lunes, diciembre 31

Feliz, feliz, feliz año nuevo


Todo el mundo tiene un pasado y yo no iba a ser menos. Mi padre tenía una curiosa costumbre: confeccionaba sus propias felicitaciones de Navidad utilizando fotos que él mismo hacía. Creo que esa práctica comenzó unos años después de que llegáramos a Madrid: es decir, allá por la segunda mitad de los cincuenta. Dado que por aquel entonces yo era un adorable arrapiezo, es normal que mi imagen fuera la que más veces aparecía en esas felicitaciones, aunque también hicieron acto de presencia mis hermanos y otros animales.

La imagen que hay encima de este texto es la felicitación que realizó mi padre para las navidades de 1965, hace la espasmódica friolera de cuarenta y dos años. Por aquella fecha ya se habían producido cuatro películas de James Bond: el Doctor No, Desde Rusia con amor, Goldfinger y Operación Trueno, aunque el texto de la tarjeta hace referencia a la segunda, de 1963. Bien, el caso es que dada mi corta edad (12 años) y el natural ascendente que los progenitores tienen sobre sus hijos, mi padre me convenció de que posara de tal guisa, para solaz de cuantos recibieran la felicitación. Quizá fue la última vez que posé para ese propósito, no estoy seguro; supongo que poco después me convertí en un adolescente granujiento y mi carrera de galán juvenil se fue a hacer gárgaras.

Puede que algún que otro malintencionado merodeador de Babel, al comparar la imagen del mofletudo chavalín de la foto con la de Sean Connery, sienta la tentación de esbozar una sonrisa preñada de sorna o, aún peor, de dejar algún comentario particularmente hiriente al respecto. En tal caso, debo reconocer que, en efecto, el James Bond de la foto es más falso que el orgasmo de una meretriz; sin embargo, y ésta es una advertencia importante, la pistola es una auténtica Luger Parabellum de 9 mm. Lista –palabrita del niño Jesús- para ser disparada.

Pero, en fin, vamos a lo importante. 2007 ha sido un año muy peculiar en mi vida, pues ha contenido lo mejor y lo peor. Me han pasado cosas muy malas, es cierto; pero también es verdad que me han ocurrido otras muy buenas. Entre ellas, entre las chachis, he descubierto que tengo más y mejores amigos de lo que creía. Supongo que soy como los perros: con el tiempo se nos acaba cogiendo cariño. También he descubierto lo sólido y cálido que es el afecto de quienes yo ya sabía que me querían. Quizá por eso, por haber recibido tanto amor -pese a lo raro y borde que soy-, he acabado por volverme tan navideño. En cierto modo me siento como James Stewart en ¡Qué bello es vivir! Este año también es el de la gestación de un nuevo personaje que, espero, muy pronto conoceréis: Carmen Hidalgo. Nacerá el próximo enero.

Y este año que agoniza es también el año durante el que he comprendido finalmente lo mucho que hace por mí La Fraternidad de Babel. Y eso que estuve a punto de cerrarla... Pero no lo hice y, en un momento terrible, escuché vuestras voces electrónicas y vuestras voces fueron un bálsamo. La Fraternidad de Babel no es importante por lo que yo doy, sino por lo que recibo. Os recibo a vosotros, aquí, en mi pixelada casa, y hablamos largo y tendido sobre todo tipo de temas. Sois un maravilloso grupo de amigos fantasmales; a algunos, os conozco en persona; de otros sólo sé sus nombres y lo que ellos me cuentan de sí mismos; y hay otros, finalmente, que son auténticos fantasmas, merodeadores literales, pues pasan por aquí y no suelen decir nada. Pero todos, absolutamente todos, sois un lujazo, un regalo, la sal de la vida,

Por eso, amigos míos, viejos jamelgos, amables merodeadores, os deseo lo mejor para el año que viene. Os deseo que se cumplan todos vuestros deseos, y que siempre tengáis un deseo que cumplir; os deseo paz, amor y sexo bueno y abundante, os deseo silencio y soledad para que podáis disfrutar de vuestra propia compañía, y os deseo la mejor compañía para cuando os canséis de la soledad; os deseo que no se os caiga el pelo ni los senos, os deseo buenas ideas y malas tentaciones, os deseo muchas, muchas, muchas lecturas, y que todos los libros que leáis sean apasionantes; os deseo dinero, al menos el suficiente para que no tengáis que pensar nunca en él; os deseo pecados divertidos y algún que otro vicio inconfesable, o deseo salud, salud a raudales, que vuestra máxima aproximación al mundo médico sea tomar una aspirina; os deseo viajes, países exóticos, vivencias nuevas; os deseo respeto, y honor, y calma; os deseo mentiras bonitas y verdades que parezcan mentiras; os deseo magia, ingenuidad e inocencia; os deseo misterio y asombro, luz y oscuridad.

Os deseo, amigos míos, que viváis cada minuto como si fuera el último, os deseo que tratéis a quienes os quieren como si fuera la última vez que vais a verles, os deseo que disfrutéis cada instante como lo que realmente es: algo único e irrepetible.

Os deseo besos y caricias.

Os deseo felicidad.

Toda la del mundo.

Para siempre.

lunes, diciembre 24

Piel de carbón (Cuento de Navidad)


Regresaba cada año, a finales del otoño, y se instalaba en la misma esquina, con el mismo brasero, el mismo tenderete para protegerse del viento y, creo yo, el mismo abrigo de lana negra. Se llama Lorenza, aunque la gente del barrio la conocía por Lula -mejor dicho: doña Lula- y era una mujer pequeña, de cabellos grises recogidos bajo un pañuelo bruno, rostro arrugado y la tez oscura, como si su piel estuviera en trance de mimetizarse con el carbón del brasero.

Nadie sabía con certeza su edad, ni dónde vivía, ni a qué se dedicaba durante la primavera y el verano; ignorábamos dónde había nacido, si estaba casada, si tenía hijos o familia, no sabíamos nada de ella, salvo que, como un ave migratoria inversa, regresaba puntualmente cada año atraída por los primeros fríos. Y nosotros, yo en particular, nos enterábamos de su regreso antes de verla, cuando al salir al patio para jugar al fútbol o comer un bocadillo percibíamos en el aire un aroma nuevo y viejo a la vez, olor a carbón quemado y a castaña asada.

No era una mujer simpática, ni siquiera medianamente agradable; lejos de ello, solía mostrarse adusta y distante, como si su clientela fuese un tedioso fastidio que sólo aguantaba porque era una parte consustancial a su trabajo. Yo la conocía desde que era niño, pues su tenderete estaba situado en la esquina de las calles Santa Engracia con Rafael Calvo, muy cerca del colegio, y a mí me encantaban las castañas asadas; tanto es así, que al menos tres o cuatro veces a la semana, pasadas las seis de la tarde, cuando salía de clase, me acercaba a su puesto y le compraba una docena de castañas envueltas en un cucurucho de papel de periódico; luego, las guardaba en un bolsillo del abrigo y regresaba a casa paseando taciturnamente mientras masticaba con aire de experto connaisseur aquellos deliciosos frutos secos y el calor que irradiaban me caldeaba las manos.

De modo que durante unos ocho años, de mediados de otoño a mediados de invierno, yo visitaba casi a diario el puesto de doña Lula; sin embargo ella jamás pareció prestarme la menor atención, nunca dio muestras de reconocerme, ni me brindó un trato diferente al de los compradores esporádicos, salvo en un aspecto: me convertí en uno de sus “clientes preferentes”. Lo sé porque doña Lula obsequiaba a sus mejores clientes con docenas de catorce. Dos castañas de regalo, decía en voz baja, que si fuera sólo una sumarían trece y ese número es de mal fario. Pero, creo yo, ese obsequio no obedecía al afecto ni a la deferencia, sino a una suerte de marketing rudimentario cuyo único objetivo eran las ventas. No, doña Lula no era nada simpática, bien lo sabe cualquiera que la conoció.

La ultima vez que le compré castañas yo debía de tener 17 ó 18 años; fue a últimos de invierno, fin de la temporada, de modo que al día siguiente, cuando volví a pasar por la esquina, descubrí que el tenderete había desaparecido. Luego, acabé el colegio, fui a la universidad, empecé a trabajar, me casé, tuve hijos y durante veinte largos años no volví a pensar en doña Lula. Hasta que cierta Nochebuena la casualidad me trajo de nuevo su recuerdo.

Aquella tarde, pasadas las seis, Pepa, mi mujer, descubrió que habíamos olvidado comprar piñones, un ingrediente al parecer fundamental para el relleno del asado que íbamos a cenar. Así pues, cogí el coche y me dirigí a un Opencor cercano a casa, pero la mala suerte, o el destino, quiso que los piñones se hubieran agotado allí. ¿Qué hacer? Era tarde y todas las tiendas debían de estar cerradas, salvo los grandes almacenes; pero me horrorizaba la idea de adentrarme en un gran almacén repleto de olvidadizos de última hora, como yo. Entonces recordé algo: cerca de la casa de mis padres había una pequeña tienda de ultramarinos que solía permanecer abierta hasta muy tarde, incluso en festivo. Si es que seguía abierta.

Me dirigí allí circulando por unas calles tan desiertas, tan vacías de tráfico, que recordaban a esas películas post-holocausto en las que sólo queda un hombre vivo. El sol ya se había puesto cuando llegué a la tienda que, afortunadamente, estaba abierta y seguía tal cual yo la recordaba, con la única diferencia de que su anterior propietario, un asturiano que jamás se quitaba la boina, había sido sustituido por un matrimonio de sonrientes chinos. Compré cuatro bolsas de piñones, monté de nuevo en el coche e inicié el camino de regreso a casa. Entonces, mientras circulaba por la calle Santa Engracia, percibí un aroma que me retrotrajo en el tiempo: olor a carbón y a castañas asadas. Y unos instantes después, al aproximarme a la calle Rafael Calvo, lo vi, ahí estaba, igual que siempre, el puesto de castañas de doña Lula.

Frené en seco y el vehículo se detuvo unos cuantos metros más allá de la esquina donde estaba instalado el tenderete. No podía ser, pensé; había transcurrido demasiado tiempo, aquella mujer debía de estar muerta, o jubilada, o lo que fuese, cualquier cosa menos vendiendo castañas. Sin duda, el puesto lo regentaba otra persona. Bajé del coche y me aproximé lentamente al tenderete. Había un cliente comprando, una mujer gorda de mediana edad, así que no pude ver nada hasta que llegué a su altura y miré por encima de su hombro...

Al otro lado del brasero, parapetada tras unos cartones que la protegían del viento, sentada en una silla plegable de aluminio y plástico, una anciana introducía castañas en un cucurucho de papel de periódico. Era doña Lula. Más vieja, más menuda y arrugada, con los mechones de pelo que se entreveían bajo el pañuelo convertidos en jirones de nieve. Pero era ella, no cabía duda; incluso el abrigo de lana negra parecía el mismo.

Sentí que el corazón me daba un vuelco y, a la vez, me vi trasladado a un tiempo tan remoto que casi se me antojaba legendario, el tiempo de mi niñez, de mi adolescencia, el tiempo de la magia que se fue. Era increíble; doña Lula estaba allí, como siempre.

La mujer gorda depositó unas monedas en la mano tendida de la anciana y comenzó a alejarse mientras pelaba una castaña. Entonces me quedé mirando a doña Lula sin saber qué decir, al tiempo que una estúpida idea me cruzaba por la mente: ¿me reconocería? ¿Recordaría doña Lula al chaval que durante tantos años fue su más fiel cliente? ¿Sabría ver en mí al niño que fui? Durante unos instantes me sentí ingrávido, como si fuera a producirse uno de esos milagros que tanto proliferan en los cuentos de Navidad. Sin dejar de mirar a la anciana, sonreí y contuve el aliento. El frío aire del anochecer pareció caldearse durante un segundo y crepitar de electricidad.

Entonces, doña Lula me miró fijamente, frunció el ceño y masculló:

-¿Quiere algo o se va a quedar ahí como un pasmarote?

Su voz, cascada y tan hosca como siempre, me devolvió a la realidad. Carraspeé, cambié el peso del cuerpo de un pie a otro y le pedí una docena de castañas. Doña Lula gruñó algo entre dientes y, con ayuda de una enorme espumadera de hierro, comenzó a introducir las castañas en un cucurucho. Mientras lo hacía me fijé en sus manos; la piel, surcada de arrugas y pliegues, no tenía el tono amarillento habitual de los viejos; era puro tizne, cuero negro, piel de carbón.

Doña Lula cerró el cucurucho y me lo entregó. Pagué y antes de irme le dirigí una última mirada, pero la anciana ya había apartado la vista y, totalmente ajena a mi presencia, se había puesto a confeccionar cucuruchos con hojas de periódico. Guardé las castañas en un bolsillo del chaquetón y regresé al coche. Mientras conducía notaba un vago hálito de decepción hormigueándome en la boca del estómago. Doña Lula no me había reconocido. Pero, ¿cómo iba a hacerlo?, me dije. Habían transcurrido dos décadas y yo había cambiado mucho. Además, sólo fui uno más entre los incontables niños que en algún momento le compraron castañas. En cualquier caso, me había hecho ilusión reencontrarme con aquella figura perdida de mi infancia; además, el calor que notaba en el bolsillo derecho del chaquetón, allí donde guardaba el cucurucho de castañas, irradiaba promesas de un próximo festival de nostalgia proustiana.

Llegué a casa, dejé el chaquetón en el despacho y fui a la cocina, donde encontré a Pepa luchando con el relleno de un capón tan grande como un caniche. Le entregué los piñones y, tras prometerle que volvería en cinco minutos para ayudarla, regresé al despacho y me encerré en él. Sabía que Pepa intentaría disuadirme de comer castañas, aduciendo que me quitarían el hambre para la cena; y probablemente mi siempre sabia mujer tendría razón, pero yo necesitaba en aquellos momentos estar solo conmigo mismo para refocilarme unos minutos en el vil recuerdo del pasado.

Cogí el cucurucho, me senté en un sillón, frente al escritorio, rasgué el papel y extendí las castañas sobre el tablero de madera. Aún estaban calientes y su aroma me inundó de melancolía. Cogí una de las castañas y, lentamente, le quité la cáscara. Me la llevé a la boca y me dispuse recobrar el viejo sabor de antaño... Entonces advertí algo extraño.

Contemplé las castañas que yacían desperdigadas sobre el escritorio y luego volví la mirada hacia la que sostenía entre los dedos. ¿No había demasiadas? Me incliné sobre la mesa y las conté cuidadosamente; acto seguido, mientras una tonta sonrisa se dibujaba en mis labios, las volví a contar. No había doce, sino catorce. Una docena de catorce. Después de todo, doña Lula no olvidaba a sus clientes preferentes...

Noté cómo los ojos se me humedecían y me recliné contra el respaldo del sillón, con la castaña pelada todavía sujeta entre los dedos. Puede que con los años acabemos volviéndonos sentimentales, puede que el tópico influjo de la Navidad se adueñara de mí, sumergiéndome de repente en una especie de película de Frank Capra, lo ignoro. Lo único que sé es que las castañas de doña Lula -vieja arpía, distante y hosca-, que durante mi niñez tantas veces auyentaron el frío de mis manos, aquella Nochebuena me calentaron el corazón.

viernes, diciembre 21

Navidad

Cuando era pequeño me encantaba la Navidad. Me gustaban los villancicos, las luces de colores en las calles, los escaparates refulgentes de espumillón, los anuncios de El Almendro y de las muñecas Famosa, los belenes y los árboles de Navidad, el olor a pino y a musgo... Sí, ese era, y es, el olor de la Navidad para mí; a pino y a musgo.

De hecho, tenía mi propio ritual para estas fiestas. Todo comenzaba a primeros de diciembre, cuando aparecían en los quiosco los extraordinarios de Navidad de Pulgarcito y Tío Vivo; dios, cómo hacía durar esos tebeos, leyendo y releyendo las historietas de Zipe y Zape, de Carpanta, de Mortadelo y Filemón o de Anacleto. Luego, comprábamos el pino -en el patio de alguna iglesia o en la Escuela de Montes- e instalábamos el belén, con su río de papel de plata y sus montañas de corcho. En mi antigua calle, Españoleto, había una sastrería en cuyo pequeño escaparate instalaban un peculiar nacimiento: el niño Jesús era más grande que María, José el buey y el burro juntos. En cierto modo, aquello me parecía lógico; si Jesús era hijo de dios, resultaba normal que viniese al mundo en plan super-bebé, un recién nacido gigante que podía defenderse a leches, a lo Suarcenaguer, de los sicarios de Herodes. Me lo imaginaba cruzando los campos de Galilea con los brazos extendidos hacia delante, mezcla de zombi y King Kong, aplastando cabañas bajo sus pies y poniendo en fuga al ejército romano.

En mi casa no se respiraba un ambiente religioso. Ni anti-religioso; sencillamente era un tema que se obviaba. Nunca he sabido si mis padres tenían alguna creencia o no; desde luego si la tenían era una creencia que carecía de prácticas y ritos. No obstante, las fiestas de Navidad en mi casa se celebraban a lo grande; sobre todo el día de Reyes, cuando me cubrían literalmente de regalos. Eso era felicidad en estado puro. U otra forma de felicidad: yo tumbado en el suelo, al pie del árbol, leyendo un tebeo de Zarpa de Acero y comiendo turrón de chocolate Suchard. Pura magia.

Años después, mis padres murieron y mis hermanos se casaron, mi pequeña familia se disgregó. Y la magia de la Navidad se fue. Uno crece, se hace adulto e inicia un plan sistemático para dejar de pasarlo bien. Ya no me bastaba para ser feliz comer turrón de chocolate y leer Zarpa de Acero. Guay, menudo avance... Y pasó más tiempo, y la Navidad no sólo dejó de gustarme, sino que empezó a molestarme. Oh, maldita sea, qué época de despilfarro y manipulación, de consumismo, borracheras, entripadas y falsos buenos deseos. Durante mucho tiempo trabajé en lugares situados cerca de El Corte Inglés de Castellana, de modo que estas fiestas se traducían para mí en fenomenales atascos y terribles mareas humanas. Me volví muy adulto, muy serio y distante, y comencé a mirar la Navidad por encima del hombro, con una mezcla de suficiencia y desagrado. ¿Magia? ¿Quién quiere magia?

Yo, yo quería magia, pero no lo sabía.

Entonces llegaron mi hijos; primero Óscar y tres años después Pablo. Y la Navidad, poco a poco, fue cobrando de nuevo significado. Porque estas fiestas son para los niños, y sólo se comprenden plenamente si eres un niño, o si tienes niños a los que quieres colmar de magia. Su ilusión, la de Óscar y Pablo, era mi ilusión, su hechizo de Navidad el mío. Por las mañanas, cuando los llevaba al colegio, concursábamos sobre quién veía más adornos de Navidad. Les compraba calendarios de adviento, les leía cuentos navideños, poníamos juntos el árbol y el belén (un belén descreído sin niño Jesús ni sagrada familia), y allí, en el belén, les permitía poner dinosaurios de plástico en las montañas, un caganer con barretina junto al río o una figurita de Superman en el portal. Los Reyes Magos y sus pajes se iban acercando mágicamente, cada día, a su meta bajo la estrella de plata. Juntos, mis hijos y yo, realizábamos cada año una peregrinación a Toys “R” Us para confeccionar las cartas a los magos de oriente. Y el día de Reyes... bueno, ahí tiraba la casa por la ventana, y no sólo por la cantidad de regalos –que también-, sino por el montaje. Llenaba el salón de globos de colores, ponía guirnaldas de un lado a otro e inventaba juegos que consistían en descubrir obsequios ocultos.

Así recuperé el cariño hacia la Navidad, y sólo espero haberles aportado a mis hijos al menos la misma magia que me hizo soñar en mi niñez. Pero ahora, de repente, los muy cabrones han crecido. Óscar tiene 20 tacos y Pablo 17, se han vuelto mayores y ya no les gusta la Navidad. Los muy idiotas se sienten adultos y contemplan con suficiencia lo que antes les encantaba. Así pues, ese par de merluzos me ha dejado con el culo al aire, lleno de sentimiento navideño y sin nadie en quien volcarlo. Entonces, ¿qué debo hacer ahora? ¿Volver a detestar la Navidad y esperar a tener nietos para sentirme navideño de nuevo? No, gracias. Estoy harto de ser tan listo y suficiente, tan distante y aburrido.

Como rezaba el famoso póster de Fox Mulder: I want to believe. Quiero creer en Papá Noel y en los Reyes Magos, quiero creer en la paz y en los buenos sentimientos, quiero creer en la magia, quiero creer que las personas, aunque sólo sea durante unos días, podemos ser mejores, quiero creer en los duendes y en los ángeles, quiero creer en que Melchor, Gaspar y Baltasar se mueven solos recorriendo el belén, quiero creer que puedo volver a ser un niño...

¿Pero en qué narices vas a creer tú, jodido ateo?, dice una voz interior. ¿Acaso piensas celebrar el nacimiento de Jesucristo, un dios en el que no crees? Pues sí, por qué no; celebraré el nacimiento de Cristo, y el de Mitra, y el de Dionisos, y el de Osiris, y el de Apolo, y el de Baal... Todos ellos son dioses solares que nacieron en estas fechas y murieron para después resucitar, igual que el Sol morirá mañana para volver a nacer al día siguiente. ¿Lo simplificamos? Voy a celebrar el solsticio de invierno, probablemente la fiesta más antigua de la humanidad.

Ah sí –prosigue la voz interior-, vas a celebrar una fiesta cuyo simbolismo la gente ha olvidado. Una fiesta materialista basada en el consumo alocado, una fiesta durante la cual aumenta la violencia familiar, una fiesta hipócrita, una fiesta de borracheras y de masas, una fiesta que es puro mercantilismo.

Pues sí, todo eso es cierto, pero... ¿No hay nada más? Creo, o quiero creer, que por debajo de todo eso late, todo lo débilmente que queráis, el deseo de ser mejores, aunque sólo sea durante unos días. Un deseo inducido por la propaganda, vale; un deseo que tiene más de sentimentalismo que de sentimiento, de acuerdo; un deseo vacío de contenido, no lo voy a negar. Pero, con todo, creo que es bonito que las personas nos unamos, aunque sea brevemente, en la aspiración de ser mejores seres humanos. ¿Y sabéis qué? En general, durante un corto espacio de tiempo, lo conseguimos. Prueba de ello es la fiesta de Reyes, porque toda ella consiste en una hermosa mentira. Hacemos regalos a los seres que más queremos y permanecemos ocultos, atribuyéndole el mérito de esos obsequios a unas entidades inexistentes. ¿No es eso puro altruismo? Si actuáramos así todo el año, si hiciéramos el bien sin esperar recompensa alguna, ¿no seríamos realmente mejores personas?

Vale, en estas fechas jugamos a ser buenos; sólo es un juego, pero ¿no os parece un hermoso juego? A mí sí, y por eso he guardado la suficiencia en el cajón de los objetos inútiles. Voy a ser jodidamente navideño, qué carajo. Por ejemplo, el año pasado escribí un cuento de Navidad escéptico y distanciado... porque no me sentía bien, estaba a disgusto conmigo mismo. Pero este año os obsequiaré –si es que un relato mío puede considerarse un obsequio- con un cuento absolutamente navideño, una de esas historias sentimentales que, si funcionan, nos dan un pellizquito en el corazón.

Mañana, a las 6:08 de la madrugada (hora solar), se producirá el momento del solsticio de invierno y tendrá lugar la noche más larga del año. Y yo lo celebraré como un niño.

Feliz solsticio, amigos míos.

lunes, diciembre 17

En la mente del escritor 10. La corrección.

Por lo general, comienzo a escribir mis novelas con un gran entusiasmo que poco a poco va decreciendo hasta desembocar, mediado el texto, en una crisis de angustia en la que me lo cuestiono todo. ¿Es realmente interesante el argumento? ¿Está bien el texto que llevo escrito? ¿Tiene ritmo? ¿Son atractivos los personajes?... Normalmente, la respuesta que doy a todas estas preguntas es NO, pero como se trata de una crisis existencial no hago mucho caso. Superado el bache, continuo escribiendo, pero ya sin demasiado entusiasmo, por pura profesionalidad. Más de uno podría aventurar que ese cambio de actitud afecta a la calidad del texto, y es cierto: en general, están mejor escritas las partes hechas con profesionalidad que las regidas por el entusiasmo.

Bien, el caso es que concluyo el primer borrador de la novela sintiendo hacia el texto cierto resquemor. Se trata de un borrador muy acabado, pero todavía está por pulir. Hay que corregirlo. ¿Cuándo? Ésa es una buena pregunta, porque la experiencia me ha enseñado que cuanto más tiempo transcurra entre el fin de la escritura y la corrección, mejor. Es lógico: cuando concluyo el primer borrador estoy todavía tan metido en la historia y el proceso narrativo que carezco de perspectiva, de modo que muchos errores se me pueden pasar por alto. Necesito olvidarme del texto, refrescar la cabezota y adquirir un poquito de objetividad. ¿Cuánto tiempo lleva esto? Pues yo diría que lo ideal son entre tres y seis meses... Pero eso, ay, normalmente es imposible. De modo que, como mínimo, un mes, aunque muchas veces las presiones editoriales son tan fuertes (y mi retraso al escribir tan grande) que ni siquiera dispongo de ese tiempo. Pero, en fin, digamos que un mes es un tiempo razonable.

La primera corrección la realizo directamente sobre el texto en pantalla. Antes lo imprimía, pero aquí hago muchos cambios, de modo que me resulta más cómodo poder acceder directamente a Word. Para realizar esta corrección releo el texto de corrido, intentando determinar si tiene el ritmo adecuado, si el texto “fluye” correctamente. Por lo general, en esta fase no añado nada; más bien elimino. Antes solía cargarme en torno al 15 % del texto; ahora sólo echo a la papelera alrededor de un 5 %. Hasta yo aprendo. En fin, digamos que esta primera corrección la hago a grosso modo, sin fijarme mucho en los detalles, porque lo que me interesa aquí es ajustar lo más posible el texto a la estructura y comprobar el ritmo.

La segunda corrección también la llevo a cabo sobre el texto en pantalla y procuro realizarla como mínimo una semana después de la primera. El objetivo de esta corrección es repasar la prosa, cuidar el estilo, eliminar los errores tipográficos/ortográficos y mimar la sintaxis. Esta corrección es, por tanto, mucho más minuciosa que la primera. Y aquí es fácil caer en una trampa. Veréis, estoy trabajando con un material que no sólo he escrito, sino que además ya he leído varias veces. Por eso, mientras lo estoy releyendo, puede ocurrir en muchas ocasiones que mis ojos paseen por las líneas de texto sin leerlas realmente, porque lo que estoy haciendo sin darme cuenta es recordarlas. Por mucho empeño que ponga en evitarlo, eso sucede más veces de lo que yo mismo imagino. Pero hay un truco para remediarlo.

Para realizar la tercera corrección, ahora sí, imprimo el texto y lo releo sobre el papel. Pero esta relectura tiene una peculiaridad: la realizo en voz alta. Con ello consigo dos cosas: en primer lugar, evitar la “trampa del recuerdo”, pues para declamar el texto tengo forzosamente que leerlo de verdad; en segundo lugar, la sonoridad de las palabras me permite evaluar con mayor certeza la “fluidez del texto” y las posibles deficiencias sintácticas, así como la naturalidad de los diálogos.

Bien, tres es el mínimo número de correcciones que realizo sobre el borrador de una novela, pero normalmente hago una o dos más intentando pulir todos los detalles. Huelga decir que, a estas alturas, no queda en mí el más mínimo rastro de objetividad, de modo que las últimas correcciones las realizo por puro sentido común, pero sin pizca de instinto. Dicen que una novela se escribe con el corazón y se corrige con la cabeza. En fin, ¿cuándo podemos considerar que una novela está acabada? Respuesta: nunca. Porque también dicen que una novela no se termina, se abandona. Es cierto: podríamos estar corrigiéndola indefinidamente. Pero no es plan, ¿verdad?

El caso es que ya tengo un texto corregido que yo, a estas alturas, después de escribirlo y releerlo un huevo de veces, odio profundamente. Necesito un punto de vista objetivo, así que se lo doy a leer a alguien; por lo general, a mi mujer o a alguna de mis queridas editoras. Puede que alguna de estas amables personas haga comentarios respecto al texto y puede que yo siga su consejo, en cuyo caso ésas serían las últimas correcciones antes de enviar el borrador a la editorial. Pero, ¿será ésta, realmente, la última corrección?

Ni de coña. En la editorial le darán el texto a un corrector que encontrará un montón de errores que a mí se me han pasado por alto. Y me enviarán de nuevo el texto para que le de el visto bueno a las correcciones del corrector y añada alguna corrección de mi cosecha. Yo devolveré el texto y, al poco, me mandarán las galeradas, para que las revise y corrija, si es necesario. Les devolveré las galeradas y es muy posible que, pasados unos días, la editorial me mande unas segundas galeradas... Pero, en fin, para ese momento yo ya me habré colgado metafóricamente de un árbol.

Bueno, pues ya está: la editorial publicará la novela y la distribuirá. Fin de la historia. Aunque, antes de terminar, os daré tres consejos: 1. Existen unos signos internacionales de corrección que facilitan mucho la tarea, así que os recomiendo que los uséis al corregir las galeradas; podéis encontrarlos en Internet. 2. No os enamoréis de vuestro texto. Es probable que descubráis que algunas partes de lo que habéis escrito están muy bien, pero no aportan nada a la novela y rompen el ritmo. Por mucho que os gusten, que no vacile vuestra mano a la hora de eliminarlas. 3. Introducid en el contrato con la editorial una cláusula según la cual debáis dar vuestra aprobación a la portada y a los textos de contraportada.

Y, ahora que me doy cuenta, queda un tema sobre el que no hemos hablado: el título. Titular una novela es todo un arte para el que, lo reconozco, no estoy dotado. Ignoro por qué, pues mi experiencia como publicitario debería ayudarme, pero soy de lo más mediocre a la hora de titular. De hecho, no hay entre todas mis novelas un solo título que me parezca medianamente brillante. Seguro que vosotros lo hacéis mejor que yo, así que me callo.

En fin, amigos míos, se acabó la serie. Supongo que me he olvidado de un montón de cosas; por ejemplo, cómo publicar o cómo redactar contratos de edición, pero eso son actividades extra-literarias que no vienen al caso. Hace unas semanas, mi hermano, Big Brother, me preguntó hasta qué punto lo que había escrito en esta serie era una descripción real de mi forma de trabajar o, por el contrario, una racionalización de lo que en el fondo es algo más intuitivo. Casualmente, mientras he ido escribiendo estos articulillos me encontraba (y me encuentro) en pleno proceso (mental) de planificación de mi próxima novela, lo cual me permite evaluar en tiempo presente el equilibrio entre la teoría y la práctica. Así pues, contestando a BB, puedo asegurar que todo lo que he descrito compone, en efecto, la suma de procesos que llevo a cabo antes, durante y después de la escritura. Lo que sucede es que ese conjunto de técnicas lo he interiorizado hace tiempo, de modo que mi forma de aplicarlas se parece mucho a una actividad intuitiva. No sigo ordenadamente los pasos, muchas veces ni siquiera pienso en ellos de forma consciente, pero completo el proceso de cabo a rabo, eso os lo aseguro.

Y ya está, amigos míos, se acabó En la mente del escritor. Repitiendo lo que ya he dicho muchas veces desde que empecé, estas diez entradas no son un curso de escritura, sino la simple exposición de mi particular método de trabajo. Espero que mi experiencia le sirva de algo a los escritores noveles, aunque sólo sea para evitarles caer en mis errores, y también confío en que esta serie haya satisfecho la curiosidad de los amantes de la literatura que suelen frecuentar este blog (es decir: todos, si no me equivoco). Por último, quiero daros las gracias a cuantos merodeadores de Babel habéis contribuido con vuestros siempre interesantes comentarios. Si algo bueno tiene La Fraternidad de Babel, sois vosotros.

martes, diciembre 11

En la mente del escritor 9. La escritura (IV)

Seguimos con los diferentes procesos que llevo a cabo mientras escribo. Para no estirar demasiado la serie, he reunido los que faltaban en esta entrada. Adelante pues.

El misterio

Siempre he pensado que en el corazón de la literatura, o de cualquier otra forma de arte, se encuentra el misterio. En su forma más simple, podemos entender el misterio como aquello que desconocemos y queremos conocer. En su vertiente más compleja, el misterio sería aquello que desconocemos y no podemos conocer; es decir, lo numinoso, lo hermético, lo inabarcable e indescifrable, Si nos centramos en la primera interpretación, y la aplicamos a la literatura, llegamos inevitablemente a la “dosificación de la información”, de la que ya hemos hablado.

Y, en efecto, “el misterio”, podría estar incluido en ese apartado, pero hay una diferencia: la “dosificación de la información” la empleaba, en principio, para conformar la estructura del relato, mientras que el misterio lo aplico durante la escritura y sin que afecte para nada a la estructura. Tal y como yo lo planteo aquí, se trata de un aspecto colateral y no esencial. Pero, como me parece que estoy siendo misterioso, voy a poner un ejemplo sacado de mi última novela, La caligrafía secreta.

En esta novela hay varios “misterios estructurales” que actúan como motores de la narración: ¿Quién ha cometido ciertos crímenes? ¿Dónde está Lafitte, el calígrafo desaparecido? ¿Qué es el códice Bensalem? ¿Quién ha robado dicho códice y dónde se encuentra? Bien, digamos que estos son los misterios mayores a cuya resolución está orientado el relato. Pero también hay misterios menores. El protagonista, Lázaro Aguirre, debe cruzar Francia poco antes de que estalle la revolución; los caminos están tomados por el ejército, pero, cada vez que llega a un control, don Lázaro muestra un documento y los soldados parecen ponerse a sus órdenes. Mariana, su sobrina, le pregunta varias veces qué es ese documento, pero don Lázaro, por un motivo u otro, retrasa la respuesta. Es decir, he convertido ese documento en un pequeño misterio que, cuando se resuelve, da pie a otro misterio: ¿quién es realmente don Lázaro? Y de nuevo retraso la explicación de este nuevo misterio... ¿Está clara la idea? Siempre que puedo, y si no resulta inoportuno o forzado, intento crear pequeños misterios que ayudan a mantener la tensión del relato y la atención del lector.

Los diálogos

Los diálogos deben sonar naturales, pero nunca serán reales. Porque las personas, en la realidad, hablamos fatal. Y no me refiero sólo a la gente normal, sino a cualquier persona, incluyendo a los más cultos. Juntad a diez académicos de la lengua, haced que hablen entre ellos mientras grabáis su conversación y luego reproducid por escrito el diálogo. ¿Qué obtendréis? Un montón de errores sintácticos, vacilaciones, repeticiones... en fin, un desastre. Por tanto, hay que escribir los diálogos no de forma realista, sino de forma naturalista; es decir, procurando que suenen auténticos, aunque no lo sean.

Las personas solemos hablar empleando frases cortas y muy pocas oraciones subordinadas, con una sintaxis, por tanto, sencilla. De modo que así diseño mis diálogos, aunque, eso sí, eliminando las repeticiones, las deficiencias estructurales y, en general, todos los errores del habla habitual. Pero no todo el mundo habla igual; no es lo mismo el diálogo de un catedrático vallisoletano que el de un labrador gallego, así que procuro prestar mucha atención a la forma de expresarse de la gente, a las frases hechas, a las expresiones comunes o a los modismos. Hay que tener mucho cuidado con el argot, porque lo que hoy es de uso habitual, mañana puede estar totalmente demodé. Por ejemplo, el apelativo “tío”, que comenzó a utilizarse en los 70, parece firmemente instalado en el habla habitual (de hecho, está en el diccionario de la RAE), pero ¿podemos decir lo mismo de “tronco” como sinónimo de “amigo”? Me parece que no y lo mismo deben pensar los académicos, porque no está en el diccionario. Es decir, aventuro que “tío” se quedará y que “tronco” acabará desapareciendo. Por eso, hay que tener mucho cuidado con el uso del argot, si no queremos que el léxico de nuestros textos acabe envejeciendo prematuramente.

Un aspecto que tengo siempre presente, y del que ya hemos hablado, es que los diálogos, aparte de la información que transmiten, dicen mucho acerca del personaje que los pronuncia. Es decir, los diálogos forman parte del proceso de construcción de los personajes.

Las descripciones

Hace poco leí un artículo donde se hablaba de mí como escritor y de mi obra. En determinado punto, el autor decía que soy un escritor muy visual, y poco después comentaba que mis descripciones son escasas y parcas. ¿No es eso un contrasentido? ¿Cómo puedo ser muy visual empleando pocas descripciones? Pues por varios motivos, pero sobre todo porque mis descripciones no son tan parcas como el crítico supone; lo que pasa es que están distribuidas de una forma distinta.

De entrada, no tiene sentido describir hoy igual que se describía hace cien años. Los lectores decimonónicos apenas conocían nada del mundo, pues su experiencia vital se circunscribía a su entorno inmediato. Por eso, si una novela hablaba de, por ejemplo, un desierto, el narrador tenía que describir minuciosamente ese desierto. Por el contrario, los lectores contemporáneos poseen una imagen muy precisa del mundo gracias al cine y la televisión, de modo que ya saben lo que es un desierto. Por eso, si tengo que describir un desierto no hace falta que sea minucioso; bastará con especificar si es de piedra o arena, si hay algún rastro de vegetación o no lo hay, y poco más. El bagaje del lector le permitirá hacerse una imagen nítida del desierto en cuestión sin necesidad de que yo, como narrador, me ponga pesado.

Por otro lado, mis descripciones siguen un sistema que podríamos llamar “naturalista”, en la medida en que se aproximan a la forma natural de percibir el entorno. Pongamos un ejemplo: un personaje entra en un despacho, que no conoce, donde le espera una persona a quien tampoco conoce. La técnica usual describiría primero el despacho de forma pormenorizada, luego a la persona que aguarda en él y finalmente reproduciría la conversación entre ambos personajes.

Pero eso es totalmente artificial. En la realidad, yo entro en el despacho y obtengo una primera impresión muy general de dicha estancia: dimensiones, estilo de la decoración, color de la pintura, olores si los hay y quizá algún detalle particularmente llamativo. Luego, me aproximo a la persona que aguarda tras el escritorio y me fijo en ella con cierta atención, pues ella es el motivo de que yo esté allí. Me siento y comenzamos a conversar; y mientras hablamos voy percibiendo más detalles del despacho y de la persona.

Bueno, pues yo procuro que mis descripciones sigan ese esquema. Primero una visión muy general del conjunto, que servirá de marco al lector, y luego, conforme se desarrolla la conversación (o la acción) voy intercalando pequeños aportes que, todos juntos, conformarán la descripción completa. Esto evita esos “chorizos” descriptivos que por lo general rompen el ritmo narrativo, pero hace algo más: al estar la descripción (la visualización) distribuida por toda la escena, el lector acaba teniendo la sensación de que, más que leerla, ha visto esa escena. Por eso soy un “escritor visual”.

Como es natural, hay excepciones. Si lo que tengo que describir es totalmente nuevo para el lector (algo que sucede muy frecuentemente en la literatura fantástica), entonces la descripción deberá ser especialmente minuciosa. Pero, a fin de cuentas, esto no deja de ser “naturalista”, pues si voy andando por un bosque y de pronto me encuentro con una estructura alienígena de un kilómetro de altura, o con la inmensa torre de un viejo mago, lo primero que hago después de frotarme los ojos es examinar con suma atención ese inesperado objeto. Lo cual, trasladado a la literatura, se convertiría en un largo e inevitable chorizo descriptivo.

Supongo que alguien comentará que la descripción literaria es un arte en sí misma, y no le faltará razón. Ahí está Proust para demostrarlo. Pero esto no es un curso de escritura, sino el torpe relato de cómo escribo yo, y para mí la descripción es un medio, no un fin en sí misma. Hay muchas formas de afrontar las descripciones, pero, para bien o para mal, la que acabo de relatar es la mía.

Ritmo

El ritmo es básico para cualquier relato. Puede ser lento, o rápido, o como te venga en gana, pero la narración debe tener ritmo, y si no lo tiene tu historia se va a la mierda. Es algo fundamental. Entonces, ¿cómo medir el ritmo? Bueno, pues... en fin... Bien, tenemos la típica estructura sinusoidal de crestas seguidas de valles. Por ejemplo, a escenas significativas, intensas e importantes, le seguirán las malditas escenas de transición de las que hablaba hace no mucho; a una conversación le seguirá una escena de acción o descriptiva, y así sucesivamente. Es decir, arriba y abajo, arriba y abajo, etc. Pero, ¿sabéis?, nada de eso vale una mierda. En realidad, se pueden hacer todo tipo de combinaciones más allá del simplista esquema sinusoidal, porque eso del ritmo depende de otros factores. ¿Y qué factores son esos? Voy a ser sincero: ni puta idea. Es más: ni ganas de tenerla.

Veréis, yo sé que, en general, mis novelas tienen buen ritmo; el problema es que no sé por qué. Es algo puramente intuitivo: releo uno de mis textos y sé si tiene ritmo o no lo tiene, sé dónde están los altibajos y sé cómo corregirlos. Pero no sé por qué. Y como, según dicen, si algo funciona no lo toques, no quiero darle muchas vueltas al asunto.

Así pues, seré sincero y diré que el ritmo es importantísimo, vital, para la narrativa, pero no puedo ni quiero racionalizarlo.

El humor

Supongo que esto, el humor, es uno de mis toques personales. En todas mis novelas (salvo en La Mansión Dax), en todos mis relatos, hay toques de humor. Incluso en los más serios y dramáticos. ¿Por qué? Porque en la vida real siempre hay humor, incluso en las situaciones más terribles. De hecho, el humor es el mecanismo que empleamos para defendernos del horror. Además, el humor es un excelente contrapunto que sirve para dar dimensión y relieve a otras emociones.

La primera vez que advertí la importancia del humor en un contexto dramático fue viendo la vieja película de Raoul Walsh Gentleman Jim, protagonizada por Errol Flynn y Alexis Smith. En esa película, un biopic que narra la historia del boxeador James Corbett, hay una secuencia en la que Errol Flynn se dispone a confesarle su amor a Alexis Smith. Están en la cubierta de un trasatlántico, de noche, solos, mientras en el navío tiene lugar una fiesta. Alguien, un bromista anónimo, lanza sobre ellos, sin que se den cuenta, una nube de pimienta, así que ambos empiezan a estornudar. ¿Os lo imagináis?: un hombre y una mujer intentan confesarse su mutuo amor en medio de una imparable sucesión de estornudos. La secuencia resulta inesperadamente cómica, pero al mismo tiempo establece con toda claridad los lazos entre Flynn y Smith. Es un excelente contrapunto.

Pero bueno, esto del humor es algo muy personal y no hay que darle particular importancia. Yo lo uso, eso es todo.

Y ya está, amigos míos, hemos llegado al final de “la escritura”. Es muy posible que me haya dejado cosas en el tóner de la impresora; si es así, hacédmelo saber. Ahora sólo queda el capítulo final: la corrección. Pero eso, en la próxima entrada.

miércoles, diciembre 5

Funny Games

Anoche vi en un canal digital de TV Funny Games (1997), la, según muchos, obra maestra del realizador austriaco Michael Haneke. La única película suya que conocía era La pianista (2001), un film sobrecogedor cuyo final, un largo plano fijo centrado en una portentosa Isabelle Huppert, revuelve las tripas del espectador y permanece impreso a fuego en la memoria (al menos en la mía). El caso es que La pianista me pareció una película muy interesante, así que me puse a buscar otros títulos de Haneke, en particular, Funny Games.

Tarea imposible; no había ni uno solo disponible en DVD. Más tarde, me enteré, con una o dos semanas de retraso, de que se había estrenado en España Caché (2005), ganadora de tres premios en Cannes y cinco del Cine Europeo. Cuando quise ir a verla, ya había desaparecido de las escasas salas donde se estrenó. Tampoco la encontré en DVD; al menos en los videoclubs de mi zona. Huelga decir que tampoco se ha emitido ninguna película de Haneke en las televisiones generalistas (o, al menos, yo no me he enterado).

Bueno, pues ayer emitieron en uno de los canales digitales de TV Funny Games y por fin pude verla. ¿Mi opinión? Es una obra maestra y uno de los films más terribles que he visto. El argumento es muy sencillo: un matrimonio y su hijo pequeño llegan de vacaciones a su casa de campo, situada junto a un lago. Mientras se están instalando, aparecen dos jóvenes conocidos suyos; se trata de dos casi adolescentes de clase media alta tremendamente educados. Pero, pese a su amabilidad, se resisten a abandonar la casa, hasta que, finalmente, secuestran a la familia y, siempre con gran amabilidad, comienzan a someterla a una serie de juegos sádicos que concluirán con la muerte.

El argumento no es especialmente original –de hecho, resulta similar al de la penúltima película de Elia Kazan, Los visitantes (1972)-. pero sí lo es el tratamiento. En realidad, toda la película está construida con el objetivo de destruir las expectativas de los espectadores. Haneke, astuta y sibilinamente, va sembrando a lo largo del metraje una serie de indicios que, en un film convencional, conducirían hacia un final complaciente con el espectador. Pero éste no es un film convencional, de modo que todo lo que el espectador espera y desea se ve progresivamente frustrado. De hecho, uno de los jóvenes villanos se dirige a cámara en tres o cuatro ocasiones, precisamente para burlarse del espectador y de lo que éste cree que va a pasar. Es más, hacia el final de la película hay una polémica secuencia en la que por fin creemos que las cosas van a ser como esperábamos; pero el realizador, mediante un gimmick tan artificial como irónico, da marcha atrás y corrige la secuencia. Quienes critican esto argumentan que rompe la unidad dramática del film, introduciendo un elemento casi humorístico y totalmente arbitrario que, repentinamente, nos hace conscientes de que eso que estamos viendo es una ficción. Y es cierto, pero la tensión del relato es tan grande en esos momentos que, sinceramente, los espectadores agradecemos el respiro.

Por otro lado, siendo, como es, Funny Games una película muy violenta, la violencia más física siempre se produce fuera de cuadro; la escuchamos, pero no la vemos. Incluso sus efectos son siempre presentados sin énfasis, en segundo plano. No obstante, esto, lejos de suavizar la tensión, hace que la cinta sea más desasosegante y estremecedora aún. Y es que, aunque nos limitemos a contemplar Funny Games como una mera película de psicópatas –en realidad, los “malos” de Haneke son, sensu stricto, sádicos-, la película austriaca resulta mil veces más sobrecogedora que cualquier thriller yanqui de psicópatas desde Seven (1995) hasta nuestros días.

Sin embargo, aunque Seven es dos años anterior a Funny Games, podemos encontrarla en cualquier videoclub sin problemas. Y quien dice Seven, que a fin de cuentas es una excelente película, dice también Halloween H20, Sé lo que hicisteis el último verano o cualquier tontería semejante. Es decir, podemos encontrar sin dificultades casi cualquier película norteamericana producida durante las últimas dos décadas, pero resulta complicadísimo, si no imposible, acceder a la mayor parte de la actual filmografía mundial, incluyendo la europea. Aunque se trate de obras maestras y hayan sido rodadas poco tiempo atrás.

El por qué de esta absurda situación es sencillo: la distribución cinematográfica, tanto en salas como en DVD, está en manos de los yanquis, de modo que estos nos imponen, queramos o no, sus productos made in Hollywood, al tiempo que frenan la entrada en el mercado de productos provenientes de otras filmografías. El problema es que, dado el lamentable estado creativo en que se encuentra Hollywood hoy por hoy, la mayor parte de lo que se estrena, la mayor parte de los que se distribuye en DVD, la mayor parte de las películas a las que tenemos acceso, son, en general, absolutas estupideces. Y esto es perverso, porque hubo una época –ay, tan lejana- en la que el mejor cine se hacía en Estados Unidos, pero eso ya no es así. De hecho, el mejor cine no procede de ningún país en concreto, sino que puede surgir en cualquier lado. Austria, México, Corea, Taiwan, Alemania, Bélgica, Italia, China... todos estos países, y otros muchos (incluso España), han producido durante la última década una o más películas excelentes que no hemos podido ver, o hemos visto con dificultades, dada su escasa y precaria distribución.

¿Queréis saber el colmo del absurdo? Pues veréis, Funny Games tiene un acabado técnico impecable y sus actores (germanoparlantes, claro, pues la película es austriaca) realizan un trabajo soberbio. Pues bien, el propio Haneke ha rodado en Estados Unidos un remake de la película con el mismo guión e idéntica planificación, solo que en inglés e interpretado por actores anglosajones (Naomi Watts, Tim Roth, Brady Corbet y Michael Pitt en los papeles principales). ¿No es esto una locura? Vale, a mí me encanta Naomi Watts y creo que Tim Roth, cuando no se pasa tres pueblos, es un excelente actor, pero ¿qué sentido tiene hacer una fotocopia de algo que ya estaba bien tal y como estaba? Ninguno, salvo el sencillo hecho de que los norteamericano son absolutamente incapaces de prestarle atención a algo que no provenga de su país, por bueno que sea.

Ay, señor, señor, qué época tan estúpida nos está tocando vivir...

jueves, noviembre 29

Bajo sospecha

Cuando a comienzos de los 90 volví a escribir, no me planteaba vivir de la literatura; prueba de ellos es que mis primeros trabajos se adentraban en el fantástico, un género al que uno, en España, sólo se dedica por amor o por confusión, pero jamás por rentabilidad. Más adelante, vi anunciado el Premio Edebé de literatura juvenil y me presenté. Y gané con El último trabajo del Sr. Luna, un título que se convirtió en un pequeño best seller. Publiqué otra juvenil que se vendió muy bien, gané otras dos veces el Edebé, luego gané el Premio Gran Angular y...

Y entonces me di cuenta de algo: podía vivir de la literatura juvenil. Las novelas forman parte de colecciones y, por tanto, se mantienen en catálogo –y en el punto de venta- durante mucho tiempo. Si los títulos funcionan, los derechos de autor se van acumulando anualmente, de forma que cada vez cobras más, y de forma constante, por este concepto. Por otro lado, cuanto más vendes más alto es tu caché y más puedes pedir como adelanto de derechos en la firma de nuevos contratos. Por último, la literatura juvenil es un sector en abierto crecimiento en el que las editoriales se están volcando cada vez más.

Por todo esto, he seguido escribiendo literatura juvenil durante una docena de años. ¿Por motivos económicos? Desde luego, pero no sólo por eso: me divierte la literatura juvenil, entre otras muchas cosas porque puedo escribir y publicar lo que me de la gana, algo que no puede decirse de otros sectores editoriales. Hay más razones, pero da igual, porque el tema de esta entrada es otro.

Al comenzar a adentrarme en el “género” juvenil, lo primero que hice fue intentar comprender en qué consistía dicho género, de modo que leí seis o siete novelas juveniles. No saqué nada en claro. Algunas eran condescendientes con sus lectores, otras eran blandas y bobas, otras ni fu ni fa, y al menos dos eran bastante buenas. Fuera como fuese, lo que no vi es nexo alguno entre ellas. Así que me puse a razonar y llegué a las siguientes conclusiones:

1. A partir de los, digamos, 14 años se puede leer prácticamente cualquier cosa.
2. Un adolescente no es un niño grande, sino una persona que aspira a ser considerada adulta.
3. Analizando el fondo editorial de la literatura juvenil, se comprueba que no existen constantes de ningún tipo en ese supuesto género.
4. Por tanto, el “género juvenil” es una ficción editorial.
5. En general, las novelas juveniles forman parte de otros géneros: thriller, fantasía, romántico, ciencia ficción, histórico, etc.
6. El único factor común de las novelas juveniles es que su público, en gran medida, está formado por lectores todavía inexpertos.
7. Así pues, las novelas juveniles deben ser lo más divertidas posible (teniendo en cuenta que “divertido” no es lo contrario de “serio”, sino de “aburrido”)
8. En cualquier caso, una novela juvenil, para ser considerada buena, debe ser en primer lugar una buena novela a secas y, por tanto, deberá poder gustarle a un adulto.

Todas mis novelas juveniles han sido escritas teniendo en cuenta estos puntos. Por lo general, elijo un protagonista, o pseudoprotagonista, adolescente, de entre dieciséis y dieciocho años, pero a partir de ahí escribo con total independencia de la edad de mis lectores. Da igual que tengan catorce o setenta años; intentaré respetar su inteligencia y me abstendré por completo de ser condescendiente. Es decir, dejando aparte la calidad de mis novelas (ese es otro tema), procuro escribir exactamente igual para jóvenes y para adultos. Y sinceramente, creo que lo consigo, pues es algo que mucha, mucha gente, incluyendo mis editores, me dice: mis novelas no son novelas orientadas hacia el público juvenil, sino novelas que también los jóvenes pueden leer.

De hecho, un buen día me propuse descubrir hasta dónde podía llegar con mis novelas juveniles. Hasta entonces, había escrito dos clases de títulos: novelas ligeras, de puro entretenimiento, como La Fraternidad de Eiwhaz, y otras un poco más ambiciosas, como La Catedral. Bueno, pues lo que decidí hacer es escribir alguna que otra novela más compleja, sobre todo desde el punto de vista ético, para ver qué pasaba. Mi primer intento fue La cruz de El Dorado, un relato protagonizado por un joven delincuente, un pícaro moderno casi totalmente inmoral. ¿Qué pasó? Nada; supongo que el tono humorístico del texto suavizaba su deshonestidad. La novela ganó el Premio Edebé y se vendió muy bien; de hecho, ha acabado por convertirse en una serie. Mi siguiente intento fue La Mansión Dax, una novela oscura y desesperanzada protagonizada por un ladrón joven, triste y absolutamente carente de sentido del humor. Este intento ya tuvo más éxito, pues la novela se convirtió en mi título menos vendido. Aún así, ha tendido tres o cuatro reediciones, de modo que di un paso adelante y escribí La compañía de las moscas, un texto muy duro –y muy tierno al mismo tiempo- que narra la génesis de una masacre tipo Columbine en un colegio de Madrid. Aunque creo que es uno de los mejores relatos que he escrito (quizá mi mejor novela), di de pleno en el clavo: a estas alturas no ha vendido ni dos mil ejemplares. Es lo que yo llamo un triunfal fracaso.

De modo que ya conocía los límites del “género” juvenil. Pero sabía algo más: esos límites no los marcaban los lectores adolescentes a quienes supuestamente iba dirigida la novela, sino sus padres y sus profesores. Eran estos los que se asustaban ante el texto, no los jóvenes; y se asustaban porque tenían prejuicios acerca de lo que podía o no podía leer un joven. Y es que un día, por pura casualidad, entré en un foro de Internet dedicado a la literatura juvenil donde un grupo bastante nutrido de adolescentes (la mayor parte chicas) debatía sobre La compañía de las moscas; todos consideraban que la novela era dura, muchos decían que en algunos momentos lo habían pasado mal leyéndola, pero a todos les había encantado la novela. De modo que yo tenía razón y al mismo tiempo no la tenía. El género juvenil, si es que eso existe, carece de límites en cuanto a los lectores, pero los prejuicios sociales sí que ponen límites y muchos.

Bueno, antes decía que prácticamente todo el mundo que conozco, tanto en el sector editorial como fuera de él, está de acuerdo en que mis novelas juveniles pueden ser perfectamente leídas por adultos. Todo el mundo salvo dos personas, ambos grandes amigos míos. Vamos a llamarles A y B. Mi amigo A siempre ha desdeñado amablemente mis novelas juveniles por considerarlas “infantiles”. Nunca me quedó muy claro a qué se refería, pues cuando le preguntaba al respecto, respondía con vaguedades o ponía ejemplos en los que él percibía infantilismo y yo no percibía nada. El caso es que escribí La Mansión Dax, la novela menos infantil que os podáis imaginar, y se la dediqué a mi amigo A, precisamente por eso, por ser un texto tan escasamente “juvenil”. Cuando le pregunté qué le había parecido, me respondió que, bueno, como todas, demasiado infantil para su gusto...

En fin, le mandé mentalmente a hacer gárgaras con tachuelas y decidí no volver a darle ninguna de mis novelas juveniles. Acepto las críticas, pero no los prejuicios. Desgraciadamente, hace poco cometí el error de darle mi última juvenil publicada, La caligrafía secreta...

La caligrafía secreta es un thriller con elementos fantásticos ambientado en el París inmediatamente anterior a la Revolución Francesa. Lázaro Aguirre, maestro calígrafo afincado en Madrid, recibe una carta de Michel Lafitte, un antiguo discípulo suyo, en la que le pide que viaje a París para ayudarle a copiar –y entender- el Códice Bensalem, un viejo manuscrito de naturaleza incierta. Lázaro Aguirre, acompañado por su cochero y guardaespaldas Tértulo Urriza, por su sobrina Mariana y por su discípulo Diego Atienza, viaja a París, donde descubre que Lafitte ha desaparecido y es buscado por la policía como responsable de varios asesinatos, y que el Códice Bensalem ha sido robado. El resto del relato narra las pesquisas de don Lázaro hasta descubrir el secreto de la trama.

La novela está narrada por Diego, que cuando sucede la acción tiene diecisiete años; pero la narra mucho tiempo después, cuando ya es un anciano. Por otro lado, Diego no es el protagonista de la historia, sino un testigo presencial, porque el verdadero protagonista es don Lázaro Aguirre, un adulto de cuarenta y tantos años. De hecho, don Lázaro es una suerte de Sherlock Holmes con una personalidad muy distinta, y Diego sería algo así como el Dr. Watson. O, por citar un ejemplo más acorde con las edades de los personajes, don Lázaro sería el equivalente del Guillermo de Baskerville de El nombre de la rosa, y Diego el equivalente de Adso. Lo importante, en cualquier caso, es que la novela está narrada por un adulto, el Diego anciano que aparece al principio y al final de la historia, y que el verdadero punto de vista del relato corresponde a don Lázaro, también un adulto. Teniendo en cuenta esto, no es de extrañar que varias personas me preguntaran por qué no había publicado La caligrafía secreta en una colección para adultos.

Bueno, pues cuando le pregunté a mi amigo A qué le había parecido la novela, ¿qué me contestó? Bingo; resumiendo, que era demasiado infantil para su gusto. Entonces se me llevaron los diablos. “¿Ah, sí”, mascullé; “¿y qué coño le ves tú de infantil?”. “Bueno”, respondió él, “está narrada por un adolescente...”. “Rechazo la mayor”, repliqué. “Está narrada por un anciano”. Al principio se resistió a reconocerlo, pero las pruebas eran contundentes; de hecho, el final de la historia –un buen final, si me permitís la falta de humildad- lo protagoniza precisamente un Diego anciano. “Insisto”, insistí: “¿qué le ves de infantil?”. Tras un titubeo, A respondió: “Pues, por ejemplo, la conversación entre don Lázaro y su sobrina Mariana que hay al principio de la novela”.

Pasmo total. Os juro que he leído y releído esa conversación y no encuentro en ella el menor ápice de infantilismo. De verdad, si sus supuestos lectores hubieran sido adultos, o centenarios, la hubiese escrito exactamente igual. Es más, invito a cualquiera a comprobarlo: es el texto que va desde la página 38 hasta la 42. Sinceramente, no encuentro nada de infantil en La caligrafía secreta; pero mi amigo A sí. Porque tiene muy presente que eso es una “novela juvenil” y está convencido de que va a encontrar infantilismo en ella. Por tanto, inevitablemente lo encuentra.

En cuanto a mi amigo B, es bastante más dúctil que A, pero a mi modo de ver también cae a veces en el prejuicio. Entre las múltiples labores de B se cuenta la de crítico literario, y ha criticado varias de mis novelas. Unas las ha puesto bien, otras las ha puesto menos bien, a veces estoy de acuerdo con él, a veces no, pero da igual, porque no pretendo criticar a la crítica. Sin embargo, en su última crítica –precisamente la crítica de La caligrafía secreta-, B ha dicho algo que considero incierto y motivado precisamente por el prejuicio. En dicha crítica –en general positiva-, B incluía en el “debe” de la novela un didactismo “muy característico del subgénero”.

¡Horror! Yo odio con todas mis fuerzas el didactismo, me provoca auténticos ataques de caspa; ¿cómo podía un texto mío caer en el profundo error del didactismo? Eso no me lo había dicho nunca nadie... Repasé la novela de cabo a rabo y llegué a las siguientes conclusiones: don Lázaro, como buen alter ego de Sherlock Holmes, va un paso por delante de Diego y del resto de los personajes, de modo que en repetidas ocasiones debe explicar a los demás qué está pasando. Pero tal cosa no es didactismo, sino una característica del género policial. Aparte de eso, sólo he encontrado dos momentos susceptibles de ser considerados didácticos. En el primero, don Lázaro –maestro calígrafo- instruye a Diego –su discípulo- sobre el arte de la caligrafía. Pero de nuevo eso no es didactismo, sino parte de la caracterización de los personajes. Porque supongo que nadie pensará que pretendo ser didáctico con los lectores ¡sobre caligrafía!

El otro momento sospechoso sobreviene cuando Diego le pregunta a don Lázaro qué está pasando en Francia (son vísperas de la Revolución Francesa, no lo olvidemos), y don Lázaro se lo explica. Esto se ve complementado por un paseo que Diego y Mariana dan por París, visitando los barrios altos y bajos, y por la posterior charla con el párroco de Sainte-Marie, una iglesia cercana a La Bastilla. ¿Es esto didactismo? No y mil veces no. Veréis, si planteo un escenario histórico, no puedo dar por hecho que todos los lectores conocen los pormenores de ese escenario; lo que debo hacer es explicarlo. Y eso lo haría tanto con lectores adolescentes como con lectores adultos. Lo que pasa es que mi amigo B jamás hubiese mencionado el didactismo si la novela estuviese publicada en una colección para adultos, pero como se trata de una editorial juvenil y B parte de la premisa de que el "género" juvenil es didáctico por naturaleza, B espera encontrar didactismo en La caligrafía secreta y, por tanto, la encuentra. Y resulta curioso este prejuicio, porque B es muy aficionado a un género que siempre ha sido víctima de los prejuicios.

En fin, parece ser que suelo escribir sobre un supuesto género que está permanentemente bajo sospecha. Pero tampoco creáis que me importa mucho, porque pensándolo bien, todo lo que he escrito, dirigido al público que sea, pertenece a géneros que están bajo sospecha. Así de burro soy.

jueves, noviembre 22

En la mente del escritor 8. La escritura (III)

Continuamos, amigos míos, con lo que hago mientras escribo. Lo estoy reseñando por partes (porque no hay otra forma de hacerlo), pero os recuerdo que el orden que planteo es arbitrario y que, a la hora de la verdad, todo esto se hace más o menos a la vez, en plan barullo. Adelante pues.

La voz

Toda narración literaria posee un “tono” determinado, una especie de “pátina” que cubre al relato confiriéndole un “sabor” de fondo. “Tono”, “pátina”, “sabor”... sólo son aproximaciones, pero es lo único que se me ocurre para definir eso que suele denominarse “la voz”. Pero la voz ¿de quién?... Pues del narrador, claro.

Como decía al final de la anterior entrada, la prosa debe ser dúctil para adaptarse a las necesidades del relato. Si quiero escribir una historia evocadora y melancólica, quizá deba darle un tono poético a mi prosa, si pretendo escribir un hard boiled, mi prosa será más seca y fría, y si mi historia tiene humor le daré un toque ligero e irónico. No quiere decir esto, por supuesto, que historia y voz tengan necesariamente que correr paralelos; a veces, utilizar un tono distinto, incluso contrario, a la textura de la historia consigue excelentes resultados. Por ejemplo, narrar un relato intrínsicamente triste mediante una voz muy distanciada genera mayor emotividad que si hubiéramos empleado paletadas de énfasis.

Antes decía que la “voz” pertenece al narrador, lo cual plantea dos alternativas: primera persona o tercera persona. Si se trata de un narrador en primera persona, la voz del relato será la suya; es decir, la de un personaje de la novela, y si a estas alturas de la novela no sé cuál es la voz de un personaje fundamental, es que no he hecho los deberes. Por tanto, un narrador en primera no debería suponer ningún problema a la hora de elegir la voz, pues basta con dejarle hablar.

Ahora bien, no ocurre lo mismo con la tercera persona; ahí tenemos que elegir, y no siempre es fácil, porque la voz no es algo que se pueda imponer al relato, sino algo que se encuentra, una tonalidad que surge de nuestro interior impregnando al texto. Pero, ¿y si no surge? ¿O surge, pero de forma equivocada? Entonces, hablando mal y pronto, la hemos cagado, amigos míos. Así, de memoria, recuerdo al menos un par de novelas mías frustradas precisamente por problemas con la voz. Además, corregir una voz errada, cambiar una tonalidad por otra, significa reescribir todo lo que has escrito hasta el momento. Lo dicho, un desastre.

Entonces, ¿cómo encontrar la voz adecuada? Mi buena amiga Elia Barceló me comentó hace tiempo el método que seguía ella: antes de comenzar una novela, Elia prueba distintas voces escribiendo, en cada caso, no más de un par de folios. Luego, elige. Yo lo he hecho alguna vez y suele dar buenos resultados. Pero, ¿cómo saber que se ha elegido bien? En el fondo es sencillo; la voz, para ser correcta, debe ser auténtica, debe brotar con facilidad, sin forzarla. Si al escribir tengo que estar pendiente de mantener el tono, si tengo que forzar la prosa, eso significa que me he equivocado.

La carne

La novela es una imitación de la vida, y en la vida, aparte de los asuntos básicos, hay constantes digresiones. ¿Recordáis que comparaba la novela con un árbol? El tronco es el argumento, pero de él brotan una serie de ramas que no tienen que ver con la trama, que no aportan nada a la historia central, pero que sirven para dar apariencia de vida a la ficción. Usando otro símil, el argumento estructurado que he diseñado sólo es un esqueleto, de modo que ahora, mientras escribo, tengo que recubrirlo de carne.

Una forma de hacerlo es desarrollar una o más subtramas; es decir, historias que no tienen que ver con el argumento, salvo por los personajes, y que se narran paralelamente a la trama principal. Otra manera es utilizar la digresión. Los personajes no pueden estar todo el tiempo centrados obsesivamente en el tema medular del argumento; a veces, deben irse por peteneras. Un personaje se enrolla con sus opiniones sobre determinados aspectos de la vida, o le sucede una anécdota, o cuenta una historia de su pasado, o se relaciona con otros personajes... puede ser cualquier cosa. Por otro lado, no olvidemos que los personajes son imitaciones de personas y, por tanto, deben hacer todo lo que hacen las personas: comer, defecar, dormir, hacer el amor, leer, ver la TV... Todo eso, esa cotidianidad, debe quedar reflejada de algún modo en el texto.

Mientras escribo suelen ocurrírseme muchas ideas para estas digresiones. Para ser sincero, ignoro cómo se me ocurren, porque no hago el menor esfuerzo en buscarlas; sencillamente, estoy escribiendo y la idea brota en mi cabeza como surgida de la nada. No todas las ideas son buenas, por supuesto; pero todas las que considero aceptables las escribo. Luego, durante la corrección del texto, si considero que me he pasado, sacaré las tijeras de podar. Todo esto, las subtramas, las digresiones, las anécdotas, las acciones paralelas, no sirve sólo para dotar de carne al texto, sino también para desarrollar los personajes

Las escenas de transición

Veréis, por lo general no tengo ningún problema en escribir una escena de acción, o una conversación, aunque sea a múltiples bandas, o una descripción profusa... sin embargo, lo que me plantea verdaderos quebraderos de cabeza son las puñeteras escenas de transición.

En toda novela hay una serie de escenas, la mayoría, que tienen particular importancia argumental; es decir, son significativas y necesarias para el desarrollo de la trama. Pero al mismo tiempo hay otras muchas escenas que, por razones de continuidad o de ritmo, deben incluirse, pero que en sí mismas carecen de relevancia y, sobre todo, de interés.

¿No os ha pasado estar leyendo una novela con atención y, de repente, llegar a una parte del texto que es un tostón? A mí sí y me parece deplorable por parte del autor; es como si éste, al llegar a las zonas coñazo de la narración, tirara la toalla y se limitara a cumplir el expediente. Mal hecho. En mi opinión, siempre hay que darle algo al lector; tienes que ingeniártelas para aportar algún elemento de interés a lo que en sí mismo no lo tiene. ¿Qué puede ser? Una divagación ingeniosa, una conversación brillante, una pequeña peripecia, un gag... lo que sea, cualquier elemento que capte la atención del lector lo suficiente como para hacerle olvidar que esa parte del texto es aburrida.

Porque el peor pecado de un escritor es aburrir.

El problema es que, normalmente, esas zonas de transición suelen ser como páramos, lugares donde no hay nada que me permita alegrar un poco el paisaje, así que tengo que partir de cero, y eso no siempre es fácil. Creo que esta clase de escenas son las que más tiempo me hacen perder mientras escribo; a veces puedo tirarme, literalmente, horas intentando aportarle algo a una escenita de mierda en la que, probablemente, nadie se va a fijar. Y es cierto, el lector no se fijará en esa escena en especial; pero sí percibirá el conjunto de todas esas escenas; quizá no sepa qué es en concreto lo que percibe, pero su impresión global no le engañará.

Volviendo al símil arquitectónico, esta parte de la escritura sería algo así como la decoración interior. Tenemos unas habitaciones con malas vistas, de modo que procuremos que queden bonitas y agradables.

Y esto es todo por hoy, estimados merodeadores. Arrivederci.

martes, noviembre 20

20N

Pasé los primeros veintidós años de mi vida bajo la dictadura de Franco. Pero digamos que fue a partir de mis catorce cuando comencé a darme cuenta de que aquello no era correcto; es decir, durante ocho años viví con la plena consciencia de estar protagonizando una injusticia. Entonces aquello me parecía tremendamente real –lo era-, pero ahora, cuando vuelvo la vista atrás, lo que me parece es fantasmagórico. ¿Cómo es posible que yo provenga de un mundo como aquél? Y lo que es peor, ¿cómo es posible que todo aquello me pareciera entonces normal?

No estoy hablando de los grandes y abyectos crímenes del franquismo, de los fusilamientos, del secuestro de la libertad política, de las detenciones arbitrarias, de las listas negras, de los juicios sin garantías, de los asesinatos impunes... no, los adjetivos que merece todo esto están claros y no hace falta repetirlos. A lo que me refiero es a la vida cotidiana, al día a día, y eso sólo puede definirse como mediocridad en estado puro. Imaginaos no poder leer ciertos libros ni ver determinadas películas, porque están prohibidos; o lo que es peor: leer libros amputados por la censura y ver películas cortadas con el objeto de librarnos del gravísimo pecado de contemplar un simple beso en la boca. Imaginaos un mundo dominado por la más cavernaria moral católica, un mundo en el que, al llegar Semana Santa, las radios sólo podían emitir música clásica y los cines proyectar cintas religiosas. Imaginad una sociedad en la que la prensa está amordazada por el Estado, o directamente a su servicio, una sociedad donde el poder habla de Imperio mientras la miseria se adueña de las calles, una sociedad en la que no puedes expresar libremente tus ideas ni escuchar las ideas de los demás. Imaginad un país que desprecia la cultura y el arte, un país paleto, ignorante y gris.

Bueno, pues así era el puñetero franquismo que yo viví. Y es que uno de los peores pecados de la dictadura fue sumergir a España en un baño total de mediocridad, una mediocridad que hoy, 32 años después, seguimos sufriendo, quizá en parte porque todavía hay gente, mucha más de lo que cabría esperar, que sigue añorando aquellos tiempos grises y aburridos, o que piensa que el franquismo se vivió por muchas familias con gran placidez. Claro que sí: sus familias, esa placida clase social que tanto prosperó chupando de la teta de la dictadura y cuyos vástagos, convenientemente maquillados de demócratas, siguen hoy convencidos de que el poder les pertenece por cuestión de estirpe y de casta.

¿Sabéis algo? Cuando el hijo de puta de Franco estaba vivo, yo no concebía que se fuese a morir en algún momento; de algún modo, mi inconsciente había decidido que aquel anciano cruel y miserable siempre había estado ahí y siempre iba a estar. En el fondo, creo que eso nos pasaba a todos. Por aquellos tiempos se contaba un chiste: Franco está moribundo en la cama y una gran multitud se reúne frente al Palacio del Pardo aclamando al dictador. Franco, alarmado por el ruido, pregunta qué sucede, y Carmen Polo responde: “Es el pueblo, Paco, que viene a despedirse de ti”. Franco alza una ceja y dice: “¿Ah, sí? ¿Y adónde se va?”. Puede que ni su excremencia contase con su propia muerte.

Pero se murió. Tardó en hacerlo el muy cabrón, pero al final, después de pudrirse en vida, la espichó, la diñó, estiró la tromboflebítica pata. Y yo me alegré; no porque muriera un monstruo, sino porque por fin iba a cambiar algo en aquel país dormido. En cuanto a por qué no me alegré especialmente de la muerte del monstruo..., pues porque el mediocre tirano murió en la cama, de viejo, después de ejercer plácidamente el poder durante cuarenta años y, la verdad, no encuentro ningún motivo para enorgullecerse, o alegrarse, de nada de eso.

domingo, noviembre 18

Heinlein 100

Si le preguntan a los aficionados a la ciencia ficción (cf) españoles cuál es el mejor escritor del género de todos los tiempos, unos responderán Asimov, otros Lem, otros Bester, otros Le Guin, otros Silverberg... en fin, un ramillete de respuestas diferentes, y similares resultados obtendremos si le preguntamos a cualquier aficionado europeo. Pero si la pregunta se la formulamos a un fan norteamericano, lo más probable es que nos responda: Robert A. Heinlein. En efecto, Heinlein sigue siendo (porque murió en 1988) una institución en el mundo de la cf yanqui, el Gran Patriarca Póstumo. ¿Por qué?

En primer lugar, porque Heinlein es, sin lugar a dudas, el más norteamericano de todos los escritores norteamericanos de cf, algo así como la plasmación del sueño y los valores yanquis en clave futurista. En segundo lugar, porque Heinlein fue el primer escritor profesional de cf, y quizá el autor fundamental en el movimiento de modernización del género que tuvo lugar a mediados del siglo pasado bajo la tutela de la revista Astounding. En tercer lugar, porque Heinlein era un excelente narrador, en la estela, aunque a considerable distancia, de algunos clásicos norteamericanos.

No obstante, en Europa, o cuando menos en España, Heinlein es un autor más bien poco valorado. Sobre todo por ser taaaaaan norteamericano; porque Heinlein, amigos míos, no sólo era muy, pero que muy yanqui: era un ultraconservador yanqui, en la más rancia tradición de la derecha dura USA. Y esto se refleja en la mayor parte de sus novelas. El ejemplo más conocido es Tropas del espacio (1959), donde Heinlein no sólo lleva a cabo una entusiasta exaltación militarista, sino que además se atreve a proponer ¡una utopía fascista! (Por cierto, la película basada en esta novela, donde su director Paul Verhoeven, optó inteligentemente por el camino de la sátira, es mucho más interesante de lo que cierta obtusa crítica afirmó en su momento). Con todo, hay otra novela suya aún peor, aunque no suele citarse, quizá porque sólo se ha editado una vez en España y hace mucho tiempo: Los dominios de Farnham (1964), un infumable –e inconcebible- alegato racista sobre el que pasan de puntillas hasta los más acérrimos defensores del escritor. Pero quizá lo peor de todo sea la presencia en la mayor parte de sus novelas de una clase de personaje al que yo llamo “el tipo que lo sabe todo”. Ese personaje tan repetido, evidente alter ego del autor, es..., pues eso, un tipo que lo sabe todo, que lo ve todo meridianamente claro, que tiene respuestas para todo. El problema es que esas respuestas son simplistas y parciales, fiel reflejo de una ideología basada en el capitalismo sin restricciones (él lo llamaba “anarco-capitalismo”), el darwinismo social, la desconfianza hacia el Estado, y el individualismo y la iniciativa privada a ultranza... La verdad es que ese personaje acaba resultando muy cargante.

Por otro lado, Heinlein (que, antes que escritor, fue militar y, tras una enfermedad que le obligó a abandonar el ejército, ingeniero) tenía una fe ilimitada en la ciencia y la tecnología, y albergaba una visión absolutamente optimista del futuro (un futuro, eso sí, liderado siempre por USA). Quizá por eso sus novelas rara vez se adentran en los problemas reales de la humanidad, y cuando lo hacen es desde la óptica radical, y simplista, del autor. Además, Heinlein no cuenta con una galería demasiado amplia de personajes; de hecho, suele manejar una serie de estereotipos que, con diferentes nombres, se repiten de novela en novela. Todas estas críticas son ciertas. Pero, con todo, no se puede echar a Heinlein a la basura, porque no es ni mucho menos un autor desdeñable.

Cuando yo era un preadolescente de trece o catorce años, me encantaba Heinlein. Adoraba novelas suyas como Jones, el hombre estelar (1953), La hora de las estrellas (1956), La bestia estelar (1954) o Ciudadano de la galaxia (1957), lo cual no es de extrañar, porque, aunque yo entonces no lo sabía, eran novelas destinadas al público juvenil (hay quien sostiene que las mejores novelas de Heinlein son precisamente las juveniles). En cualquier caso, también me gustaban a rabiar sus novelas para adultos, como Amos de títeres (1951), El hombre que vendió la Luna (1950) o la fascistoide El día de pasado mañana (Sixth Column, 1949), que entonces me parecía simplemente un divertidísimo relato de aventuras científicas. Y es que Heinlein era un autor increíblemente ameno, no puede negarse.

Luego, siendo ya un jovenzuelo, leí Tropas del espacio y Los dominios de Farnham, y mi amor por Heinlein comenzó a flaquear. Su ideología, demasiado radical y contraria a la mía, impregnaba demasiado el espíritu de sus obras. Entonces, inesperadamente, Heinlein publicó una novela que parecía darle la vuelta a su doctrina: Forastero en tierra extraña (1961). Esta novela, que sintonizó al instante con el incipiente movimiento contracultural estadounidense, narra la llegada a la Tierra de un humano nacido en Marte y criado por los marcianos, su controvertido periplo entre los humanos normales y su posterior conversión en líder de una secta. Recuerdo que esta obra, prohibida en España durante el franquismo, me gustó mucho en su momento; no obstante, y aunque no la he vuelto a leer, con el tiempo he llegado a la conclusión de que se trataba de un texto más aparente que auténtico, y sobre todo demasiado ambiguo. En 1966, Heinlein publicó La Luna es una cruel amante -quizá su novela más valorada entre los aficionados yanquis-, que narra la independencia de la Luna como metáfora de la revolución norteamericana. En fin, una novela patriotera y, en mi opinión, bastante aburrida. A partir de los 70, las novelas de Heinlein se vuelven más audaces, pero sólo en un aspecto: el sexual. Y tampoco muy audaces, porque sus descripciones son más bien timoratas; no obstante, el protagonista de (creo) Tiempo para amar (1973) viaja en el tiempo y se folla, a sabiendas, a su madre (lo que sin duda dice algo acerca del autor, aunque, aparte de un edipazo de tomo y lomo, no sé exactamente qué). En fin, sus novelas se vuelven más sexualmente “audaces”, pero también más y más aburridas. A partir de los 80, Heinlein parece olvidar sus habilidades narrativas y convierte sus novelas en largos y pesados textos discursivos que no son más que pretextos para ofrecer su peculiar visión del mundo. “El tipo que lo sabe todo” toma el timón y, aunque su ideología ya no es tan radical como antes (pero sí mucho más confusa), sigue siendo un pesado. De modo que dejé de leer a Heinlein. Tampoco me perdí mucho, porque lo mejor de su obra (luego veremos qué es) ya lo había leído.

Entonces, ¿qué tiene de bueno Heinlein? Pues bastantes cosas, aunque parezca mentira. Lo primero de todo, que era un excelente narrador, en el sentido más básico de la palabra. Heinlein narra con una soltura envidiable, haciendo que el lector se deslice por el texto con toda facilidad, obligándole a leer incluso aquello que no le interesa. Maneja con gran habilidad el ritmo y la elipsis, es parco, pero preciso, en las descripciones, y es un buen dialoguista (salvo cuando habla “el tipo que lo sabe todo”). En más de una ocasión se le ha acusado de poseer una prosa plana e impersonal, pero esto es falso. De hecho, la prosa de Heinlein es una de las más personales de la cf yanqui, y si bien es cierto que no maneja muchos recursos, también es verdad que los que emplea son usados con bastante maestría. Cuando al principio decía que Heinlein se hallaba en la estela de algún clásico norteamericano, me refería concretamente a Mark Twain, ecos de cuya prosa, y salvando las distancias, pueden rastrearse fácilmente en el estilo de Heinlein.

Además de esto, Heinlein fue uno de los autores que más contribuyeron a sacar la cf de las cavernas del pulp, dándole un tono más adulto y serio. Eso por no hablar de sus aportaciones temáticas e incluso técnicas, como ese famoso “la puerta se dilató”. Pero, a mi modo de ver, lo que realmente le convierte en un autor estimable son sus relatos cortos. Heinlein era mucho mejor cuentista que novelista, quizá porque las distancias breves le obligaban a obviar sus peores tics y a dejar algo de lado sus obsesiones ideológicas. Sea como fuere, Heinlein nos ha proporcionado algunos de los mejores cuentos de cf, como Por sus propios medios (1941), Las carreteras deben rodar (1940), o el turbador Todos vosotros, zombies (1959)

En fin, ¿por qué estoy hablando de Robert A. Heinlein? Pues por dos motivos: en primer lugar, porque este año se cumple el centenario de su nacimiento, y en segundo lugar porque hace poco leí El granjero de las estrellas (La Factoría de Ideas, 2007), una novela juvenil que Heinlein publicó en 1950 y que permanecía inédita en castellano.

Y no me extraña que permaneciera inédita, porque es una novela malísima. A grandes rasgos, cuenta la terraformación y colonización de Ganímedes en clave similar a la colonización del Oeste USA, pero sin indios. Y eso, así, a grandes rasgos, es prácticamente todo lo que cuenta, porque apenas hay argumento. En ocasiones, el texto parece un manual de divulgación científica; en otros momentos adopta la forma de entusiasta tesis sobre el darwinismo social; y entre tanto, los personajes, unos adolescentes que parecen salidos de un sueño de pipa de Norman Rockwell, navegan sin rumbo ni consistencia. Es, sin duda, la peor novela de Heinlein que he leído.

Pero la leí, amigos míos, la leí, pese a que al cabo de veinte páginas ya me había dado cuenta de que era una castaña infumable. La leí porque Heinlein es tan buen narrador que consigue que no te cueste mucho leer sus bodrios; pero sobre todo la leí por pura nostalgia, porque mientras reproducía en mi mente, después de tanto tiempo, la peculiar prosa de Heinlein, recuperaba parte del sabor de mis trece o catorce años...

Ay, que chunga es la añoranza. Bueno, amigos míos, quisiera antes de despedirme recomendar algo de Mr. Heinlein. Por supuesto, los relatos cortos; eso ya lo he dicho. Recuerdo con mucho cariño sus novelas juveniles –en particular La bestia estelar-, pero las leí hace tanto tiempo que no me atrevo a decir nada acerca de ellas. Podría recomendar Estrella doble (1956), una versión en clave futurista de El prisionero de Zenda, o Amos de títeres, un simpático thriller de invasiones alienígenas, o la ya comentada Forastero en tierra extraña... pero no, no voy a recomendaros nada de eso.

En mi opinión, la mejor novela de Heinlein es Puerta al verano (1956). Me apresuro a aclarar que se trata de un relato sin la menor pretensión, una intranscendente aventura de viajes en el tiempo... pero absolutamente deliciosa. Es como si Heinlein, al escribir este título, hubiera dejado de lado todos sus defectos quedándose sólo con lo mejor de su talento. Además, la metáfora que da título a la novela –y que está relacionada con un gato- siempre me ha parecido singularmente sugestiva.

¿Qué más puedo decir de Heinlein? Creo que, pese a tenerlo todo tan aparentemente claro (era “el tipo que lo sabe todo”, no lo olvidemos), fue desplazándose con el tiempo hacia una ideología cada vez más confusa. Digamos que era demasiado brillante para ser un radical y demasiado radical para ser brillante. Su pensamiento evolucionó con el paso de los años, es cierto, aunque resulta difícil determinar hacia dónde, pero siempre fue un ultraconservador, un halcón. No obstante, también era una persona contradictoria. La derecha dura norteamericana ha sido y es muy religiosa, pero Heinlein –contumaz racionalista al fin y al cabo- se declaraba agnóstico. Así que, como cierre, permitidme reproducir un par de frases suyas al respecto: “Las prostitutas desempeñan la misma función que los curas, sólo que muchísimo mejor”. “La teología nunca ha sido de gran ayuda; es como buscar, a medianoche y en un sótano oscuro, a un gato negro que no está ahí”.

Esto es todo, amigos; Auf Wiedersehen.

jueves, noviembre 15

El rincón del odio: Vista

Imputado: Sistema Operativo Vista

Delitos denunciados: Dejando aparte que todavía estoy por encontrarle una puñetera ventaja, dejando aparte sus innumerables incompatibilidades (lo cual incluye, por increíble que parezca, a algunos programas de la propia Microsoft), dejando aparte que hasta el momento ya ha recibido casi cuarenta parches, Vista se cuelga, se cuelga, se cuelga... y el muy cabrón no se muere.

Razonamientos: Que Bill Gates, el hombre más rico del planeta, dueño de Microsoft, una inmensamente poderosa compañía que funciona como monopolio de facto, lance al mercado un producto tan defectuoso, chapucero e inútil como Vista, ya sería motivo más que suficiente para que el peso de la ley cayese sobre él con toda contundencia. Pero no sólo es eso. Hace cinco meses cambié de ordenador, un ya anticuado Compaq, y compré un HP. Llevaba incorporado el sistema Vista, pero yo no lo quería, porque me habían hablado fatal de él, de modo que intenté instalar el XP, que, aunque tampoco es gran cosa, al menos no se colgaba. Pero no era posible, porque mi nuevo ordenador tenía preinstalado el Vista y no se podía instalar el XP. De modo que he tenido que tragarme el pueñetero Vista contra mi voluntad porque el poderoso marketing comercial de Microsoft así lo ha determinado. Y de eso, de marketing, sí que saben mucho los fieles colaboradores de Mr. Gates. Mejor nos iría si supieran un poco más de informática.

Pena solicitada: Teniendo en cuenta la gravedad, por su extensión y tocapelotez, de la estafa perpetrada, solicito que Bill Gates sea colgado, colgado y colgado por los testículos hasta que silbe completa La Marsellesa y jure no volver a lanzar al mercado un producto tan desastroso.