jueves, septiembre 27

En la mente del escritor. ¿Por qué escribir?

Hace unas semanas, me paré a pensar y descubrí, no sin cierta sorpresa, que jamás en mi vida me había propuesto ser escritor profesional. De hecho, cuando estaba a punto de acabar el bachillerato y debía plantearme un futuro académico-profesional, reduje las alternativas a cuatro posibilidades entre las que no se contaba ni remotamente la literatura: Periodismo, Publicidad, Biología y Arquitectura Técnica. La última opción (bien rara, si os paráis a pensarlo) la incluí por insistencia de mi hermano mayor –arquitecto a la sazón-, pero la verdad es que jamás me vi como aparejador. Y lo de la biología, porque me interesaba –e interesa-, nada más. Al final opté por el Periodismo (un mal día lo tiene cualquiera). Pero lo curioso del asunto es que ni remotamente me planteé la escritura como profesión.

Y digo que es curioso, porque en realidad lo tenía todo a favor para elegir esa opción. Mi padre, José Mallorquí, no sólo era escritor profesional, sino que además se ganaba muy bien la vida con su trabajo. Pero es que además, a mí me gustaba escribir. Lo hacía desde muy pequeño y, permitidme la falta de humildad, lo hacía bien. Aún conservo algunos escritos breves de cuando yo tenía doce o trece años y, la verdad, dejando aparte el infantilismo de los temas y el tratamiento, el manejo de la prosa es sorprendentemente maduro para un niño.

Pero es que a mí siempre me resultó fácil redactar bien (ojo: digo redactar, no escribir). Era como un don, como una facultad innata... lo que pasa es que no creo en dones ni facultades innatas. Pienso, mas bien, que se debe a otras circunstancias. En primer lugar, desde muy pequeño fui un lector compulsivo (en una casa llena de libros). En segundo lugar, en mi familia reinaba un ambiente de respeto y amor hacia la cultura, así como de decidida pasión por la literatura y el cine. En tercer y último lugar... Veréis, yo, el más pequeño de la familia, nací diez años después de mi siguiente hermano; soy, por tanto, fruto de un Ogino mal calculado o de un calentón de mi padres. Eso significa que crecí entre adultos, unos adultos cultos que hablaban con gran corrección. Y todo eso modeló mi cerebro en su momento de mayor plasticidad. Volveremos a esto.

Bien, además de lo dicho publiqué mi primer relato cuando tenía 15 años y a los 17 ingresé en el plantel de colaboradores de La Codorniz. O sea, que la cosa discurría en el sentido correcto para sumergirme en el océano de las letras. Pero no, ni siquiera me lo planteé. ¿Por qué? Por dos motivos: Primero, porque en mi familia existía el acuerdo tácito de que el heredero profesional de mi padre, el destinado a recoger la antorcha de la literatura en la siguiente generación, era mi hermano Eduardo. En cuanto a mí, dado lo inesperado de mi llegada al mundo, creo que nadie se había molestado en hacer muchos planes (de hecho, tengo la sensación de que mi familia tardó muchos años en sacudirse de encima la sorpresa de mi nacimiento). En cualquier caso, el puesto de escritor de segunda generación ya estaba ocupado, y dos Mallorquí escritores me parecía excesivo. El segundo y más importante motivo era... que algo fallaba. Podía escribir relatos cortos con cierta destreza, pero fracasaba al intentar una narración larga y no digamos una novela.

Estudié Periodismo, trabajé un tiempo como guionista de radio, luego fui periodista free lance (horriblemente pagado) durante unos años y, entre tanto, escribía, por pura afición, intentando pergeñar una novela. Pero no podía. Comenzaba a escribir y el texto se iba desinflando poco a poco, con cada página, hasta quedar reducido a nada. No sé cuántas novelas comencé por esa época... bueno, sí: las mismas que no acabé. Finalmente, a los 26 tacos, sufrí una crisis existencial y decidí darle la vuelta a mi vida. Hice la mili (no porque quisiera, sino porque los militares insistían en gozar de mi compañía) y cuando recuperé la condición de civil rompí con el periodismo y entré en el rutilante mundo de la publicidad.

También rompí con la escritura. Sabía redactar, pero no narrar, así que a la mierda. Durante la larga década en que me dediqué a la publicidad no escribí ni un sólo cuento, ni una línea, nada. ¿Y sabéis lo más curioso?: no lo echaba de menos. Supongo que estaba frustrado. Pero hay algo que sí continuaba haciendo: inventar historias. Cuando tenía que matar el tiempo, antes de una reunión, durante un aburrido rodaje o en las esperas de los aeropuertos, me distraía desarrollando mentalmente argumentos. De hecho, llegué a construir un par de novelas sólo en mi cabezota (si las hubiera escrito, la habría cagado).

Pues bien, pasó el tiempo, sufrí otra crisis vital y abandoné (más o menos) la publicidad. Entré en contacto con una cadena de TV y, tras colaborar en un par de programas horribles, me planteé escribir un guión piloto para una miniserie. Y lo escribí. Y el resultado, cómo no, fue una mierda. Porque no sabía narrar, de modo que tenía que aprender. Durante la primavera del 91 elegí un puñado de libros que me habían enganchado, novelas que en mi opinión estaban particularmente bien narradas. Cada día, a lo largo de dos o tres semanas, cogía uno de los libros, me iba en moto a la Casa de Campo (un inmenso parque/finca situado al oeste de Madrid), me sentaba a la sombra de un árbol y procedía a destripar el libro, buscando las herramientas, los trucos, las estrategias que utilizaba el autor. Y finalmente lo comprendí. Supe en qué me equivocaba y qué tenía que hacer para corregirlo. En realidad, era tremendamente sencillo, tan lógico y evidente que resultaba fácil no verlo. Pero al final lo vi; más vale tarde que nunca.

Lo primero que hice fue corregir el guión. Apenas tuve que escribir nada nuevo; bastó con cambiar el orden de varias secuencias. Quedó bien y le gustó a mucha gente, pero, ay, la miniserie no salió adelante. Entonces comencé a practicar mis recién adquiridas habilidades narrativas escribiendo relatos. De ciencia ficción y fantasía, los géneros que mejor conocía. Gané unos cuantos premios, obtuve cierto reconocimiento en el pequeño mundo del fantástico español y consolidé un estilo. Y también me quedó claro que escribiendo fantástico no me iba a jalar un rosco.

Entonces se cruzó en mi camino la literatura juvenil. Vi el anuncio de un premio literario, escribí una novela y gané. Además, esa novela se convirtió en un pequeño best seller. Mi segunda novela juvenil también se vendió bien, gané varios premios más... y descubrí que podía vivir de la literatura o, al menos, de esa parte de la literatura. Así me convertí en escritor profesional.

Bueno, ya os he contado mi vida. Si queda alguien despierto quizá se pregunte qué tiene esto que ver con las razones por las que escribo. Paciencia y anfetas, pronto llegaremos a eso.

Cuando le preguntan a un escritor por qué escribe, suele obtenerse una respuesta literaria. Por ejemplo: “...donde los sueños se acaban empieza el torrente de palabras que definen mi existencia, mi esencia son líneas de emociones contenidas que toman cuerpo en frases que puede que nunca sean leídas...”; o: “Escribo para conocer y conocerme para vivir y transgredir, y porque a veces sólo nos queda La Palabra” (frases reales sacadas de Internet). En fin, basura retórica que no significa nada. Existe una mística en torno a la literatura, un misticismo hueco y engolado que, lejos de aclarar las cosas, las emborrona. ¿Por qué escribes? En el fondo, la respuesta es “porque me gusta”. Pero eso tampoco aclara nada, ¿verdad? Una de las respuestas más honestas que conozco es: “Escribo para que me quieran”. Exacto; yo diría incluso que es una razón universal. Todos los escritores escribimos para que nos quieran (véase el post dedicado a la vanidad). Pero hay más respuestas posibles. Escribo para follar. Escribo para matar el tiempo. Escribo porque lo del solfeo es muy difícil. Escribo por la pasta. Escribo para sentirme diferente. Escribo porque es más barato que el psicoanálisis. Escribo por la fama... Hay multitud de respuestas, pero todas muy generales. Por otro lado, cada escritor tendrá su razón íntima para escribir, aunque no sea consciente de ella. Así pues, la cuestión en concreto es ¿por qué escribo yo?

La primera razón es la más común de todas. Siempre he sido un lector entusiasta, y como a todos los lectores que desarrollan un poco la imaginación, empezaron a ocurrírseme historias. De ahí a escribirlas sólo hay un paso. Dado que tenia facilidad para redactar, escribir se convirtió en una afición. Una afición de la que podría haber prescindido perfectamente, ojo. Me siento mucho más lector que escritor.

La segunda causa tiene que ver con mi formación. Veréis, es casi imposible que una persona llegue a ser Gran Maestro de ajedrez si no ha empezado a jugar antes de los ocho o nueve años. Esto es así porque durante la primera infancia el cerebro posee una gran plasticidad, de modo que adapta su conexiones, su “programación básica”, a las tareas que realiza en ese periodo. Pues bien, dado el entorno donde me formé, creo que mi cerebro se configuró en torno a los patrones verbales. A fin de cuentas, todo lo que he hecho hasta ahora, periodismo, publicidad, guiones, todo tiene que ver con el lenguaje.

¿Qué quiero decir con esto? Pues que escribo porque es lo que mejor sé hacer. Y cuando uno hace lo que se le da bien, experimenta cierto grado de satisfacción. Pero, ¿eso es todo? ¿Hago lo que hago simplemente porque lo sé hacer? Pues en gran medida sí, aunque hay algo más. Suele afirmarse que lo fundamental para ser escritor es tener algo que decir y, la verdad, no sé muy bien qué significa eso de “tener algo que decir”. ¿Un mensaje para el mundo? Yo no tengo ningún mensaje que transmitirle a la humanidad y si lo tuviera sería algo así como paz y amor, o algún tópico semejante. De hecho, como decía Billy Wilder, cuando tengo que mandar un mensaje voy a la oficina de telégrafos (aunque hoy sería mejor mandar un SMS).

No, no tengo nada concreto que decir. Pero tengo muchas historias que contar y quizá, sólo quizá, esas historias acaben diciéndole algo a alguien. No tengo un gran mensaje que dejar para la posteridad, es cierto, no me siento un mesías; pero tengo un punto de vista, una forma de ver las cosas que es mía y sólo mía (como las huellas dactilares), y tengo además la presunción de que ese punto de vista puede interesarle a los demás (aunque sólo sea para rebatirlo). Si no, ¿por qué iba a mantener este blog? De modo que eso es lo que ofrezco: historias contadas desde mi particular punto de vista, narradas con mi estilo y dotadas de las estética que he elegido. Eso es lo que ofrezco y eso es lo que hago, porque es lo que sé hacer.

La tercera razón es la más prosaica de todas. Escribo por dinero. Mucha gente sostiene que eso, escribir por pasta, es una especie de corrupción del arte; yo, por el contrario, lo considero un poderosísimo incentivo.

Y llegamos a la cuarta y última razón. El azar. Al mirar hacia atrás advierto que, si algunas cosas hubiesen sido diferentes en el pasado, hoy probablemente no escribiría. De modo que escribo por casualidad. Aunque supongo que esto puede aplicarse a cualquier faceta de la vida.

Y ya está, amigos míos; menudo coñazo os acabo de soltar. No os preocupéis, las siguientes entregas serán más cortas y, espero, más amenas. Para celebrar la paciencia que habéis derrochado, vosotros los que escribís, ¿por qué no me contáis vuestras razones para escribir? Pero no me hagáis literatura, ¿eh?, ni os pongáis místicos. Limitaos a ser sinceros.

miércoles, septiembre 26

Las torres del olvido

Por lo visto estamos en época de reediciones. Ediciones B acaba de lanzar Las torres del olvido (1987), del australiano George Turner. Se trata de una antiutopía; quizá de la última gran antiutopía que se ha publicado... (¿Cómo, que alguien no sabe lo que es una antiutopía? Sencillo: utopía=sociedad guay, antiutopía=sociedad chunga). Pero también es un juego literario -una novela dentro de otra novela- y un brillante estudio de personajes. El escenario de Las torres del olvido refleja el colapso de la sociedad capitalista, una sociedad en putrefacción que divide a sus ciudadanos en dos castas: los supra y los infra; es decir, los que tienen trabajo y los que no lo tienen. En ese contexto, asistimos a la decadencia y caida de la familia Conway, que pierde su condición de supra y desciende rápidamente por la escala social hasta sumergirse de lleno en los verticales ghettos de los infra, donde reina el óxido, la pobreza y la violencia.

En fin, no me voy a poner a hacer la crítica de la novela, porque esto sólo es una recomendación. Me limitaré a señalar que Las torres del olvido es una excelente novela muy recomendable para todo aquel que disfrute con los textos que hacen pensar, y muy en especial para aquellos que creen que no les gusta la ciencia ficción.

domingo, septiembre 23

Equinoccio de otoño


Hoy, a las 9:51 hora solar, el Sol ha entrado en Libra, dando paso al otoño. Por tanto, y con dos días de retraso sobre la fecha usual, hoy es el equinoccio de otoño, cuando el día y la noche duran lo mismo. Antiguamente, en este tiempo se celebraba la segunda fiesta de la cosecha -dedicada al dios Mabon-, cuyo nombre celta era Mea'n Fo'mhair.


Al otro lado del océano, en la ciudad maya de Chichén Itzá, tiene lugar en estas fechas un curioso fenómeno. Durante el atardecer, al incidir el sol sobre la Pirámide de Kuculkán (en la foto), se produce un sorprendente juego de luces y sombras: los rayos de sol que van iluminando el lado norte de la pirámide simulan el descenso de la serpiente emplumada.

miércoles, septiembre 19

Escritores y otros sinónimos de vanidad

Lo que nos hace tan insoportable la vanidad ajena es que hiere la nuestra.
La Rochefoucauld

Vanitas vanitatis et omnia vanitas.

Hace poco he firmado un contrato con una nueva editorial. Nueva para mí, me apresuro a aclarar, porque la editorial en cuestión lleva muchos años en activo. El caso es que no conocía a las editoras ni ellas me conocían a mí. Bueno, pues después de nuestro primer encuentro descubrí que a las editoras les había sorprendido que yo... fuese una persona normal. Y no es la primera vez que me pasa algo así, ni mucho menos; por ejemplo, durante una cena de entrega de no sé qué premios, y ante un comentario mío que no recuerdo, uno de los comensales exclamó: “¡No me lo puedo creer: un escritor humilde!”.

Un momento, un momento, diréis mosqueados; ¿es que César se nos va a poner ahora en plan qué sencillito soy, que modesto, soy el San Francisco de Asís de las letras? No, tranquilos, ya sé que la humildad, muchas veces, no es más que una trabajada forma de soberbia, y además no voy a hablar de mí, sino de mis colegas, los escritores.

Conozco a bastantes escritores; no muchos, porque no me gusta frecuentar los círculos literarios, pero si los suficientes como para poder hacerme una idea. En general son gente excelente, absolutamente normal, personas agradables, sensatas e inteligentes, y tan sólo unos pocos enarbolan egos que incluso para Borges resultarían excesivos. Pero ésa no es la proporción normal. La mayor parte de los escritores que conozco, y que además son amigos míos, se dedican a la literatura de género y, para colmo de males, al fantástico, lo cual ya pone un poco de sordina a la soberbia. Aunque a veces no mucha, todo hay que decirlo. Pero entre el resto de los escritores, los que venden porque venden, los que no venden por que son demasiado exquisitos, los que ni siquiera consiguen publicar porque están adelantados a su tiempo, entre el resto de los escritores, amigos míos, la vanidad se extiende como una plaga de topillos.

O dicho de otra forma: el número de escritores insoportables es, cuando menos, abundante. Supongo que sucede lo mismo con el resto de las artes, pero como sobre todo conozco escritores, nos ceñiremos a este gremio. Aunque... bueno, trabajé en publicidad, que no es un arte, ya lo sé, pero emplea herramientas del arte. Era creativo, copy (de copywriter), y pronto descubrí que los creativos publicitarios eran monstruos de vanidad. No todos, claro; sólo la mayoría. ¿Y por qué?, me preguntaba yo, si lo único que hacíamos es vender detergentes...

Basta con visitar los blogs de ciertos escritores para comprobar hasta qué punto puede un ego expandirse por el ciberespacio. Yo, yo, yo, yo, yo, yo, yo, yo, yo, yo, yo, yo, yo, io, je, i, ich... Sólo hay algo más sagrado que yo: mi obra. Y en persona la cosa no es muy diferente; engolan la voz, hablan con gran seriedad, con gravedad, diría yo, y también con cierta parsimonia, alzan una ceja con frecuencia, suelen repetir las cosas dos veces (una para los demás, otra para oírse ellos), usan palabras cultas y sintaxis rebuscadas, y sobre todo, de un modo u otro, consiguen que la conversación gire una y otra vez sobre ellos mismos y/o su obra.

Para ser justos, hay que reconocer que la culpa no es del todo suya. La gente, lectora o no, siente una curiosa fascinación por los escritores (y por los artistas en general); es como si los “creadores” estuvieran dotados de un toque mágico que los convierte en semidivinos. De modo que se dirigen a ellos con admiración (a veces veneración) y toda suerte de loas y parabienes. Es difícil sustraerse a tanta coba y alabanza. Es muy sencillo dejarse llevar por esa corriente de lisonjas y permitir que te masajeen el ego, el único órgano, junto con el clítoris y el pene, que crece conforme lo acarician (la única diferencia es que el ego no tiene límites). Y al final, lo más sencillo del mundo es acabar creyéndote que todo eso es verdad.

Ahora bien, ¿por qué creo que yo soy ajeno a la casi norma? Porque uno aprende a hostias y, hace muchos, muchos años, yo también me hinché de vanidad, como un estúpido pavo en celo, y acabé pegándome una bofetada de tomo y lomo. Pero aprendí la lección. En mi interior hay un ego salvaje que está convencido de que soy el tío más cojonudo del mundo, el más inteligente, el mejor escritor, de modo que debo tener a raya a ese monstruo, fustigarle día a día, mantenerlo encerrado, impedir que se expanda y tome el control (vamos, algo así como el ciclo reproductivo de Alien). Porque la vanidad es una lente distorsionante que te impide distinguir lo real de lo irreal. La vanidad te hace débil, porque te oculta tus defectos y actúa como una lupa de aumento sobre los defectos de los demás. La vanidad te conduce a oír sólo lo que quieres oír y no escuchar lo que te molesta escuchar. La vanidad te hace presa fácil de los manipuladores, porque no hay nada más fácil que manipular a un vanidoso. La vanidad rara vez es un motor, y sí casi siempre un lastre. No obstante, he de reconocer que a muchos escritores les va bien con su vanidad rampante; la gente no sólo les permite ese rasgo, sino que de un modo u otro parece esperarlo, incluso exigirlo. Y quién sabe, quizá tengan razón; el problema es que a mí no me gusta la gente vanidosa.

¿Y por qué todo esto? Porque cuando creé La Fraternidad de Babel, y para combatir mi propia vanidad, me prometí a mí mismo no hablar de mi faceta de escritor. Pero con el tiempo me he dado cuenta de que no tiene sentido, de que siendo esto una bitácora personal no puede excluir una labor que consume diez horas o más de mi tiempo cada día. Así que en un futuro cercano hablaré de la escritura y de cómo la entiendo.

¿Os parece bien, hermanos merodeadores? ¿Hermano Sol? ¿Hermana Luna?...

lunes, septiembre 17

Super sub

Ayer, la selección española de baloncesto perdió la final del campeonato de Europa frente a Rusia. Por un punto. Fue el peor partido que he visto jugar a nuestros jugadores. La defensa estuvo bien (España tiene una de las mejores defensas del mundo), pero el ataque fue un desastre, al igual que los lanzamientos de tiros libres. En particular, Gasol tuvo un día nefasto, no en defensa (cogió un montón de rebotes), sino en las acciones ofensivas. El último lanzamiento del partido fue suyo; si hubiera entrado, España habría ganado. Pero no entró. Los rusos no jugaron especialmente bien (como sí lo hicieron los griegos el día anterior); de hecho, sus mejores hombres se cargaron rápidamente de personales, muchas de ellas absurdas. No, no ganó la selección rusa; perdió la selección española. Y los políticos que acudieron en masa al Palacio de los Deportes se quedaron sin la foto que ansiaban. Qué pena.

Así que España es subcampeona de Europa de baloncesto. Pero también es Campeona del Mundo. Y una de las mejores selecciones actuales, probablemente la mejor. Por tanto, los hombres de Pepu son algo así como super-subcampeones de Europa. Un aplauso para ellos.

miércoles, septiembre 12

Universo de locos y otras novelas de marcianos

Ya que estamos hablando de reediciones, no quiero dejar de comentar que acaba de aparecer Universo de locos y otros novelas de marcianos, el tercer tomo de la ciencia ficción completa de Fredric Brown (Gigamesh, 2007). De Brown ya hemos hablado mucho en Babel, así que no añadiré nada más, salvo que lo adoro. En cuanto al contenido, el presente volumen incluye las tres primeras novelas de cf de Brown: Universo de locos, Las estrellas desafiantes y ¡Marcianos, largo de aquí! La primera y la tercera están consideradas clásicos de la cf. ¿Queréis un breve comentario de cada una de ellas?... Interpretaré el silencio como un sí.

Universo de locos (1949).- ¿Qué pasaría si de pronto te vieras trasladado a un universo paralelo surgido de la mente de un fanático de la ciencia ficción? Una feroz sátira del género que refleja la profunda inquietud que le provocaban los fans de la cf a Brown.

Las estrellas desafiaantes (1953 También conocida como Project Jupiter y, en español, como Por sendas estrelladas).- Hace mucho que leí esta novela y no la recuerdo muy bien. Se trata de una visión otoñal y melancólica de los viajes especiales, una obra muy diferente al resto de su producción. En su momento me gustó, pero hace tanto tiempo...

¡Marcianos, largo de aquí! (1955 También conocida en español como ¡Marciano, vete a casa! y Marcianos, Go Home).- Imaginaos que los marcianos se lanzan a la conquista de la Tierra, pero, lejos de ser los feroces alienígenas de Wells, resultan ser unos inmateriales hombrecillos verdes absolutamente tocapelotas. Otra sátira del género, una novela tan absolutamente divertida que resulta imposible dejar de leerla.

Y todo esto, tres novelas -dos de ellas al menos obras maestras- y un magnífico prólogo de William Tenn, por tan sólo dieciséis euros de nada. No dejéis de comprarlo, o de robarlo, o de pedírselo prestado a vuestro primo friki. Os encantará.

lunes, septiembre 10

Sentido de la maravilla

Los anglosajones denominan sense of wonder al efecto de asombro que producen en el lector ciertos relatos de fantasía y, sobre todo, ciencia ficción (cf). Para algunos, el sentido de la maravilla es una característica sine qua non de la buena cf. Para otros, no es más que una muestra del infantilismo que afecta a gran parte del género. Y, hay que reconocerlo, durante la infancia se es mucho más proclive al asombro que en la madurez. Por ejemplo, recuerdo que cuando tenía 13 o 14 años me maravilló hasta las cachas Los reyes de la estrellas, de Edmond Halmiton, una novela muy mala que leída hoy no me provocaría más que bostezos. Conforme crecemos, vamos perdiendo la inocencia, nos volvemos escépticos, la constante lectura hace que no valga cualquier cosa para asombrarnos. Además, hay magníficas novelas de cf que carecen de sentido de la maravilla. Así que de condición sine qua non, nada.

No obstante, lo reconozco, a mí me encantan que me asombren. Puede que sea una muestra de infantilismo, o una característica humana, me da igual. Disfruto maravillándome. Y hay varias novelas de cf que han conseguido, tras la infancia, colmarme de sentido de la maravilla. Por ejemplo, El hombre en el laberinto, de Silverberg, con esa inconcebible y mortal construcción alienígena abandonada. O Naufragio en tiempo real, de Vernor Vinge, donde la percepción del tiempo llega a ser abrumadora. O Visitantes milagrosos y Embajada alienígena, de Ian Watson, en las que el autor juega con ideas tan exóticas como asombrosas. Eso por no hablar de los relatos cortos, que nos llevaría mucho tiempo. Me limitaré a citar uno: El centinela, de Arthur C. Clarke. Se trata de la narración que dio origen a la película 2001: una odisea del espacio, y no sólo es uno de los mejores cuentos de la historia de la cf, sino uno de los mejores relatos cortos, de cualquier género, jamás escritos. En unas breves páginas, Clarke consigue transmitirle al lector todo el misterio del universo. Sense of wonder en estado puro.

Esto viene a cuento porque acaba de reeditarse una de las novelas que más sentido de la maravilla derrochan: A vuestros cuerpos dispersos, de Philip J. Farmer (La Factoría de Ideas, colección Solaris Ficción nº 97). Pero antes de comentar el libro, permitidme hablar un poco de su autor.

De entrada, debo confesar que Farmer (North Terre Aute, Indiana, 1918) quizá sea el escritor de cf que mejor me cae. No el que más me gusta, ojo, sino el que me resulta más simpático. Esto es así por varios motivos. En primer lugar, desde el principio de su carrera Farmer mostró una decidida vocación iconoclasta al introducir en sus relatos un tema que hasta entonces era tabú (o casi) en la cf: el sexo. Obras como Carne (1960), Los amantes (1961), Dare (1964) o la antología Relaciones extrañas (1960), que hoy, todo sea dicho, no causarían ningún escándalo, fueron en su momento un revulsivo en el por aquel entonces pudoroso mundo de la cf. Más tarde, Farmer llevaría esta temática a su limite lógico al publicar la novela de fantasía pornográfica La imagen de la bestia (1968).

Aparte del sexo, la religión es otra temática omnipresente en la obra de Farmer, y siempre, por supuesto, de forma heterodoxa. Muchas de sus historias se adentran en las mitologías paganas (sobre todo en los cultos de la fertilidad, como no podía ser de otra forma), pero también en el monoteísmo, como ocurre en Jesus on Mars (1979). En otros títulos, como los que componen la serie World of Tiers, los seres humanos se comportan como dioses capaces de crear universos, o se encuentran en entornos propios de las mitologías y creencias religiosas, como en Mundo Infierno (1964) o en la serie de El Mundo del Río, de la que luego hablaré.

Además de esto, Farmer muestra un divertido afán metaliterario al introducir en muchas de sus novelas personajes, ambientes y lugares procedentes de la obra de otros escritores, generalmente relacionados con la literatura pulp. Así, Farmer ha escrito varias novelas de Tarzán y Doc Savage (sí, los dos juntos), sólo que disfrazados –por el aquel de los royalties- bajo los nombres de Lord Grandrith y Doc Caliban (también escribió sendas biografías del Hombre Mono y del Hombre de Bronce). Igualmente, pergeñó pastiches de Sherlock Holmes, Phileas Phog, Moby Dick o King Kong. Y ya en el colmo de lo metaliterario, publicó una novela, Venus en la concha (1975), bajo el seudónimo de Kilgore Trout, que es el nombre de un personaje que aparece en casi todas las obras de Kurt Vonnegut, un ficticio escritor de ciencia ficción que, a su vez, es el trasunto del propio Vonnegut.

A más a más, como dicen (o decimos, aunque yo no lo digo) los catalanes, Farmer no es realmente un escritor de cf, sino un escritor de fantasía que disfraza sus fantasías de cf. Lo cual no tiene nada de malo. Pero, sobre todo, Farmer es un escritor de aventuras, pues la inmensa mayor parte de su obra se ciñe a ese género. Aventura fantástica, sí, pero sobre todo aventura.

Como veis, amigos míos, todo eso suena muy bien, muy divertido, muy simpático, muy original, pero... Farmer tiene una infortunada tendencia a prolongar sus novelas en series de decreciente calidad. El tratamiento que da a sus temas favoritos –el sexo y la religión- es superficial. Sus pastiches, por repetitivos, cansan. Sus relatos de aventuras son en realidad una sucesión de peripecias unidas por un hilo argumental tan débil que el conjunto acaba resultando más bien aburrido. En resumen: Farmer es un escritor simpático, pero mediocre.

No obstante, como es natural, tiene obras mejores y peores. Y sin duda la mejor de sus novelas, quizá la única totalmente gratificante, es A vuestros cuerpos dispersos (1971), título que ganó el premio Hugo de 1972. Me limitaré a esbozar su argumento: De repente, todos los seres humanos que han vivido, viven y vivirán en la Tierra resucitan a la vez -desnudos, jóvenes y sanos- en un desierto planeta surcado por un inmenso río. Allí no hay nada, salvo unos artefactos en forma de seta que proveen de alimentos a los humanos. Imaginadlo: 36.000 millones de desconcertadas personas desperdigadas a lo largo de un descomunal río. Allí están todos los seres anónimos que han poblado la Tierra desde la edad de piedra, y también todos los personajes históricos conocidos, desde Nemer, el primer faraón, a Stalin, pasando por Jack el Destripador. Mientras los humanos comienzan a organizarse formando distintos grupos, surgen las preguntas: ¿quién o quiénes han resucitado a la humanidad? Y, sobre todo, ¿por qué? El protagonista del relato, Sir Richard Francis Burton -el explorador inglés que a mediados del siglo XIX rastreó las fuentes del Nilo-, parte en busca de las fuentes del nuevo y misterioso río, acompañado, entre otros personajes, por Alicia Liddell (que, siendo niña, sirvió de modelos para Alicia en el País de las Maravillas), y enfrentado al antagonista de la historia, un irritante Hermann Göering.

A vuestros cuerpos dispersos no es una novela profunda, ni literaria, pero sí es un divertidísimo relato de aventuras que derrocha por los cuatro costados el sentido de la maravilla del que antes hablábamos. Os lo recomiendo encarecidamente, igual que os recomiendo que no leáis los siguientes cinco libros que componen la serie Riverworld, pues su calidad es decreciente (en progresión geométrica) y su interés nulo. Pero la primera novela, ésa que hoy reedita La Factoría de Ideas, es una pequeña obra maestra que vale la pena descubrir.

NOTA: A vuestros cuerpos dispersos se publicó por primera vez en España en octubre de 1973, como conmemoración del número 50 de la revista Nueva Dimensión y acompañada por una magníficas ilustraciones de Virgil Finlay. La novela tuvo un éxito tan extraordinario (entre el reducido fandom de la época, todo hay que decirlo), que a partir de ese momento, y durante casi una década, todas las editoriales de cf se mataban por publicar obras de Farmer. Pero no era para tanto: A vuestros cuerpos dispersos resultó ser una espléndida joya única perdida en medio de un muestrario de bisutería.

lunes, septiembre 3

Felicidad

¿Habéis pensado alguna vez que el tiempo tiene tres estados, como la materia? Supongo que no, porque es una idea bastante rara, pero, al menos como metáfora, resulta sugerente. Veamos: el pasado es sólido, inmutable, está congelado. El futuro, por el contrario, es gaseoso, carece de forma y sólo se define cuando, tras pasar por el presente, se convierte en pasado. En cuanto al presente, es líquido, fluye constantemente y, al igual que un arroyo, no podemos detenerlo, pues el agua (los segundos, los minutos, las horas) se escapa por entre nuestros dedos. Objetaréis, supongo, que un líquido tampoco tiene forma, mientras que el presente sí la tiene. Pero, ¿estamos seguros de eso? De hecho, ¿podemos percibir el presente? Imaginemos un suceso, el que sea; por ejemplo: suena el teléfono. En ese momento suceden dos cosas: en primer lugar que nuestro sistema sensorial transmite al cerebro la información de que el teléfono está sonando, lo cual requiere tiempo. Unos milisegundos, sí, muy poco, pero tiempo al fin y al cabo. En segundo lugar, nuestro cerebro procesa la información, lo cual de nuevo es muy rápido, pero no instantáneo: consume tiempo. Por tanto, cuando escuchamos el timbrazo no estamos percibiendo el presente, sino un pasado muy cercano. El presente es inaprensible por naturaleza, porque carece de dimensiones; es un punto que se desplaza constantemente a la velocidad de un segundo por segundo, una especie de onda que solamente existe porque fluye como un líquido.

¿Y qué tiene esto que ver con la felicidad que aparece en el título?, os preguntaréis, confusos, si es que os preguntáis algo cuando leéis las chorradas que escribo. Pues poca cosa, salvo que creo que la felicidad no es ni puede ser un estado permanente, sino puntual, una emoción relacionada con el presente y, por tanto, líquida, burbujeante e inaprensible.

Según el diccionario de la RAE, felicidad es: 1. Estado de ánimo que se complace en la posesión de un bien. // 2. Satisfacción, gusto, contento. // 3. Suerte feliz. La verdad es que no me convencen mucho estas definiciones; se aproximan, pero no dan en el centro de la diana, quizá porque no hay ningún centro de la diana. Con frecuencia se confunde la felicidad con el confort, o con el bienestar, o con el placer, o con estar satisfecho o contento, pero nada de eso es verdadera felicidad. La felicidad es un estado integral, una sensación tan intensa de plenitud que aparta al resto del universo de nuestro objetivo y nos hace fijar la atención en un sólo punto (un punto, ¿veis?), centrando la realidad única y exclusivamente en la fuente de nuestra felicidad. Pero la felicidad es una sensación muy intensa, tanto como el dolor; por eso la felicidad puede hacernos llorar, por eso la felicidad nos agota emocional y físicamente. Y por eso, amen de otros motivos, la felicidad no puede ser un estado permanente, sino un arrebato puntual.

Creo que el periodo más largo de felicidad que puede experimentar el ser humano es el enamoramiento. Según los psicólogos, este periodo dura entre seis meses y un año, lo cual sin duda es un récord absoluto en el campo de la felicidad humana. Y vaya si somos felices cuando descubrimos que la persona que amamos nos ama también a nosotros. Nos sentimos flotar, todo es bonito, no paramos de pensar en la persona amada, rompemos a follar como descosidos, el mundo adquiere un nuevo nombre, de mujer o de hombre (o de oveja, si eres un poco vicioso). La cuestión es: ¿por qué somos tan felices cuando nos enamoramos? Según la neurología y la endocrinología, durante el enamoramiento se liberan en nuestro organismo una serie de sustancias entre las que se encuentran de forma preferente la serotonina y la melatonina, cuyos efectos son antidepresivos y provocan nerviosismo, exaltación y alegría, al tiempo que estimulan la actividad sexual, cardiovascular y digestiva. Para completar el cóctel, las glándulas suprarrenales se ponen a fabricar como locas adrenalina.

En una hipotética carrera para elegir al humano más feliz del mundo, los enamorados quedarían inmediatamente descalificados por dopaje, de no ser porque tengo la impresión de que toda forma de felicidad está relacionada con la producción de endorfinas. Somos química, amigos; aunque, eso sí, una química cojonuda. Por cierto, ¿sabéis por qué todo enamoramiento tiene fecha de extinción? Porque nuestro organismo, como ocurre con el organismo de cualquier yonqui, va haciéndose resistente a las drogas que él mismo produce hasta que sus efectos desaparecen.

En cualquier caso, un año de felicidad parece una cantidad de tiempo que excede con mucho lo momentáneo. Eso es cierto, pero no del todo. Si recordáis los efectos de las endorfinas que he citado, uno de ellos es la estimulación de la actividad sexual. De hecho, todo se centra en eso: el enamoramiento nos conmina –más de lo que ya nos conminamos nosotros mismos- a follar. Es, de hecho, un darwiniano mecanismo orientado hacia la reproducción de la especie. Por tanto, la felicidad erótica tiene algo de mecanicista, una especie de determinismo que le resta “pureza”... Pero es felicidad de cualquier forma, objetaréis con razón. Lo que pasa –y aquí está mi segunda objeción-, es que durante el enamoramiento no todo es felicidad, no nos pasamos el día dando botes, no es un estado constante, sino sinusoidal. Crestas y valles, ya sabéis. De hecho, hay momentos de suma infelicidad durante el enamoramiento, como por ejemplo cuando nos separamos, aunque sólo sea temporalmente, de la persona amada. Y, es curioso, en esos momento resulta muy recomendable comer chocolate, porque el chocolate es rico en feniletilamina, una sustancia que, como la metadona, ayuda a paliar el mono de endorfinas.

En fin, resulta del todo encomiable que la naturaleza ponga tanto empeño en que follemos, pero hay que reconocer que su insistencia acaba resultando un tanto monotemática (y, en mi caso al menos, escasamente eficaz). Hablemos pues de la felicidad no erótica. A mi modo de ver, reviste dos formas: la “expansiva” y la “estática”. Voy a poner un par de ejemplos de mi propia cosecha para explicarme.

Cuando tenía quince años envié un relato corto a una revista. Una mañana de verano, cuatro o cinco meses después, cuando ya estaba convencido de que habían rechazado el cuento, fui al kiosco, hojeé la revista... y ahí estaba mi relato, el primero que me publicaban. Volví a casa dando (literalmente) saltos, tan feliz que me sentía a punto de echar a volar. Eso es felicidad expansiva, una emoción que brota de repente, como un géiser, tan intensa que tienes que sacarla fuera de ti para que no te abrase. Lo que pasa es que esta forma de felicidad está muy relacionada con la novedad y acaba agotándose en sí misma. El siguiente relato que me publicaron me hizo feliz, pero ya no di botes, y mi última novela editada... bueno, supongo que algo feliz me habrá hecho, pero una mierdecita en comparación con aquel primer relato.

Otro ejemplo. Cuanto tenía quince o dieciséis años, mi cama estaba situada frente a una ventana doble. Una noche de primavera me dormí habiendo olvidado echar las cortinas. Entonces, a eso de las cuatro de la madrugada, algo me despertó de repente; era una luz. Abrí los ojos y ahí estaba: una luna llena enorme brillaba en medio de la ventana, inundando mi dormitorio de una claridad intensamente lechosa. Me levanté de la cama y abrí la ventana; hacía fresco, pero era agradable. Olía a primavera. Por aquel entonces, mis padres no me dejaban fumar, pero, qué demonios, mis padres estaban dormidos, así que encendí un cigarrillo y fumé lentamente mientras contemplaba la luna. Y el tiempo que duró aquel pitillo fue uno de los más felices de mi existencia. Sin ningún motivo, no sé por qué sucedió, pero me sentía en sintonía con todo lo que me rodeaba, sentía que todo era correcto y que yo formaba parte de ese todo. No era una felicidad exultante, sino tranquila y mansa, la clase de felicidad que llamo “estática” o, quizá mejor, “contemplativa”. Acabé el pitillo, cerré la ventana, me acosté y, mientras volvía a dormirme, la sensación fue desvaneciéndose poco a poco. Posteriormente he vivido experiencias similares, estados de plenitud que se desencadenan por un paisaje, una persona, una luz, un olor, un sonido o, en ocasiones, incluso un libro. Supongo que todos hemos experimentado algo semejante.

En cualquier caso, sea cual sea la forma que adopte la felicidad, siempre es un estado pasajero y generalmente fugaz. No podemos prolongarlo, pues pertenece al líquido reino del presente, ni repetirlo, ya que su advenimiento no depende de nuestra voluntad, pero sí podemos almacenarlo en nuestra memoria como un tesoro. Supongo que a eso se refería Roy Batty en su famoso monólogo de Blade Runner: “He visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá del hombro de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad, cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia...”

Hace años, Rosa Montero escribió un artículo hablando sobre una luna que le hizo feliz a ella en su juventud, y aventuraba que todo el mundo tiene una luna atesorada en su memoria. En mi caso así es, ya os lo he contado: compartí un pitillo con la luna llena. Pero, ¿cuántas lunas se han desvanecido sin dejar rastro? ¿Cuántos momentos de felicidad se han perdido y se perderán en el tiempo, cómo lágrimas en la lluvia?