miércoles, octubre 31

Noche de brujas y demonios


¡Feliz Halloween, amigos!

martes, octubre 30

La carretera

Hay novelas que son un puñetazo en el estómago, novelas que te sacuden por dentro y te introducen en un mundo terrible donde no quieres estar, pero que al mismo tiempo te fascina, obligándote a seguir leyendo. A las pocas páginas, comienzas a advertir una extraña belleza en ese sombrío mundo que estás explorando, una belleza morbosa, retorcida, pero también extremada y paradójicamente pura. Poco después, ya eres incapaz de soltar el libro, aunque a veces te gustaría poder hacerlo. El norteamericano Cormac McCarthy es especialista en escribir esa clase de novelas, y La carretera es la última muestra de su talento.

Para muchos, la mayor demostración de genialidad sobreviene cuando con el menor número de elementos se obtienen los máximos resultados. Menos es más, dicen. Si esto es cierto, La carretera es una obra maestra (y si no es cierto, también). De entrada, el argumento no puede ser más sencillo: una catástrofe ha destruido la superficie de la Tierra, o al menos gran parte de ella. El autor no especifica en ningún momento de qué clase de catástrofe se trata ni cuáles son sus causas, pero los indicios que salpican el texto –tierras calcinadas, nubes constantes, progresiva bajada de las temperaturas- dejan claro que se trata de una deflagración nuclear. En este escenario -una Tierra desierta y devastada- se mueven los dos protagonistas de la novela, un padre y un hijo cuyos nombre nunca llegamos a conocer. Ambos se dirigen hacia el sur huyendo del hambre y del frío; para ello, siguen el trazado de una carretera abrumadoramente solitaria. El padre empuja un carrito de supermercado con sus escasas pertenencias; el niño, de no más de diez años, le sigue mansamente. No conocemos nada de su pasado, salvo el suicidio de la madre, ocurrido poco después del holocausto. El resto del relato se limita a narrar la peregrinación de los protagonistas a través de un paisaje alucinado, y sus esporádicos encuentros con otros supervivientes, hasta su llegada al mítico Sur. Pero en ese mundo destruido han muerto todas las plantas y todos los animales, de modo que sólo quedan dos fuentes de alimentación: las cada vez más escasas conservas anteriores al holocausto... y los seres humanos.

Nada hay altisonante en La carretera; todo está narrado con cierta distancia, sin el menor énfasis emocional. Sin embargo, el texto nos va introduciendo paulatinamente en un estado de profunda emotividad donde se mezclan la desazón, la empatía, el horror y, también, la ternura. El paisaje que discurre frente a los protagonistas, por ejemplo: campos quemados cubiertos de cenizas, árboles resecos como esqueletos, arroyos de agua emponzoñada, cielos sempiternamente cubiertos por nubes sucias. Todo es gris en La carretera, un gris monótono y abrumador que, más que un paisaje, es el reflejo de un estado de ánimo. Un infierno gris y helado, el horror en estado puro.

No hay ni rastro de énfasis en esta novela, es cierto; sin embargo, el texto no elude mostrarnos el horror, aunque nunca se recrea en él. Es como si contempláramos algo demasiado espantoso y apartáramos rápidamente la mirada, porque no queremos seguir viendo esa monstruosidad. Por ejemplo, el padre abre el corral de una casa supuestamente abandonada y descubre la clase de “ganado para carne” que allí está estabulado. La descripción de lo que ve es muy breve, apenas dos líneas; acto seguido cierra la puerta de golpe. Pero eso es aún peor, porque esas imágenes apenas entrevistas se clavan en la mente del lector como pernos ardientes.

Finalmente, padre e hijo llegan a la costa de un mar grisáceo y muerto, y sucede lo que el lector lleva páginas y páginas esperando -y temiendo- que suceda, y entonces sobreviene una sensación de angustia infinita, de tristeza abrumadora, y el lector piensa: “No me jodas, Cormac, viejo amigo, no me dejes así, no me obligues a cerrar el libro con este amargor en los labios”. Y entonces, McCarthy –nunca un autor ha sido tan piadoso con sus lectores- nos ofrece un inesperado atisbo de esperanza, un tenue rayo de luz en las tinieblas. Puede que sea una concesión; pero de ser así, jamás en mi vida he acogido con tanto entusiasmo la deferencia de un escritor para con sus lectores.

Este comentario no pretende ser una crítica, sino una entusiasta recomendación. La carretera es una espléndida novela que debe ser leída por cualquier amante de la literatura, una obra maestra sin fisuras, un clásico instantáneo. Como en gran parte de sus obras, McCarthy habla en realidad sobre la naturaleza del mal; pero en este caso ha llevado esa cuestión a un limite en el que el mal y el bien parecen carecer de sentido frente a alternativas más urgentes, como muerte y supervivencia, por ejemplo. Entonces, ¿hay circunstancias en las que la ética carece de significado? El autor no da respuesta a esta pregunta, pero quiero creer que mientras alguien, aunque sea un niño pequeño, sea capaz de pensar en términos morales, mal y bien seguirán significando algo.

La carretera es una novela dura, pero no difícil. De hecho, es un prodigio de narrativa y sobriedad. Leedla, vale la pena. Aunque si estáis deprimidos... bueno, la depresión no es el estado de ánimo más adecuado para afrontar un texto como éste, así que tomad Prozac. Pero leedla. Respecto al escritor, tanto La carretera (ganadora del Pulitzer 2007) como su otra obra maestra, Meridiano de sangre, merecen el Nobel para su autor. Pero McCarthy tiene muchos años y seguro que los próximos Nobel de literatura ya están asignados a despampanantes poetas congoleños o prodigiosos novelistas vietnamitas, dependiendo del continente que toque, de modo que no se lo darán. Una injusticia más de la academia sueca.

Epílogo dedicado a los lectores aficionados a la ciencia ficción

La carretera es una espléndida novela a secas, pero también es algo más: una novela de ciencia ficción. En efecto, las catástrofes planetarias forman parte indiscutible del acervo temático del género, y si no ahí está J. G. Ballard para dar fe de ello, o novelas tan relevantes como Limbo o Cántico a San Leibowitz. Digamos que es un tema clásico.

Por otro lado, suele comentar mi buen amigo Julián Díez que los actuales escritores anglosajones de ciencia ficción parecen creer que los temas se agotan en sí mismos, de modo que cuando se publica una novela sobre determinado tema, ese tema deja de ser válido salvo que se retuerza y complique a base de “nuevas ideas” ultrafantásticas y ultratecnológicas. Es decir, que los escritores anglosajones de ciencia ficción se han embarcado en una carrera a lo “más difícil todavía”, en la que cada novela ha de ser más retorcida y rara que la anterior. Lo cual, apunto yo, hace que la mayor parte de las novelas actuales del género sean, por un motivo u otro, absolutamente ilegibles.

Me imagino lo que diría un escritor actual de ciencia ficción si le propusieran escribir una novela con el argumento de La carretera. “¿Un relato post-atómico? Por favor, pero si ese tema ya era una antigualla cuando cayó el muro de Berlín”... Bueno, pues llega Cormac McCarthy, un autor que nada tiene que ver con el género, y, tomando un tema tan supuestamente manido como las historias post-atómicas, escribe la mejor novela de ciencia ficción de las últimas dos décadas, por lo menos. ¿Y cómo lo ha conseguido? Desde luego, no a base de estrafalarias ideas que nada tienen que ver con la realidad y los intereses de un ser humano normal, sino a base de sensibilidad, talento y buena literatura.

Todo un ejemplo a imitar que, me temo, nadie imitará.

miércoles, octubre 24

En la mente del escritor 5. Los personajes.

Cuando, a comienzos de los 90, volví a escribir, me obsesionaba la narrativa, y fue en ese aspecto de la técnica literaria en el que me volqué al principio. Pero pronto comprendí algo: poco importa lo bien que cuentes una historia si los personajes que la protagonizan no le interesan al lector. De hecho, un buen personaje puede arrastrar al lector tanto o más que una buena historia. Pero diseñar personajes no es fácil; en ese aspecto fallan no sólo los escritores noveles, sino también muchísimos profesionales. Si le echamos un vistazo a las novelas que pueblan las librerías, comprobaremos que la mayor parte de los personajes que en ellas aparecen son de cartón piedra, figuras sin personalidad, unidimensionales, “nombres a los que les suceden cosas”; en el mejor de los casos, estereotipos.

Pero antes de entrar en materia, siguiendo mi costumbre, voy a dar un pequeño rodeo. Creo que un novelista debe ser muy, pero que muy observador. A fin de cuentas, la novela es una imitación de la vida, de modo que el novelista tiene que conocer a fondo la materia con la que trabaja; es decir, el mundo real. Por eso, un escritor debe estar siempre atento a lo que sucede a su alrededor, observándolo todo, cuestionándoselo todo, preguntándose el por qué de todo. Y en ese “todo” están incluidas las personas. Un novelista tiene que conocer a la gente, debe saber cuáles son los mecanismos que mueven a los seres humanos. Y no estoy hablando de tortuosas teorías psicoanalíticas, sino de cuestiones mucho más simples y básicas.

A mí me fascinan las personas; por qué hacen lo que hacen, por qué no hacen lo que deben hacer, por qué se engañan, por qué engañan, por qué aman y por qué odian... Siempre hay una razón, aunque sea irracional. Los humanos actuamos siguiendo pautas; algunas son generales, otras son particulares, pero todas son perceptibles, explicables y casi siempre predecibles. Hay que fijarse en los detalles, claro, porque las personas solemos cambiar de careta según las circunstancias. Casi nadie se muestra tal cual es, hay que escarbar. Por mi parte, creo conocer bastante bien la naturaleza humana; esto puede ser una presunción sin fundamento, claro, pero existe un método casi científico para comprobarlo: hacer predicciones. Si puedes predecir el comportamiento de la gente (de gente que apenas conoces, por supuesto), eso quiere decir que no andas muy desencaminado. Y mi porcentaje de predicciones cumplidas es bastante alto, así que no debo de ser del todo malo en la tarea de escrutar a las personas. En cualquier caso, si no se conoce a la gente, o se tiene una imagen deformada de ella, es imposible crear personajes sólidos.

Y ahora al grano. He situado este post entre la estructura y la escritura, porque la creación de los personajes, en mi caso, se produce a caballo de ambas. En fin, tengo un argumento estructurado, de modo que ya debo saber cuáles son los personajes principales. Esos serán los primeros –y los únicos- que diseñaré antes de escribir. Para ello sigo dos métodos distintos. El primero, y el que menos uso, consiste en tomar como modelo a alguien real. Escojo a una persona que conozco bien y traslado todas sus características al personaje. Pero no lo dejo tal cual; de hecho, suelo cambiarlo mucho. Añado cosas, quito cosas, retuerzo otras, sumo o resto énfasis en determinados aspectos... todo depende de lo que quiera conseguir. Es importante, por cierto, que la persona que use como modelo tenga rasgos de carácter y personalidad muy acusados, pues eso facilita el diseño. Por mi experiencia, siguiendo este método se consiguen resultados consistentes, pero hay un problema: no siempre conoces a las personas adecuadas para servir de modelos a los personajes. A decir verdad, rara vez las conoces; y ésa es la razón por la cual utilizo tan poco este sistema.

El segundo método consiste en inventar el personaje “a pelo”. Pero, ¿cómo lo hago? Pues muy sencillo: lo primero es elegir un rasgo de carácter, nada más. Si os fijáis, casi todo el mundo tiene en su personalidad uno o dos rasgos básicos que sobresalen entre los demás. Hay gente básicamente antipática, o seria, o mentirosa, o risueña, o tonta, o fría, o aburrida, o altiva... en fin, existen muchísimas alternativas –incluso no tener ningún rasgo diferencial es un rasgo diferencial-. Bueno, elijo un rasgo básico que será la columna vertebral sobre la que construiré el personaje. Si me quedara ahí, habría construido un ser de cartón piedra, de modo que vamos a añadir cosas, vamos a poner carne en el esqueleto. Uno de los escasos consejos que me dio mi padre sobre la escritura fue que nadie es de una única manera, que las personas tenemos muchas facetas y, sobre todo, muchas contradicciones. Así que, para crear mi personaje, voy a añadirle a ese rasgo básico otro de índole contraria. Si es un hijo de puta, haré que sea encantador, o insulso, o distante (pero nunca “malo”), y si es una bella persona, incluiré alguna clase de mezquindad en su carácter. Luego añadiré debilidades y fortalezas, excentricidades, manías, etc. En principio, para diseñar un personaje mentalmente basta con manejar unos cuantos rasgos principales; no es necesario preverlo todo. Por lo general, imagino también su aspecto físico y su forma de vestir, así como el lugar donde vive y su entorno inmediato. Luego le pongo nombre; me cuesta muchísimo poner nombre a mis personajes, porque debe ser el nombre adecuado (no sé adecuado para qué, pero sí que ha de ser adecuado), de modo que suelo tirarme horas barajando alternativas. Algo que no debo olvidar es que los personajes no nacen con mi novela; tienen un pasado, así que esbozo una pequeña biografía de cada uno de ellos. Nada muy minucioso, por supuesto, pero si lo suficientemente amplio como para dimensionar al personaje. Resumiendo: el truco consiste en elegir un rasgo básico y trabajar a partir de él. Y añadir contradicciones; eso es importante, porque todos las tenemos y hacen que seamos más interesantes.

Bueno, pues ya tengo mentalmente diseñados tres o cuatro personajes. Pero aún no sé si van a funcionar; la única forma de comprobarlo es ponerse a escribir. Veréis, tengo un método para saber si un personaje está bien construido o no. Si debo pensar mucho sus diálogos y sus reacciones, el personaje está mal; por el contrario, si apenas tengo que pensarlas, está bien. La razón es sencilla: he construido un personaje con determinada personalidad, por tanto, todo lo que haga o diga debe ser acorde con esa personalidad. No puedo ni debo forzarle, es él quien debe reaccionar a su modo frente a los estímulos del argumento; por tanto, sus diálogos y reacciones surgirán de forma espontánea. Ese es el motivo por el que a veces los personajes se desmandan y hacen cosas que tú no tenían previsto que hicieran. Los personajes mal desarrollados, por su parte, avanzan a trancas y barrancas, se amustian, languidecen en el limbo de la indefinición. Es muy difícil arreglar un personaje averiado; lo sé por experiencia.

Conforme vaya escribiendo, necesitaré nuevos personajes que diseñaré según aparezcan. La mayor parte de ellos serán secundarios, de modo que no tendré por qué ser tan minucioso en su desarrollo. Pero a todos intentaré dotarles de personalidad propia; incluso en el caso de que sean simples presencias, les daré algún rasgo físico que los caracterice.

Ahora una pregunta importante: ¿cómo presento a los personajes, cómo le transmito al lector su personalidad? Hay un recurso que odio: que el narrador explique cómo son. Eso no sólo me parece hacer trampa, sino que además no sirve para nada, porque ya puedes explayarte describiendo la personalidad de un personaje, que si ese personaje es bidimensional, el lector, por mucho que le digas, lo acabará percibiendo así: plano e impersonal. Otro recurso que, si bien no odio, sí me hace desconfiar es “meterse en la cabeza del personaje”. Es decir: el narrador entra en el coco de un personaje y nos cuenta sus pensamientos, dudas, motivaciones, etc. En fin, a veces empleo este recurso, pero con mucha moderación; ir demasiado lejos por este camino de nuevo me parece hacer trampas.

Entonces, ¿cómo mostrar a los personajes? Yo diría que de forma naturalista. ¿Cómo conocemos a las personas reales?: oyendo lo que dicen, viéndolas reaccionar, escuchando lo que comentan los demás de ellas, interpretando sus actos... Bueno, pues así es como creo que el lector debe conocer a los personajes. Son estos los que han de manifestar su personalidad mediante la forma de hablar, a través de sus actitudes y hechos, o interactuando con el resto de los personajes. Un escritor cuyo nombre no recuerdo decía que todo diálogo debe contener dos informaciones distintas: una, el contenido del mensaje que se quiere transmitir; otra, una faceta de la personalidad del personaje que habla. En este sentido, las digresiones son muy útiles para definir a los personajes. Resumiendo de nuevo: intento que mis personajes adquieran vida propia y se muestren a sí mismos para que sea el lector quien los descubra e interprete.

Siempre procuro que mis personajes no sean evidentes. Por ejemplo, un antagonista no debe parecer “malo”. De hecho, la mayor parte de los hijos de puta que he conocido eran encantadores. Los “buenos” tampoco deben parecer “buenos”; hay muchísimas magníficas personas que son insoportables. Personajes evidentes son sinónimo de personajes aburridos. Por cierto, es más sencillo desarrollar un personaje “turbio” que uno enteramente positivo. Los “malos” tienen esquinas y recovecos que resultan muy gratificantes de explorar; por el contrario, los “buenos” son planos y lineales. Eso puede solucionarse de dos maneras: “enturbiando” al bueno o “complicándole”.

Acabo de releer lo que he escrito y tengo la sensación de que me faltan muchas cosas por decir. El problema es que no sé cómo decirlas. Gran parte de mi trabajo con los personajes es instintivo; no puedo estructurarlos igual que estructuro un argumento, así que realmente toman forma mientras escribo. Y ese “tomar forma” implica por mi parte adoptar decisiones que no surgen de la racionalidad, sino de la intuición. De hecho, sucede un curioso fenómeno: cuando escribo sobre un personaje, soy ese personaje. Por ejemplo: mi próxima novela, que aparecerá en febrero, está protagonizada y narrada en primera persona por una mujer llamada Carmen Hidalgo. Cuando leyeron el borrador, las editoras (dos mujeres) me comentaron lo mucho que les había sorprendido no encontrar ningún “rasgo masculino” en el texto; según ellas, la novela podía muy bien estar escrita por una mujer. Pero es que yo, mientras escribía, era Carmen Hidalgo, tenía su personalidad, me sentía una mujer... ¿Cómo explicar esto si ni yo mismo sé cómo lo hago?

En fin, amigos míos, en el siguiente post entraremos de lleno en la escritura. Nos vemos.

viernes, octubre 19

¿Es la vida buena narradora?

En un post anterior comentaba que las ideas para escribir un relato se encuentran en todas partes, en la gente, en las calles, en los periódicos..., es decir, en la vida. Sí, la vida misma nos proporciona toda suerte de ideas, incluso argumentos completos; pero, ¿son todos válidos como fuente de inspiración? Porque la vida, eso que llamamos realidad, cuenta con una gran ventaja: no necesita ser creíble, mientras que la literatura sí. Vamos a comprobarlo con un ejemplo. Anteayer, 17 de octubre, apareció una pequeña noticia en El País. La reproduzco fielmente:

Un matrimonio en crisis se divorcia al descubrir que eran amantes por Internet

Un hombre y una mujer que establecieron contacto por Internet y se enamoraron eran, en la vida real y sin saberlo, pareja. El matrimonio, de la ciudad serbia de Zenica, decidió conocerse después de intercambiar varios mensajes de correo electrónico y de las conversaciones que mantenían en el chat –en las que además se explicaban el uno al otro los problemas que tenían en su matrimonio-. Así, según informa el semanario serbio Zabavnik, descubrieron la verdadera identidad del otro. Inmediatamente decidieron divorciarse. EFE


Curioso, ¿verdad? Aparentemente, es un buen argumento para un relato corto; sin embargo, yo jamás lo escribiría. Porque todo parte de un hecho tan absolutamente azaroso, tan aleatorio, como es el que ese matrimonio se encuentre en Internet. Ignoro cuántos serbios chatean en la red; no creo que sean muchos, pero si el número suficiente como para hacer muy improbable que la pareja en cuestión coincida en mismo chat, a las mismas horas, y que se conozcan entre sí, charlen, intimen, etc. Es mucha casualidad. Y por eso nunca escribiría un relato basado en ese hecho real; porque no es literariamente creíble, porque no parece real, sino rebuscado y forzado, porque el cuento saldría endeble de raíz.

Lo dicho: la vida no precisa justificarse, no necesita parecer real. La literatura, por el contrario, sí. De hecho, si nos fijamos bien, gran parte de los sucesos que marcan nuestras vidas son producto del puro azar. A dios, por lo visto, le encanta jugar a los dados. La casualidad interviene constantemente en el mundo real, es un factor determinante; sin embargo, eso está vedado en literatura. Dicen que una novela no puede contener más de dos casualidades significativas en su argumento, porque si hay más, el lector rechaza el texto aduciendo que el autor ha hecho trampas. Por eso los escritores nos afanamos en que todo quede atado y bien atado en nuestras novelas, que cada acontecimiento tenga una justificación y un proceso; paradójicamente, lo hacemos para parecer realistas, cuando la realidad no es ni mucho menos así. Naturalmente –y ya es un tópico citarlo- hay autores, como el gran Paul Auster, cuyas ficciones se basan precisamente en la casualidad. No obstante, quizá compartáis conmigo la opinión de que muchas novelas de Auster –como El Palacio de la Luna o La música del azar-, pese a ser básicamente realistas, tienen cierto aire de fantasía, emanan un delicado e impreciso aroma a irrealidad. Hay una frase que quizá explique esto: lo más parecido a la magia que tenemos en este universo es el azar.

Pero volvamos a nuestra pareja serbia. La vida no sólo propone a veces unos argumentos de lo más traídos por los pelos, sino que además, en este caso, no sabe rematar la faena. Se divorcian... ¿Eso es todo? Pero, vamos a ver amigos míos: esas dos personas, huyendo de sus problemas matrimoniales, se refugian en chats buscando un alma gemela que los comprenda. Y los dos la hallan desafiando a las leyes de la probabilidad, se encuentran en medio del anonimato, simpatizan, intiman y se enamoran. Y si quedaron en verse, seguro que era para echar un polvo, no me digáis que no. Entonces, por favor, es evidente que están hechos el uno para el otro. ¿Cómo van a separarse esos dos imanes de distinta polaridad? En todo caso, deberían divorciarse y volverse a casar con sus nuevos amantes; es decir, con ellos mismos. O reconciliarse y jurarse mutuamente que jamás volverán a ver a sus amantes, lo que sería lo mismo que divorciarse. O matar a sus respectivas parejas con el objeto de fugarse con sus amantes (menudo chasco, ¿no?). O lo más sencillo: dejarlo todo como está; continúan con su matrimonio infeliz y siguen siendo adúlteros con ellos mismos. De vez en cuando quedan para echar un casquete en un motel y santas pascuas. Pero divorciarse y ahí se acaba todo...

Pues eso, que la vida debería trabajarse más los finales.

martes, octubre 16

En la mente del escritor 4. La estructura.

Al examinar lo ya escrito, y anticipar lo que voy a escribir ahora, advierto el típico error de perspectiva que sobreviene cuando se explican las cosas de forma ordenada. Según estos post, parece que yo, para escribir una novela, sigo paso a paso una especie de formulario preestablecido, y no es así. De hecho, en mi mente las cosas son mucho más caóticas. Lo normal es que, mientras trabajo una idea y construyo el argumento, busco al mismo tiempo el “motor”, diseño tramos de estructura, perfilo personajes y desarrollo subtramas. Hago varias cosas a la vez, sin seguir necesariamente los pasos de forma sistemática. De modo que no penséis que soy un robotito; la apariencia de orden mecánico se debe a la explicación.

Prosigamos pues. Hasta ahora, para desarrollar la novela he contado exclusivamente conmigo mismo. He imaginado una historia que a mí me gusta y que quiero escribir, y no he tenido en cuenta a nadie más. Pero ahora entra en escena un nuevo elemento: La Cosa. ¿Y quién o qué es La Cosa? Pues mi particular lector imaginario. No tiene sexo, no tiene edad, no es de ningún lugar, no es nada. Sólo un hipotético lector. Lo único importante es lo siguiente: yo conozco una historia de principio a final, pero La Cosa no la conoce en absoluto. Ahora le voy a contar esa historia a La Cosa. ¿Cómo se la cuento?

Lo primero que debo determinar, pues afectará al resto de la escritura, es si voy a narrar en tercera persona o en primera. El narrador en tercera me permite una gran libertad, pues puedo narrar lo que me venga en gana (el famoso “narrador omnisciente”). Por el contrario, el narrador en primera persona tiene límites, pues sólo puede narrar aquello de lo que es testigo directo o lo que le refiere un tercero. Parecería lógico elegir siempre el narrador en tercera, por el aquel de la libertad; sin embargo la cosa no es tan sencilla. Narrar en primera persona, pese a sus limitaciones, facilita la proximidad con el lector; además, permite que el narrador tenga “tono”, personalidad, y hace posible que pueda comentar lo que sucede, emitir opiniones e incluso, si llega el caso, mentir. Por último, las propias limitaciones del narrador en primera pueden jugar a favor de mi estrategia narrativa. El ejemplo más claro es una novela policíaca: el lector se pega al narrador, que suele ser quien conduce la investigación, y le sigue hasta el final, ignorando por el camino lo que el narrador ignora y averiguando lo que él averigua.

Otro aspecto que debo determinar previamente es el punto de vista. Es decir, ¿desde la óptica de qué personaje abordo el relato? Si la narración es en primera persona, eso está claro. Pero si es en tercera, puedo elegir un personaje que sirva de referente al lector y de punto de vista del relato. O no. También puedo narrar desde los puntos de vista de varios personajes. O de ninguno en concreto, aunque entonces debo tener en cuenta que cuanto más avance en este sentido, más difícil será mantener la identificación del lector con el texto.

Bueno, ya he elegido el punto de vista y el narrador: utilizaré la tercera persona (aunque para el propósito de este post eso da en el fondo igual). ¿Qué hago ahora? Veréis, durante mi labor de investigación literaria en la Casa de Campo descubrí algo importante: toda novela (la inmensa mayoría al menos), está sustentada sobre una estructura invisible. Se trata de una especie de armazón del que el autor “cuelga” las distintas escenas del texto siguiendo un orden determinado por la propia estructura. Luego, al escribir y dotar de carne al esqueleto del argumento, la estructura se hace invisible a los ojos del lector. Pero está ahí, sustentándolo todo, y si se escarba lo suficiente en el texto no es difícil encontrarla. Como es lógico, no hay una sola clase de estructura, por supuesto, sino muchas alternativas, de modo que lo que voy a hacer ahora es elegir la estructura más adecuada para mi argumento.

Llegado este punto, prefiero abandonar la expresión “escritor de mapas” y sustituirla por “escritor de planos”, porque en mi opinión lo que voy a hacer ahora se parece mucho a construir un edificio. En efecto, ¿qué es lo que hace un arquitecto cuando le encargan una obra? Pues (y que me corrija BB si me equivoco) estudiar las características del terreno y, teniendo en cuenta las necesidades del proyecto (que variarán dependiendo de la función del edificio), diseñar unos planos que servirán de base (estructura invisible) para la construcción de la casa. Esos planos definen la apariencia estética del edificio, contemplan todas las fuerzas que actuarán sobre la estructura (visible), determinan la distribución interior, marcan por dónde se entra y por dónde se sale, los pasillos, el número de habitaciones, etc., amen de establecer una larga serie de estipulaciones técnicas que van desde la fontanería hasta la instalación eléctrica, pasando por diversos detalles que la ignorancia me impide enumerar. Pues algo parecido me propongo hacer yo: diseñar los planos de mi edificio-novela. Pero diseñarlos, ¿en función de qué?

Permitidme una pequeña digresión: ¿por qué alguien sigue leyendo una novela? No por qué lee, sino por qué, una vez iniciada una novela, sigue leyendo. Hay varias respuestas posibles (tampoco tantas, no os creáis), pero la más básica es esta: el lector sigue leyendo porque quiere saber qué va a pasar. Es decir, el texto ha logrado excitar la curiosidad del lector y le “impulsa” a proseguir con la lectura (ojo, aquí interviene otro factor muy importante, los personajes, del que hablaremos en el siguiente post).

Teniendo en cuenta lo anterior, y para comenzar a diseñar los planos, voy a emplear la herramienta básica de todo narrador: la “dosificación de la información”. Vamos a ver: yo conozco todo el argumento, pero de forma lineal: la historia, en mi mente, comienza por el principio y acaba por el final, sin más jeribeques. La Cosa (¿recordáis a mi hipotético lector?), por el contrario, no sabe nada de nada. Así pues, tengo que contarle la historia poco a poco, dándole la información gradualmente. Pero hay elementos argumentales muy importantes que puedo contar antes o después. O los puedo contar a medias. O contarlos con una apariencia falsa. Hay partes de la información que, si no se complementan con otras partes, parecen carecer de sentido, de modo que puedo crear desconcierto en el lector si muestro sólo fragmentos equívocos. Sea como sea, me reservaré una cuantas bazas en la bocamanga. Y aquí cabe citar lo que considero el único axioma literario universal: en narrativa, tan importante es lo que se cuenta como lo que no se cuenta. En resumen: como no se puede (ni se debe) contar todo a la vez, voy a dosificar la información con el objetivo de excitar la curiosidad del lector.

Comienzo a diseñar la estructura. ¿Por dónde empieza el relato? Stevenson, uno de los mejores narradores de todos los tiempos, decía: “No sé dónde debe comenzar una historia, pero desde luego no por el principio, ni sé dónde debe acabar, pero desde luego no por el final”. Otro escritor, cuyo nombre no recuerdo, daba el siguiente consejo: “Procura empezar tu historia lo más cerca posible del final”. Ambos consejos son sabios y ambos se refieren en realidad a la dosificación de la información. Imaginaos que vais al cine y llegáis cinco minutos después de comenzar la película: lo más probable es que no os resulte difícil retomar el hilo argumental y enteraros de qué va el asunto. Ahora bien, imaginaos que llegáis al cine cuando sólo faltan quince minutos para el final: no entenderéis nada. Bueno, pues voy a intentar que mi novela comience en un punto similar a ése; la historia ya ha empezado y el lector no sabe qué está pasando, de modo que quiere enterarse no sólo de lo que va a suceder, sino también de lo que ya ha sucedido. Es conveniente colocar algún “señuelo” al principio para estimular la atención del lector (a esto lo llamo “misterio” y, por razones de espacio, hablaré de ello más adelante). El caso es que ya tengo al lector sumido en cierta confusión... pero, atención, no debo pasarme, porque demasiado desconcierto al principio puede producir el efecto contrario al que busco; es decir, el distanciamiento del lector. Lo que debo conseguir es que el lector se sienta confuso al contemplar unos acontecimientos que no acaba de entender, pero que al mismo tiempo perciba que tras esos acontecimientos hay una lógica que él no puede captar en ese momento, pero quizá sí si continúa leyendo.

Pues bien, ahora divido mi mente en dos partes: por un lado está el viejo César y por otro La Cosa. César comienza a contar la historia por el principio que ha elegido y observa la reacción de La Cosa. Si es negativa, prueba otras alternativas. Si es positiva..., pues ya tenemos el punto de partida. Y ya puedo empezar a diseñar los planos, porque tengo la entrada. Y, junto con la entrada, vendrá implícita una parte de la estructura: el vestíbulo, las escaleras, los ascensores... Debo tener en cuenta que, para conformar la estructura, no cuenta sólo mi deseo de jugar con el lector; también está el argumento, que impone límites, y el “motor”, que tira de toda la trama en un determinado sentido. El caso es que, a partir de aquí, ampliaré la estructura poco a poco, dosificando la información, revelando parcialmente ciertos aspectos y oscureciendo otros, teniendo siempre en mente que debo mantener el interés del lector, lo cual significa ocultarle cosas. Me reservaré, pues, las bazas para exponerlas en los momentos adecuados, retorceré la estructura dentro de los límites posibles y finalmente, con la inestimable ayuda de La Cosa, tendré los planos terminados.

Aunque no completos, por supuesto. Si hacéis memoria, recordaréis que sólo he desarrollado alrededor el cincuenta por ciento del argumento, de modo que en los planos habrá amplias zonas sin tabicar. De eso me ocuparé durante la escritura. Por otro lado, me apresuro a aclarar que todo este procedimiento que he expuesto, con mayor o menor fortuna, vale para cualquier historia, sea de la temática o género que sea. Desde una novela policíaca hasta una historia de amor; lo único que hay que hacer es adaptar la estructura a las características del argumento. Pero siempre habrá que contar con la curiosidad del lector y aplicar el viejo método de la información dosificada. En cierto modo, un escritor es como un ilusionista, o como un trilero, que consigue que su público mire hacia donde él quiere que mire, y no vea lo que él no quiere que vea.

Bueno, ya tengo la estructura terminada. ¿Llega el momento de escribir? Pues sí, toca escribir; aunque antes, por razones de encaje, hablaremos sobre los personajes. Pero eso en el siguiente post.

viernes, octubre 12

¡Más banderas!


“Un hombre achispado, en una reunión de despedida, entonaría una melodía para animar su espíritu; un militar bebido ordenaría más galones de bebida y más banderas para acrecentar su gloria militar”.

Sabiduría china; cita y traducción de Lin Yutang para La importancia de vivir. Tomado de ¡...Más banderas!, de Evelyn Waugh, novela que recomiendo encarecidamente a todos los merodeadores de Babel.

“El patriotismo es el último refugio de los canallas”.
Samuel Jonhson

No comulgo con el nacionalismo; lo rechazo cordialmente, me deprime. Me parece una forma miope de ver la vida, un intransigente empeño en dividir al mundo en dos partes: nosotros y los demás; una voluntaria castración que impide sentir como propio todo aquello que esté allende de nuestras fronteras. ¿Por qué he de amar a mi región por encima de todas las cosas e infinitamente más que a cualquier otra región? ¿Porque he nacido allí? Es decir, que la lotería Darwin-Mendel decide, por puro azar, que yo nazca en determinado lugar y, a partir de ese momento debo centrar todo mi amor y limitar mi perspectiva a ese lugar, como si me pusieran anteojeras, como si careciera de criterio propio, como si la televisión no nos mostrara un mundo enorme y asombroso, como si no hubiera agencias de viaje.

Pero, ojo, cuando digo “nacionalismo” no me refiero sólo a los catalanes, los vascos o los gallegos, no, no, no. Me refiero también, y sobre todo, al nacionalismo español. ¿Amo a mi país? Pues..., no en especial. Hay cosas que me gustan de España y cosas de ella que odio profundamente. Me encantaría que mi país fuera tan socialmente avanzado como Holanda o los Países Nórdicos; me gustaría que tuviera una tradición cultural como la de Inglaterra o Francia; quisiera que España adquiriera unas cuantas dosis del pragmatismo norteamericano o de la disciplina alemana. Pero bueno, es lo que hay y es donde vivo; y sin lugar a dudas, existen países infinitamente peores (como por ejemplo, Cuba; seguro que alguien lo iba a decir, así que me adelanto).

El caso es que, cuando viajo por el extranjero y veo una bandera Española ondeando en algún lugar (generalmente un hotel), no se me encoge el corazón de orgullo ni me crece la picha a base de excitaciones patrias. Me la trae al pairo. Cuando estaba en la universidad y perdía el tiempo estudiando lingüística, en vez de periodismo, que es en lo que se suponía que me había matriculado, leí una frase muy interesante. Versa sobre la diferencia entre signo y símbolo: “Un signo siempre es menor que el objeto representado, y un símbolo siempre es mayor que lo que representa”. Ejemplo de signo: una señala de tráfico. Ejemplo de símbolo: una bandera.

En efecto, una bandera -la española, por ejemplo- simboliza más que al país y a sus habitantes. Simboliza su historia, su gloria, su herencia, su raza, sus creencias, su idiosincrasia, su futuro, sus tradiciones, su idioma, sus esperanzas, sus ideales, sus paradigmas, sus valores... Un momento, un momento, stop. La bandera simboliza tantas cosas que a la hora de la verdad no representa nada. Es un símbolo vacío, un globo hinchado, un logotipo envejecido, un hueco reclamo publicitario. Mejor paso de banderas.

Aunque a lo mejor algunos afean mi actitud. Hoy es nuestra Fiesta Nacional y el Día del Pilar; vaya papelón para alguien como yo, que no es aragonés, creyente ni patriota (¿no sería mejor quedarse todo el día en la cama?). Al menos soy hispano y hoy también es el´Día de la Hispanidad (sea eso lo que signifique). Bueno, all parecer, seré algo así como un traidor si mañana no salgo a las calles orgulloso de mi país como un pavo y ondeando entusiastamente una bandera de España (coño). ¿Y si me disfrazo? ¿Y si voy vestido de Capitán España (coño)? No sé, el uniforme ceñido delataría a mi tripa en todo su esplendor, aunque cabría ocultarla con el escudo (si es lo suficientemente grande). Por otro lado, dada la estrechez del uniforme, y con ayuda de un par de calcetines enrollados, podría marcar un paquete glorioso. Además, la fama; ya veo la serie de comics: “Las fantásticas aventuras del Capitán España (coño) y Marianin”... Pero, bien pensado, no; el rojo y el amarillo son muy chillones (una horterada en comparación con el rojo y azul de Superman). Definitivamente paso de símbolos patrios.

Así que, mientras algunos gritan exigiendo más banderas, yo esperaré tranquilamente a que llegue el dos de febrero, Día de la Marmota. Al menos esa es una fiesta clara y nada simbólica.

Por mi parte, la única bandera que estoy dispuesto a respetar y asumir es la que aparece ilustrando este post. Se trata de la Bandera de la Tierra diseñada por John Cadle, y representa el Sol, la Tierra y la Luna (gracias a Jorge por proporcionármela). Las banderas siguen mosqueándome, pero al menos ésta representa a nuestro planeta, la única patria que considero mía.

miércoles, octubre 10

¡Feliz cumpleaños, Miwok!

Miwok, una encantadora y asidua visitante de Babel, cumple años hoy. ¡Felicidades, reina mora!

martes, octubre 9

En la mente del escritor 3. El argumento.

Algunos amables merodeadores se han referido a esta serie de entradas como si fuera un cursillo de literatura y eso es un error. Un error que quizá yo haya propiciado en parte, porque de vez en cuando me sale un tonillo didáctico que da asco. Pero esto no es un taller de escritura, ni mucho menos; no estoy dictaminando cómo se deben hacer las cosas, sino exponiendo cómo las hago yo. Me limito a relatar mi experiencia personal, que no tiene por qué ser la buena y, desde luego, no es la única. De hecho, estoy seguro de que un escritor puede hacer exactamente todo lo contrario de lo que yo digo y, sin embargo, escribir una obra maestra. La literatura no tiene reglas, ésa es parte de su grandeza, de modo que podemos reinventarla constantemente. Y si alguien confunde estos escritos con un cursillo, corre el riesgo de entender mis palabras como fórmulas literarias, y seguir fórmulas es el camino perfecto para ser un escritor mediocre. Así que nada de normas y preceptos. A mi modo de ver, la cosa debería ser así: yo os cuento mi experiencia y vosotros, si os apetece, meditáis sobre ella y llegáis a vuestras propias conclusiones, que no tienen por qué ser las mías. Lo importante es que, sean cuales sean, interioricéis esas conclusiones, porque la buena literatura sale muy de dentro, no del consciente, sino del corazón y de las tripas. ¿De acuerdo? Bueno, sigamos adelante.

Con una afortunada frase, Javier Marías dijo en cierta ocasión: “Hay dos clases de escritores: los que emplean mapas y los que usan brújula”. Es decir: hay escritores que planifican sus novelas antes de escribir (hacen mapas) y otros que, partiendo de una idea muy difusa (y orientándose mediante una metafórica brújula), van creando el argumento conforme escriben, sin tener claro siquiera adónde quieren llegar. Marías se confiesa escritor de brújula, y yo me declaro escritor de mapas. Pero atención, no podéis haceros una idea de hasta que punto soy un escritor de mapas (aunque yo prefiero decir “de planos”). Lo cual no significa que escribir con brújula sea malo; en realidad, lo que significa es que yo soy incapaz de hacerlo. En efecto, si me pongo a escribir un simple relato corto sin tenerlo todo muy, pero que muy claro, me siento perdido, divago, me angustio y no llego a ninguna parte. Y no digamos ya una novela; eso ni me lo planteo. Pero insisto: no puedo ni quiero afirmar que un método sea mejor que el otro. Yo os voy a hablar de la escritura con mapas, porque es mi sistema, pero no puedo deciros nada sobre la escritura con brújula, sencillamente porque no sé escribir así.

Bien, el primer paso en mi proceso de planificación es desarrollar un argumento. Ya tengo una idea-eje, pero suele ser algo muy pequeño, muy vago, así que debo empezar a darle cuerpo construyendo pieza a pieza una historia que se amolde y corra paralela a esa idea central. Para hacer esto utilizo una simple pregunta: “¿Qué pasa si...?”. Es decir, imagino una alternativa argumental y me pregunto “¿Qué pasa si sucede esto?”; luego, desarrollo esa alternativa en mi dura cabezota y veo adónde me conduce. Si me lleva a un lugar prometedor, sigo ampliando esa alternativa mediante el uso constante de la preguntita de marras. Si me conduce a un lugar equivocado, o al que yo no quiero ir, que es lo más usual, descarto la alternativa y pruebo con otra. Y así una y otra vez hasta que obtengo un “argumento básico”.

O no lo obtengo, claro. Según mi forma de trabajar, constantemente estoy intentando desarrollar argumentos para diversas ideas que me rondan la cabeza. En ocasiones (raras, por desgracia), el argumento llega enseguida, pero por lo general tengo que currármelo, a veces durante años. Y a veces no lo consigo; así, de memoria, llevo casi diez años dándole vueltas a dos ideas que me resultan muy atractivas, y todavía no he llegado a ninguna parte. Podría aducir que esas ideas son equivocadas, pero no hay ideas equivocadas, sino escritores incompetentes.

Bueno, según comentábamos, he ido probando alternativas argumentales hasta obtener un “argumento básico”. ¿Y qué es para mí un “argumento básico”? Sencillo: un principio y un final. Si tengo eso, ya tengo la novela. Pero me temo que el trabajo no se acaba ahí. Veréis (me voy a poner cursi), un relato corto, un cuento, es como una flor: su tallo crece en un solo sentido. Pero una novela es como un árbol que, a partir del tronco, se expande en ramas y hojas. En el post anterior, Arcadio citaba el siguiente párrafo de Vargas Llosa: "La poesía puede ser un género intensivo, desprovisto de hojarasca, la novela no, ésta poseerá siempre digresiones, tiempos muertos, porque es extensiva, se desenvuelve en un tiempo y finge ser historia, y ello implica material informativo relacionador, conexivo, inevitable". Donde el escritor peruano dice “poesía” podría decirse también “cuento”.

De modo que a partir del argumento básico, y siempre siguiendo el método “¿qué pasa si...?”, desarrollo (mentalmente) las partes más importantes de la historia, alguna que otra subtrama, alguna que otra peripecia y los personajes principales (tema éste, los personajes, sobre el que hablaré en otro post). Ahora bien, teniendo en cuenta que el número de posibilidades que manejo es, si no infinito, sí enorme, ¿cómo sé si estoy eligiendo las mejores alternativas posibles? Pues, simplemente, no lo sé ni puedo saberlo. De hecho, ahí interviene la intuición del artista, porque el talento de un escritor reside no tanto en responder adecuadamente las preguntas que se autoplantea, como en formular las preguntas adecuadas. ¿Y cómo se plantean las preguntas adecuadas? Ay, si yo lo supiese...

Un punto importante: ¿desarrollo toda, toda, toda la trama? ¡No, gensanta, qué pereza! Desarrollo sólo lo fundamental para la historia y algunos aspectos colaterales. Por lo general, yo diría que me basta con imaginar alrededor del 40 ó el 50 por ciento del argumento. El resto vendrá casi por sí sólo; ya veréis por qué.

En fin, ya tengo un argumento bastante desarrollado; ¿he acabado la fase de preparación? Pues no, ni mucho menos. Ahora tengo que buscar el “motor” de la trama. ¿Y qué demonios es ese “motor”?... Pues el elemento argumental que hace avanzar la acción e impulsa a los personajes a actuar en determinado sentido. Por ejemplo, en La isla del tesoro, de Stevenson, el “motor” del relato es el tesoro enterrado, pues es el factor que “tira” de todos los hilos de la trama. Si os fijáis, observaréis que el tesoro en sí mismo no es realmente importante, pues no interactúa con el resto de los elementos de la trama. En realidad, no es más que una excusa para mover el argumento, un objetivo en el que confluyen todas las líneas narrativas, pero que en el fondo resulta irrelevante. Así pues, el “motor” puede ser un mero pretexto. O no. Recurriendo a otro ejemplo, en Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez, el “motor” de la historia es el asesinato de Santiago Nasar, pero en este caso el “motor” no es un simple pretexto, sino un aspecto fundamental del argumento. Por cierto, Alfred Hitchcock llamaba MacGuffin a lo que yo llamo “motor”, con la diferencia de que para él, el MacGuffin siempre era una excusa, mientras que, como hemos visto, nuestro motorcito puede serlo o no. Aunque en el fondo, eso da igual; lo importante es que tire con fuerza.

Habíamos quedado en que el siguiente paso era buscar el “motor” de la novela. Porque sin “motor” no hay movimiento (menuda perogrullada) y la narrativa es eso: movimiento, cambio. Bien, lo cierto es que la mayoría de los argumentos –según mi experiencia- ya llevan incorporados su propio “motor” (probablemente porque hemos construido la trama en torno al “motor”, lo que no deja de ser lógico), de modo que no habrá que buscar nada. Pero no siempre ocurre así; a veces, tienes un argumento completo al 95%, y resulta que el cinco por ciento que te falta es precisamente el “motor”. Es decir: tienes los planteamientos básicos de la trama, los personajes, las situaciones, pero necesitas algo que lo dinamice todo. También puede ocurrir que el “motor” implícito en el argumento no sea lo suficientemente potente. O que necesites más de un motor en el relato... Pero no nos metamos en vericuetos. ¿Recordáis lo que os contaba en el primer post de la serie? De jovenzuelo no conseguía terminar ninguna novela, porque los textos que escribía se me “desmayaban” entre las manos a las pocas páginas. Pues bien, en la mayor parte de los casos, eso sucedía porque las historias que pretendía contar carecían de “motor” o tenían motores tan débiles que no es de extrañar que el relato entrara en coma al poco de comenzar.

Bueno, pacientes merodeadores, ya tengo la idea, el argumento, el “motor”, algunas subtramas, algunos personajes... ¿Me pongo a escribir? Pues todavía no, qué le vamos a hacer. Ahora sale de escena el “César loco fantaseador” y entra el “César estratega”, porque aún falta un paso previo al acto de escribir: diseñar la estructura del relato.

Pero eso, amigos míos, lo vamos a dejar para la próxima entrega de tan apasionante serie. Ciao.

miércoles, octubre 3

En la mente del escritor 2. La idea.

Quizá la pregunta más vulgar que se le puede hacer a un escritor es: ¿De dónde sacas las ideas? Y, como es lógico, una pregunta tan tópica merece una respuesta no menos tópica: De todas partes.

Antes de proseguir, conviene aclarar un par de puntos. En esta serie de posts voy a referirme en todo momento, y salvo que diga lo contrario, al proceso que sigo para escribir una novela. Así que nada de relatos cortos: novela. En segundo lugar: ¿qué entiendo yo por “idea”? La idea es el germen de la novela, la semilla. Puede ser cualquier cosa: una imagen, un nombre, un tema, un objeto, una persona, una noticia, un sueño, una anécdota, el párrafo de un libro... Lo que sea, pero seguramente reunirá dos condiciones: 1ª, será algo todavía muy pequeño y difuso; 2ª, por las razones que sean, esa idea te interesará, te atraerá como escritor (y como ser humano, claro; a veces, los escritores parecemos humanos).

Así pues, las ideas se encuentran en todas partes. En tu familia, en tu círculo de amigos, en tu barrio, en el periódico... o se te pueden ocurrir a ti sin tener muy claro de dónde proceden (pero de algún sitio vienen, no lo dudes). De hecho, en general las ideas no se buscan: se encuentran. Ahora bien, una vez que tengo la idea, ¿qué hago con ella? Pues intentar averiguar cuál es su tamaño, alcance y posibilidades. Hay ideas que parecen muy prometedoras, muy brillantes, pero que luego resultan no ser válidas para cimentar una novela. Otras, sin embargo, son aparentemente más sosas y limitadas, pero al escarbar en ellas descubres inesperadas posibilidades. Pero lo mejor es poner un par de ejemplos.

Yo, como imagino que la mayor parte de los escritores, tengo un “cuaderno de ideas” en el que anoto, pues eso, todas las ideas que encuentro o se me ocurren. Digo “anoto” y eso no es del todo cierto, pues entre las páginas de mi cuaderno hay noticias recortadas, fotos, servilletas de papel pintarrajeadas, dibujos... hasta (me sonrojo) un trozo de papel higiénico anotado (eso sí, sin usar). Bien, ahora voy a coger el cuaderno de marras y buscaré una idea que nos sirva de muestra... Vale, ésta puede servir; la voy a reproducir tal cual la anoté en su momento: “Banco de tiempo. Un banco en donde uno puede ingresar tiempo. Existen cheques de días, horas o minutos, y se pueden solicitar créditos, préstamos e hipotecas de tiempo”.

Ahora vamos a darle unas cuantas vueltas a esta idea. De entrada, pertenece al género fantástico, eso está claro. Ahora bien, ¿cuán grande es? La idea, un banco de tiempo, abre interesantes expectativas. ¿Qué pasa cuando alguien se arruina? ¿Hay millonarios de tiempo? ¿Qué hace el banco con los beneficios? ¿Existen ladrones de tiempo?... Sí, las posibilidades son sugestivas, pero hay algo que no acaba de convencerme del todo. Eso de un “banco de tiempo” resulta un poquito... burlón, irónico quizá, en cualquier caso no del todo serio. Y puede también que un poquito artificial. Creo que el concepto no soportaría el andamiaje de una novela; al final resultaría endeble. Quizá una novela corta, o puede que una novela de humor. Porque me temo que si intentara estirar esa idea, se le saltarían los pespuntes. Me parece que es más adecuada para un cuento; en unas 40 o 50 páginas se le puede exprimir el jugo y ocultar sus defectos. Sí, un cuento.

O sea, que la idea parecía prometedora, pero no me sirve para un texto largo. Si estuviera buscando el tema básico para una novela, descartaría esta idea y probaría con otra. Vamos a hacerlo.

La siguiente idea es una palabra: Taltavull. En realidad, se trata de un apellido. Veréis, hace años vi un anuncio en el periódico (publicidad pagada) donde se decía que iba a haber una reunión de todos los que se apellidan Taltavull en no recuerdo qué local de congresos de Madrid. Por lo visto, se trata de un apellido tan antiguo como poco frecuente, pues todos los que lo ostentan están de un modo u otro emparentados, aunque dispersos por toda España. Bueno, vamos a olvidarnos del hecho real y reduzcámoslo a la simple idea: alguien organiza un congreso para reunir a todos los que tengan determinado apellido. La pregunta es: ¿por qué? ¿Por qué esa persona organiza un congreso, que es algo que es caro y laborioso? ¿Qué busca?

¿Veis?, la segunda idea parece más vaga que la primera; sin embargo, la segunda puede sustentar no una novela, sino muchas. Porque en cuanto os pongáis a responder a ese “¿por qué?” que planteo en el párrafo anterior, descubriréis que cada respuesta conduce a un argumento distinto. De entrada, la idea en sí no pertenece a ningún género, de modo que eso lo decidiremos nosotros. Además, es una idea muy amplia que puede abarcar desde una historia de amor hasta un relato de terror. Es también una idea consistente, sin grietas. Por último, es una idea poco usual y un tanto intrigante que, por sí misma, puede capturar la atención del lector. Hace años, desarrollé todo un argumento basado en esta idea; por razones que no vienen al caso, no escribí la novela, pero mientras barajaba opciones argumentales me sorprendió la cantidad de alternativas diferentes (e interesantes) que brotaban de esa peculiar reunión familiar.

Permitidme comentar otra idea “difusa”, pero sugerente. Se trata, también, de un anuncio aparecido en la prensa hace unos años. En realidad, es un simple módulo de El País (creo que la edición del País Vasco) de 6X5 cm. El texto dice así: “C.H.R.I. Centro Histórico busca documentos, fotos u objetos relacionados CON ACCIDENTE DE AVIÓN ALEMÁN ocurrido en la playa de San Sebastián el 8 de mayo de 1945. Contacto: J. de Schutter, 5, rue du Sec Arembault 59800 Lille (Francia)”. Ante todo, tengamos en cuenta unas cuantas cosas. El accidente se produjo al final de la 2ª Guerra Mundial en Europa, justo al día siguiente de la capitulación alemana. Por otro lado, la persona de contacto tiene apellido alemán, pero su dirección es francesa. Además, Lille se encuentra al norte de Francia, en la frontera con Bélgica, cerca del Paso de Calais. Vale, esos son los hechos; ahora, las preguntas: ¿qué o quién iba en ese avión? y sobre todo ¿por qué, cincuenta y tantos años después de los hechos, alguien o algo se interesa por ese accidente? Nunca he intentado desarrollar un argumento basado en esta idea, pero estoy seguro de que ahí hay una buena historia. En principio, el tema no se decanta hacia ningún género en concreto, aunque parece que se inclina hacia el thriller. Pero también podría ser una historia de amor, o bélica, o de intrigas familiares. Es una idea razonablemente amplia.

Muy bien, amigos míos, ya he elegido una idea que será la simiente de mi novela. ¿Qué hago ahora? Asegurarme de que esa idea me interesa y atrae lo suficiente para trabajar en ella. Tened en cuenta que escribir una novela lleva meses, incluso años; es decir, mucho tiempo trabajando en lo mismo. Si el tema, la idea, no me interesa lo suficiente, acabaré escribiendo a desgana y al final haré una mierda; o un texto correcto, pero sin alma. Escribir una novela requiere toda la energía que se pueda acumular y gran parte de esa energía provendrá de mi pasión por el argumento. Así que la idea debe interesarme mucho o, mejor, entusiasmarme.

A veces me equivoco, es cierto. En un par de ocasiones he desarrollado argumentos completos y luego, tras escribir las primeras páginas, he descubierto que no tenía las menores ganas de seguir. Así que dejé aparcadas ambas historias. Aparcadas, porque el hecho de que no me entusiasmaran entonces no significa necesariamente que los argumentos o las ideas fuesen malos, sino que esos no eran los momentos oportunos para escribirlos. Porque no siempre apetece escribir las mismas cosas, igual que no siempre apetece leer la misma clase de libros. Cada momento, cada circunstancia, cada estado de ánimo conduce a historias distintas. Eso conviene tenerlo en cuenta.

Bueno, ya tengo en mis manos una pequeña, rutilante y prometedora idea. ¿Cuál es el siguiente paso? Pues exprimirla para sacar de ella las historias que contiene. O, dicho de otra forma: crear un argumento. Pero de eso, fraternos merodeadores, hablaremos en la siguiente entrega
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