la película alza el vuelo cada vez que aparece en escena Ledger y se hunde en el muermo cuando no está. El segundo aspecto sobresaliente es la actuación de Gary Oldman, que consigue dar una densidad insospechada a un personaje que, al menos sobre el papel, no la tiene. Añadiría también la secuencia inicial del robo al banco por el Joker y sus secuaces, realmente bien rodada.

Ahora bien, toda la película tiene un tono solemne, engolado, que a mí me toca bastante las narices. Es como si Nolan dijese: vale, es Batman, un loco disfrazado, es ridículo, pero fijaos en lo serio y trascendental que me pongo. Pues lo siento, toda esa trascendencia y gravedad se va a hacer puñetas en cuanto aparece Batman, un facha, un pirado vestido de fantoche. Sencillamente, no me lo puedo tomar en serio. O, más apropiadamente, por mucho que engole la voz, Nolan no consigue que me lo tome en serio. Pero eso no es lo peor de la película; lo realmente chungo es que la segunda mitad del metraje consiste en una serie acumulativa de clímax que, lejos de conducir a un tsunami de tensión, sólo consiguen que el espectador se desconecte y, como en mi caso, se aburra mortalmente. ¿Por qué va a importarme lo más mínimo que Maggie Gyllenhaal vuele o no por los aires? Su personaje no está desarrollado, sólo es una presencia sin demasiado interés. ¿O es que tengo que acordarme de la sosa de Katie Holmes para intentar sentir un poco de empatía? Por favor... ¿Y quién es Harvey Dent? Es Aaron Eckhart haciendo de fiscal, nada más. En cuanto a Bruce Wayne, sólo puedo decir que Chistian Bale se muestra igual de expresivo cuando lleva máscara que cuando no la lleva. Parece como si se hubiera tragado el palo de una escoba. Por lo demás, es una pena que actores tan portentosos como Michael Caine y Morgan Freeman estén en esta película tan absolutamente desaprovechados.

Pero vayamos al supuesto meollo trascendental de la cinta, la tenue frontera que separa el bien del mal. Como apunte no está mal, pero se queda en eso, en mero apunte sin desarrollar. Porque, vamos a ver, el Joker será un hijo de puta, pero al menos es un hijo de puta consciente, lúcido, mientras que Batman es un facha que se salta alegremente las leyes, practicando desde la tortura hasta el secuestro, y no parece enterarse. Qué queréis que os diga, personalmente me quedo con el Joker, que en resumidas cuentas es lo único estimulante y magistral de esta aburrida película (y también la actuación de Gary Oldman, vale).

¿Es The Dark Knight, en mi opinión, un mal film? No, es un film mediocre, con algunos aciertos y numerosos fallos. Lo que no me explico, lo que no logro entender por mucho que lo intente, es a qué se debe el desmesurado éxito crítico y comercial de la película. Supongo que hay algo que se me escapa, sin duda debo de estar equivocado, pero los bostezos que amenazaban con desencajarme la mandíbula mientras veía la segunda parte del film eran totalmente sinceros, os lo juro.

Para mi gusto, la mejor película de superhéroes que he visto es Spiderman 2, seguida a cierta distancia por X Men 2. El resto me parecen entre mediocres, malas y horrendas. Y es que, a mi modo de ver, el medio natural de los superhéroes es el comic, y su traslación al cine no acaba de cuajar. Aunque, claro, en esto también puedo estar equivocado. Esperemos a ver qué pasa con el Watchmen de Zack Snyder, aunque desde ya me atrevo a aventurar que, aunque sea una buena película, será una mala película, en el sentido de que forzosamente traicionará al comic original de Moore y Gibbons.

Ya veremos.

domingo, septiembre 7

El coleccionista de frases 18

"Un escritor es alguien para quien la escritura resulta más difícil que para cualquier otro"

Thomas Mann

lunes, septiembre 1

Leonor en ocho clics

Las aficiones de mi padre se manifestaban siempre de forma acumulativa. En primer lugar, era coleccionista; sobre todo de sellos, pero también de latas de cerveza, de botellines, de vitolas de puros, de los triangulitos de papel que hay en los quesos en porciones, de armas de fuego, de monedas... El coleccionismo es una actividad acumulativa por naturaleza y él coleccionaba colecciones. Pero no sólo era eso; a mi padre le gustaban los relojes y tenía docenas, o fumaba en pipa y tenía muchísimas pipas, o escribía a máquina y tenía varias máquinas de escribir, tanto eléctricas como manuales, igual que había cinco televisiones en su casa, un montón de radios y varios tocadiscos, así como amplias colecciones de música country y tangos. No sólo acumulaba lo que le gustaba, sino también lo que no le gustaba; por ejemplo, en un armario de su despacho tenía montones de cajetillas de cigarrillos de todo tipo (turco, egipcio, inglés, americano..), aunque no fumaba cigarrillos, y cajas llenas de bebidas alcohólicas, pese a que era totalmente abstemio.

Una de las principales aficiones de mi padre era la fotografía. Al principio, cuando vivía en Barcelona, su producción fotográfica era más o menos cuidada. Conservo fotos realizadas por él que no están nada mal, imágenes en blanco y negro con el tema bien elegido, la composición y la luz muy cuidadas, y una conseguida intención estética. Sin embargo, al llegar a Madrid el impulso de acumular se impuso y empezó a almacenar cantidades ingentes de A) máquinas de fotografiar y B) fotografías. Tenía Olimpus, Hasselblad, Nikon, Rollei, Mamiya, Bronica y algunas marcas más que no recuerdo, y con ellas hacía cientos, miles de fotografías, sin ton ni son, tan sólo por darle gusto al dedo. Nuestra casa estaba llena de álbumes fotográficos y nuestro trastero de cajas con negativos.

En su afán acumulativo, mi padre regalaba cámaras a toda su familia. Yo tuve una pequeña Olimpus y una Mamiya de 4X4, y tanto mi madre como mi hermano Eduardo contaron con sus respectivos aparatos. Pero donde realmente fructificaron las sales de plata sembradas por mi padre fue en mi hermano mayor, Big Brother. BB es arquitecto, lo cual implica una actitud –y una aptitud- estética, pero además se convirtió en un pirado de la fotografía. Llegó a tener un excelente equipo fotográfico (muy amplio, pero sin llegar a las excéntricas acumulaciones paternas,) y se montó un laboratorio que nada tenía que envidiar al de un profesional. Desgraciadamente, la llegada de la fotografía digital mandó todo eso al limbo de lo inútil, pero mi hermano ya está proveyéndose de un nuevo equipo. En cualquier caso, BB ha llegado a ser un excelente fotógrafo aficionado; y digo “aficionado” porque el muy gilipollas nunca ha querido hacer nada con sus magníficas fotografías.

En cuanto a mí, soy aficionado a la fotografía, pero sé que mi mente está más orientada a la palabra que a la imagen, de modo que nunca pasaré de ser un fotógrafo mediocre. En ocasiones consigo alguna foto notable, pero por lo general carezco de ese sexto sentido que permite arrancar belleza de la realidad que nos rodea.

Ahora permitidme hablar de Leonor, mi única sobrina carnal, la hija de Big Brother. Ante todo, diré que mi hermano es trece años y medio mayor que yo, de modo que su única hija anda ya por la treintena mediada, más o menos. Leonor estudió ADE (o algo así) y trabaja en publicidad; es inteligente, muy buena en su trabajo y una excelente persona. Como es natural, la quiero mucho. Pero siempre había pensado que le faltaba algo; entendedme: a tenor de su personalidad y su brillante cerebro, había algo que fallaba en su estructura, un elemento que debía estar, pero yo no lo veía. Dándole vueltas, he llegado a la conclusión de que lo que echaba de menos era “creatividad”. Una mujer tan brillante e inteligente como ella debía tener forzosamente la necesidad de expresarse, de sacar al exterior lo que bullía en su complejo interior. Sin embargo, no era así; o eso creía yo, estúpido de mí.

El otro día, Leonor me mandó un mail con una selección de fotografías hechas por ella. Yo no sabía que era aficionada a la fotografía, jamás había visto ni una de sus fotos, de modo que abrí el archivo con curiosidad... y me quedé con la boca abierta, patidifuso, pasmado, sorprendido y estupefacto, todo a la vez. Aquellas fotografías eran excelentes, tan buenas como las de su padre, una colección de brillantes imágenes que denotan una enorme sensibilidad para la composición y un abrumador sentido estético. ¿Me estoy pasando? ¿Ya está el tío baboso cantando las virtudes de su sobrinita? Juzgadlo vosotros mismos. Tanto la fotografía que encabeza este post como las siete que vienen a continuación son by Leonor Mallorquí.


Y si queréis ver más ejemplos, no tenéis más que pinchar AQUÍ con el ratón.

En fin, amigos míos, ¿qué queréis que os diga? A mi sobrina no le faltaba nada, ni mucho menos; el ignorante era yo, que no la conocía lo suficiente. Leonor tiene mucho que decir, grandes o pequeñas cosas que expresar, y lo hace a través de sus hermosas fotos. Esa es la creatividad que yo no veía y que acabo de encontrar, el pequeño factor mágico que, a mis ojos, la convierte en un poquito más Mallorquí, en el mejor sentido de la palabra. Así que Leo, querida, perdóname por no conocerte todo lo que debería, y muchas gracias por esos fragmentos de belleza que me has regalado.