jueves, noviembre 30

Mi cerebro y yo


Reconozcámoslo: mi cerebro es un vago, un indolente órgano que aspira a la desconexión o, a lo sumo, al bajo rendimiento. Si le dejara a su aire, se pasaría el día leyendo, viendo películas, jugando, fantaseando o tocándose las meninges, pero el trabajo no entraría siquiera entre sus planes más remotos. Por otro lado, mi cerebro tiene algo muy claro: escribir es trabajar. Imaginar un argumento y/o unos personajes no lo es; eso entra dentro de “fantasear”. Diseñar (mentalmente) la arquitectura narrativa de una novela tampoco es trabajo para él, porque eso es “jugar”. Pero sentarse frente al ordenador y comenzar a teclear una historia... ah, amigos míos, eso es harina de otro costal, trabajo puro y duro, justo lo que más odia mi cerebro. Y es que sucede algo curioso: según suele decir la gente, mis novelas se leen con facilidad, razón por la cual se da por hecho que están escritas con idéntica facilidad. Pues no, ni mucho menos, para nada; al gilipollas de mi cerebro le cuesta un huevo escribir. La prosa que produce, sencilla y cristalina, casi invisible, es fruto de una constante lucha con las palabras, de una permanente labor de prueba, corrección, síntesis y retoque, de un, en definitiva, profundo esfuerzo. Y eso a mi cerebro no le gusta ni un pelo. Así que, si puede, se escaquea. De modo que tengo que obligarle a asumir sus responsabilidades, aunque no siempre es fácil. Veamos cómo es el proceso.

1. Me levanto a las ocho menos cuarto de la mañana. Me ducho, me visto, me preparo un café con leche y me lo llevo al despacho. Conecto el ordenador y, mientras se enciende, escucho la radio y me tomo el café. Durante todo este proceso mi cerebro está sobando a pierna suelta.

2. A las nueve menos cuarto de la mañana o así dejo de oír la radio y zarandeo a mi cerebro para que se despierte. Cinco minutos más tarde, vuelvo a zarandearle, porque no hay dios que le despierte, y así sigo durante un buen rato.

3. Conecto el procesador de textos y abro el archivo en que estoy trabajando. Mi cerebro lo contempla con extrañeza, como si fuera la primera vez en su vida que ve un procesador de textos, y me dice: ¿no deberíamos echar un vistazo al correo electrónico?

4. Ya he revisado antes el Outlook, bajando y, acto seguido, deshaciéndome de un huevo de spam, pero vuelvo a conectarlo. Mas spam, más papelera de reciclaje. Ya está, le digo a mi cerebro; y éste me responde: ¿por qué no echamos un vistazo a tu blog y a los blogs de los amigos?

5. Me doy un garbeo por los blogs habituales y, después, desconecto el Explorer. Bueno, a trabajar, le digo a mi cerebro. Y mi cerebro, arrinconado, mira en derredor y responde: ¿te has fijado en cómo está de desordenado el escritorio? Deberíamos ordenarlo...

6. Ordeno un poco mi mesa de trabajo. Por desgracia, durante el proceso mi cerebro ha encontrado un recorte de periódico donde viene la dirección de una página web en la que un pirado se dedica a contar películas en sólo minuto y medio. Mi cerebro opina que es imprescindible visitar inmediatamente esa página, así que la visitamos.

7. La página en cuestión es una chorrada. Salimos de ella y vuelvo a poner en pantalla el procesador de textos. A trabajar, exclamo posando los dedos sobre el teclado. Mi cerebro, alarmado ante la inminencia de verse obligado a realizar una labor productiva, contempla la librería que está a mi derecha y se centra en uno de los libros. Mira, me dice, es el “Manual de inquisidores”, de fray Nicolás Eymeric; ¿a que no recordabas haberlo comprado?

8. En efecto, no recuerdo haberlo comprado. Lo cojo y lo hojeo; al cabo de unos minutos, me pregunto a mí mismo por qué narices compré ese libro y lo vuelvo a dejar en su lugar. A trabajar, digo, colocando el meñique izquierdo sobre la A y el derecho sobre la Ñ. Mi cerebro pregunta: ¿No deberíamos mirar otra vez el correo electrónico?

9. No, respondo.

10. ¿Y los blogs?, insiste él.

11. Tampoco. A trabajar.

12. Mi cerebro está entre la espada y la pared. Vale, claudica, pero primero vamos a corregir un poco lo que escribimos ayer.

13. Lo dice porque, para él, corregir casi no es trabajar. De modo que corregimos las páginas que habíamos escrito el día anterior, tarea que nos lleva unos quince o veinte minutos. Cuando acabamos, bebo un sorbo de agua y, colocando por enésima vez los dedos sobre el teclado, le exijo a mi cerebro que se ponga a producir nuevo texto.

14. Aterrorizado ante la inminencia del trabajo, mi cerebro opta por una salida desesperada. ¿Y si nos hacemos una paja?, propone.

15. No quiero hacerme una paja, respondo. A trabajar.

16. Mira que las pajas relajan mucho, eh..., insiste él.

17. No quiero relajarme. A trabajar.

18. ¿Y si miramos el correo?...

19. No. A trabajar.

20. ¿Y los blogs?...

En fin, el caso es que en algún momento consigo que mi cerebro se ponga a escribir. Sufre, llora, se lamenta, gimotea, incluso llega a darme pena el jodido cabrón, pero con individuos como él hay que mostrarse inflexible, así que no dejo de espolearle hasta que produce un mínimo de cuatro nuevas páginas, aunque por lo general son siete u ocho. Entonces, mi cerebro contempla el trabajo realizado, saca pecho y ¡se siente orgulloso! Porque, parafraseando a Brown, mi cerebro odia escribir, pero adora haber escrito. Y todas las tardes, a última hora, el muy cínico sopesa lo que hemos producido durante el día y se siente ufano como un pavo, obscenamente satisfecho de sí mismo, como si sólo él fuera responsable de esa labor, cuando todos sabemos que, si por él fuese, se pasaría el día con el encefalograma plano y haciéndose pajas.

Así que no os dejéis engañar, amigos míos; si algún día leéis una de mis novelas, tened presente que quien la ha escrito es, en efecto, mi cerebro, pero el auténtico responsable soy yo. Como en la hípica: quien corre es el caballo, pero es el jockey quien le hace correr .

martes, noviembre 28

El video

No suelo hacer caso a lo que dicen o escriben los políticos; y me refiero tanto a los políticos de ideología opuesta a la mía como a los afines, porque creo que sus puntos de vista y opiniones están siempre mediatizados por el partidismo. Me ha sorprendido, por tanto, el video del PSOE sobre “la otra tregua”, porque en él no hay opiniones ni puntos de vista, sino una mera exposición de los hechos. Pero es que esos hechos son tan elocuentes... El PP se ha lanzado a degüello contra el gobierno, acusándole de hacer lo que ellos mismos hicieron cuando gobernaban. La típica doble moral de la caverna derechosa. Fijaos si no en la respuesta de ese tipo medio ridículo medio siniestro que es José María Aznar: “A mí que me dejen en paz”. Eso lo dice el miserable resentido que lleva años poniendo a parir al gobierno de su país en el extranjero. El mismo que, el 4 de noviembre de 1998, anunció que había autorizado "contactos con el entorno del Movimiento Vasco de Liberación".

¿Y qué decir de la Asociación de Víctimas del Terrorismo y su enésima manifestación pagada por el PP? No dijeron nada cuando Aznar acercaba presos o llamaba movimiento de liberación a ETA, pero ahora acusan al gobierno de realizar no sé cuántas traidores concesiones a los terroristas, cuando es evidente –así va el proceso- que no se ha hecho ni una sola concesión. En mi opinión, está claro que la AVT no es ya una asociación de víctimas, sino una rama bastarda del PP que, escudándose en el victimismo, se permite hacer política partidista; pero a ellos que ni les toquen, porque son sacrosantas víctimas. Pues bien, que se manifiesten si quieren, pero su opinión, su palabra, tiene el mismo peso que la mía o la de cualquier otro. Las víctimas no gozan de más derechos que el resto de los españoles, no son ni deben ser ciudadanos privilegiados. Y menos cuando deciden jugar al juego sucio de la manipulación partidista. Hoy por hoy, la AVT me merece el mismo respeto que el PP; que no es mucho, desde luego.

Con todo, el gobierno del PP no hizo mal al intentar negociar el fin del terrorismo con ETA, porque creo que eso no es un derecho, sino un deber de todo gobierno. Cuando el PP ha demostrado su miserable catadura moral es ahora, al convertirse en uno de los principales escollos en el proceso de intentar librar a nuestro país del terrorismo. ¿Y por qué lo hacen? Porque quieren recuperar el poder a cualquier precio, coño; no hay nada más. Y es que cuando Aznar el Mentiroso dijo que había que hacer oposición “sin complejos”, lo que en realidad quería decir es “sin escrúpulos”.

viernes, noviembre 24

Agujeros negros

Cuando a las estrellas se les acaba su combustible nuclear, la gravedad hace que se derrumben sobre sí mismas. Hasta determinado tamaño –en el que está incluido nuestro sol-, acabarán convirtiéndose en enanas blancas y estrellas de neutrones; pero, a partir de una vez y media la masa del sol, las estrellas seguirán contrayéndose y acabarán transformándose en agujeros negros. Pozos de gravedad de los que ni siquiera puede escapar la luz. De hecho, los agujeros negros tienen algo que se llama “horizonte de sucesos”; se trata de una especie de frontera: si la cruzas, el agujero te tragará y jamás podrás salir de él.

Solemos pensar que los agujeros negros son exóticos objetos cósmicos, tan lejanos que sería absurdo preocuparse por ellos. Pero nos equivocamos; los agujeros negros están por todas partes, invisibles, agazapados, dispuestos a tragarte en cualquier momento. Después de todo, al final de nuestra trayectoria vital eso es lo que hay: un enorme agujero negro del que nunca saldremos. Pero ese agujero negro no resulta tan malo, pues a fin de cuentas no es más que un confortable no-lugar donde no-ser el resto de la eternidad. Hay agujeros negros peores, mucho peores, porque te devoran sin anularte, porque te precipitan hacia una sima oscura condenándote a una eterna caída. Esos agujeros negros no te matan; sencillamente te arrancan jirones de vida, te roban los sueños, te quiebran el alma. Y qué fácil es cruzar su horizonte de sucesos sin siquiera darte cuenta...

miércoles, noviembre 22

La isla del cartógrafo (relato)

Siempre me han llamado la atención los datos peculiares. Me refiero a esos fragmentos de conocimiento –por lo general inútil- que se salen de lo normal, que resultan curiosos y llamativos. Por ejemplo, me encanta saber que en el teclado qwerty (el que todos usamos), las teclas están distribuidas con el fin de relentizar la escritura para que los tipos de las máquinas de escribir no se montaran los unos sobre los otros, o que no existe Premio Nobel de matemáticas porque la mujer del señor Nobel se la pegaba con un matemático. Así pues, a causa de esa afición mía a las chorradas, hace unos meses –concretamente en la entrada del 23 de enero de 2006- hablé aquí sobre las “islas de cartógrafo”. Es decir, sobre la costumbre de algunos cartógrafos de los siglos XVII y XVIII, que incluían en sus mapas islas inexistentes a las que bautizaban con los nombres de sus amantes.

El caso es que, mientras redactaba esa entrada, se me ocurrió el argumento de un relato corto. En ese momento prometí que lo escribiría... y, aunque casi un año más tarde, finalmente lo he hecho. El cuento se llama La isla del cartógrafo y comienza así:

Tras meditarlo largamente, Hernán decidió regalarle a su amada una isla. A fin de cuentas, él sólo era un pobre aprendiz de cartógrafo y carecía del dinero necesario para adquirir una joya, un perfume o, tan siquiera, un pañuelo bordado. Pero una isla... eso sí podía permitírselo (...)

Si estás tan loco como para querer seguir leyendo, pincha aquí

lunes, noviembre 20

Jack Williamson 1908-2006

Supongo que, en una fecha como hoy (20 N), hablar de alguien que ha muerto puede suscitar confusiones. Pero no, no me refiero a ese viejo dictador que hace treinta y un años la diñó en la cama y, para vergüenza de todos los españoles, conservando intacto todo su omnímodo poder de sátrapa gallego. En realidad, me refiero a Jack Williamson, que falleció hace diez días a los 98 años de edad.

Y ahora más de uno se preguntará quién narices era Jack Williamson. Pues un mediocre escritor de ciencia ficción. Pero también era una especie de fósil viviente, porque Williamson comenzó a escribir a finales de los años veinte; es decir, casi al comienzo del comienzo de la ciencia ficción tal y como hoy la concebimos. ¿Y qué escribía? Pues sobre todo space opera, una cf aventurera e ingenua ligada a las revistas pulp de la época.

Cuando yo era pequeño –doce o trece años-, leí algunas novelas suyas. La Isla del Dragón (1951), Puente entre estrellas (con James E. Gunn, 1955) y Los humanoides (1949). Recuerdo que la que más me gustó fue esta última (de hecho, es su obra “prestigiosa”); pero claro, yo era un niño y supongo que ahora me parecería ingenua y tosca. Mucho más tarde, siendo ya un apuesto veinteañero, leí su novela más famosa, La legión del espacio. Lo hice más por motivos arqueológicos que por otra cosa, porque es un relato simpático, pero tremendamente inocente y anticuado. No obstante, justo es reconocer que en La legión del espacio se encuentra el germen de Star Wars, aunque no estoy seguro de si esto es bueno o malo.

De modo que Williamson era un humilde escritor popular de cuya muerte la mayor parte del mundo ni se ha enterado, ya que sólo era conocido entre los círculos de “iniciados”. Pero ahí estaba, un superviviente –supongo que último- de la época más primitiva del género, y además todavía en activo, pues su última novela (Stonehenge Gate, 2005) apareció el año pasado. Así que, teniendo en cuenta que publicó su primer relato en 1928, el bueno de Jack ha pasado casi ochenta años trabajándose el teclado de quién sabe cuántas máquinas de escribir. Toda una larguísima vida dedicada a la escritura. Aunque sólo sea por esto, creo que es justo dedicarle, si no un homenaje, sí al menos un breve recuerdo. Descanse en paz.

martes, noviembre 14

Actuando

Siempre he pensado que no es muy difícil ser actor de cine. De teatro sí, de cine no, por la sencilla razón de que en un rodaje se puede repetir una toma tantas cuantas veces sean necesarias para que quede bien. Prueba de ello es que muchos directores han trabajado alguna vez con actores no profesionales, como por ejemplo De Sica en El ladrón de bicicletas. Casi cualquiera puede actuar en cine, en efecto; otra cosa es el don de enamorar a la cámara, algo que no tiene todo el mundo, ni siquiera todos los actores profesionales. Y no me refiero a la fotogenia, sino a una cualidad innata que consiste en proyectar la personalidad hasta abarcar toda la imagen; es decir, que la presencia del actor se imponga en cada plano. De hecho, podríamos dividir a los intérpretes en dos grandes grupos: actores de “presencia” y actores versátiles. Un ejemplo de los primeros serían, por ejemplo, John Wayne, Clint Eastwood, Clark Gable, Gary Cooper, Lee Marvin o David Niven. Todos ellos son actores limitados que repiten película tras película el mismo personaje con pequeñas variantes. Pero nos gusta verlos en la pantalla, empatizamos con la imagen que proyectan, son como viejos amigos a quienes nos gusta reencontrar y comprobar que no han cambiado. Aunque también es cierto que algunos, con el tiempo, llegan a alcanzar una envidiable versatilidad. Por ejemplo, Wayne realizó una memorable interpretación en Valor de ley, y Eastwood, que antes era un experto en sacarle partido a su inexpresividad, se ha vuelto todo un actorazo en sus últimas películas, como demuestran sus actuaciones en Ejecución inminente y Million Dollar Baby.

En cuanto a los intérpretes versátiles... Bueno, lo primero que debo confesar es que no soporto a los “actores del Método”. Me refiero al método, basado en las teorías de Stanislavski, que Lee Strasberg popularizó en su famoso Actor’s Studio. Así pues, Marlon Brando, al que no sé qué encuesta le otorgó el título de mejor actor del mundo, me parece afectado, cargante y muy, pero que muy poco natural. Lo mismo me sucede con Montgomery Clift, Paul Newman (aunque en sus últimos films está inmenso), Meryl Streep o el peor Al Pacino. Esto no quiere decir, por supuesto, que todos los actores surgidos del Actor’s Studio me parezcan afectados. Algunos, cuando superan los excesos de énfasis inherentes al Método, se han convertido en excepcionales intérpretes.

(Me apresuro a aclarar, por cierto, que hay actores dotados de ambas cualidades: versatilidad y presencia. Esos son los grandes monstruos del cine)

Por otro lado, me cargan los actores que deciden realizar una interpretación “especial” para demostrar lo buenos que son y, de paso, ganar algunos premios. Por lo general, para conseguirlo eligen papeles de subnormal, loco, minusválido o, si son actrices, roles donde haya que sufrir y llorar mucho; o bien -es otra alternativa- se someten a rigores físicos próximos a la tortura. Por ejemplo, me parecen insoportables el Dustin Hoffman de Rain Man, el Paco Rabal de Los santos inocentes, la Meryl Streep de La decisión de Sophie, y considero una exageración las masoquistas interpretaciones de Robert de Niro y Christian Bale en Toro Salvaje y El Maquinista, respectivamente.

Si me da por hablar de todo esto, es porque el otro día volví a ver una película donde se desarrolla la mejor y más impactante actuación que he presenciado jamás, y me dio por pensar sobre eso tan etéreo que es el arte de Talía (musa de la comedia). ¿Queréis saber cuáles son los actores/actrices que en algún momento, o de continuo, me han impactado? Bueno, la verdad es que da igual que lo queráis o no, porque os lo voy a contar de todas formas (ventajas de la comunicación unidireccional).

Antes he dividido a los actores en dos grandes grupos, pero hay mucha más variedades, claro. Por ejemplo, el de los buenos actores esclavizados por su “presencia”. Morgan Freeman, sin ir más lejos, un excelente actor que no puede librarse de su aire paternal; en una película de inundaciones (no recuerdo su título) hacía de malo y resultaba increíble. O el gran Gene Hackman, que repite una y otra vez el mismo personaje con sólo dos o tres registros distintos. Que conste que ambos me gustan mucho, ¿eh?

Del cine clásico, reconozco mi debilidad por Spencer Tracy (soberbio en La conspiración del silencio... y siempre, la verdad) y James Stewart, un excelente actor también atrapado por un aura de buenazo, pero que demostró su versatilidad en películas como La soga, El hombre que mató a Liberty Valance o Winchester 73. Henry Fonda también figura entre mis favoritos (está espléndido en Doce hombres sin piedad), como figura James Mason, que compuso el que para mí ha sido el mejor malo de la historia del cine, el Rupert de Hentzau de El prisionero de Zanda. Eso, claro, sin olvidar el Humbert Humbert de Lolita, o el maravilloso capitán Nemo de 20.000 leguas de viaje submarino. Y no puedo dejar de citar a ese gran histrión que fue Charles Laughton y su inolvidable interpretación (absolutamente pasada de vueltas, pero genial) en Testigo de cargo, la mejor película de Hitchcock jamás realizada por Hitchcock (es de Billy Wilder). Ah, y Jack Lemmon, claro; siempre interpretó la misma clase de papeles –“el hombre de la calle”- (a fin de cuentas, todo actor se ve limitado por su físico), pero lo hizo desplegando un asombroso abanico de registros. Es imposible no empatizar con él viéndole en El apartamento; y tampoco es posible no enamorarse de Shirley MacLane, todo sea dicho. Y ya que hablamos de actrices, gloria eterna para la gran, la inconmensurable Bette Davis. Y también para su “enemiga” (en ¿Qué fue de Baby Jane? y también en la vida real) Joan Crawford. Y para Gloria Swanson, que nos puso los pelos de punta bajando una escalera en Sunset Boulevard. Y una mención muy especial para Judy Holliday, una actriz no muy conocida por el gran público, pero dotada de un impagable don para la comedia. Como no quiero olvidarme del cine continental, citaré los nombres de Jean Gabin, Marcello Mastroianni, Pepe Isbert, Alberto Sordi, Max Von Sydow, Ana Magnani, Greta Garbo o Simone Signoret.

Del cine más actual, comenzaría citando L.A. confidencial, que cuenta con uno de los repartos más perfectos que he contemplado en mi vida (incluso está bien la usualmente insoportable Kim Basinger). Vista la película, resulta imposible imaginar a cualquiera de los personajes interpretado por otro actor. Pero eso es sobre todo un acierto de casting. Me encanta James Woods, un actor de vigorosa presencia y pasmosa versatilidad, aunque como más me gusta es cuando interpreta a cínicos. Daniel Day Lewis está brillantísimo como Bill el Carnicero en Gangs de Nueva York. ¿Y qué decir del gran Albert Finney? Estuvo estupendo en Dos en la carretera (la comedia más triste jamás filmada), donde también trabajaba una estupenda –en otro sentido- y jovencísima Jacqueline Bisset y, por supuesto, la deliciosa Audrey Hepburn. Y también son dignos de mención sus papeles en Muerte entre las flores y Erin Brockovich, donde él era, con diferencia, lo mejor de la película. Sean Connery es, sin duda, la más potente presencia viva del cine mundial. Y Michael Caine no le anda a la zaga. Estuvieron geniales juntos en El hombre que pudo reinar, la última gran película clásica de aventuras.

En cuanto a las actrices, me chifla Judi Dench, una inmensa dama capaz de interpretar cualquier papel, desde M, la jefa de James Bond, hasta una deliciosa Isabel I en Shakespeare enamorado. Sissy Spacek me gusta desde la primera vez que la vi (en Carne viva, su primera película), y los años no han hecho más que convertirla en una actriz espléndida. Isabelle Huppert está portentosa siempre, aunque a mí me fascina particularmente en La pianista, una de las películas más duras que he visto. Y por citar un producto patrio, Julia Gutiérrez Caba, en mi opinión la mejor actriz española de todos los tiempos. Está de quitarse el sombrero en El color de la nubes. Pero, en fin, mi preferida, mi actriz favorita entre todas, es la maravillosa Emma Thompson. ¡Dios, cómo adoro a esa mujer! No dejéis de verla en El invitado de invierno; quizá no os guste la película (a mí sí), pero ella está fantástica.

Y para ir acabando esto, os voy a contar las cuatro interpretaciones que más me han impresionado y/o emocionado jamás. Por ejemplo, la de Marilyn Monroe en Bus Stop. Sí, sí, Marilyn, la “presencia” que repetía una y otra vez el papel de rubia tonta. ¿Creéis que no era buena actriz? Pues no sé si lo era o no, pero en Bus Stop está inmensa. Creo que, por primera vez, muestra en pantalla la profunda, la infinita tristeza que se oculta en su interior, y compone un personaje frágil y entrañable que, al menos a mí, siempre me ha emocionado. Dan ganas de abrazarla y protegerla... aunque, en fin, demasiado tarde ya.

Las dos siguientes actuaciones memorables que voy a reseñar, se encuadran en dos películas que, paradójicamente, me parecen bastante malas. La primera es la de José Bódalo en Volver a empezar. En realidad, se trata sólo de una secuencia, aquella en que Antonio Ferrandis le cuenta a Bódalo, su amigo de toda la vida, que se va a morir. La cámara permanece fija sobre Bódalo que, sin decir ni una palabra, se va emocionando poco a poco. ¿La habéis visto? Pone los pelos de punta. La segunda interpretación corresponde a Edward Norton en Las dos caras de la verdad, un mediocre thriller judicial. También es una única secuencia: Norton, un hombrecillo frágil, entrañable y tímido, está hablando con su abogado, Richard Gere, y en un segundo, sin solución de continuidad, se transforma en un tipo deleznable. Un demonio que finge ser un ángel, y una actuación memorable que, os lo juro, estremece.

Y por fin llegamos a la que yo considero la mejor actuación jamás vista en una pantalla. Anthony Hopkins interpretando al mayordomo Stevens en Lo que queda del día, la excelente película de James Ivory. Veréis, siempre he pensado que el arte más puro y admirable es aquel que sigue el precepto “menos es más”. Es decir, conseguir la máxima expresividad con el menor número de elementos. Aceptando esto, Hopkins lleva a cabo una inmensa obra de arte con su interpretación. Stevens es un personaje que reprime constantemente sus emociones; de hecho, no cambia de expresión durante toda la película. Sin embargo, Hopkins consigue transmitir un torrente de emociones mediante un leve rictus, un apenas perceptible alzamiento de cejas o un fugaz titubeo en la mirada. Presenciar su trabajo en este film es contemplar el talento en estado puro. Claro que no debemos olvidar que estaba secundado por ese otro monstruo de la escena que es Emma Thompson (¿he dicho ya que la amo?).

En fin, amigos míos, esto no pretendía ser una relación exhaustiva, sino un simple repaso a mis actuaciones favoritas. Seguro que he olvidado muchas, pero para eso estáis vosotros: para recordármelas.

miércoles, noviembre 8

Panfletos

Siempre que he hablado de política en este blog me he encontrado con airadas reacciones por parte de algunos visitantes que, sinceramente, no sé cómo ni por qué narices han recalado aquí. Se trata, por supuesto, de gente de derechas, ya que –nunca lo he ocultado- mi ideología (si es que tengo alguna) está escorada a babor. Entiendo que esas reacciones son naturales, sobre todo en un país tan crispado políticamente como éste, pero no deja de sorprenderme su radicalidad. Mejor dicho, no, no me sorprende, pero sí me alarma.

A veces pienso que el siglo XX, sobre todo en su primera mitad, fue el laboratorio donde se ensayaron las dos grandes ideologías políticas surgidas del XIX: el fascismo y el comunismo. Y el gran pecado de la izquierda y la derecha mundiales fue colaborar, o cuando menos simpatizar, con una u otra corriente.

La izquierda, a causa del triunfo de la revolución rusa, volcó todas sus expectativas en el marxismo, olvidando que los regímenes comunistas, más allá de las bonitas palabras y de las bienintencionadas teorías, eran sistemas totalitarios, terribles dictaduras. Luego, cuando los desmanes de Stalin salieron a la luz, los izquierdistas dijeron que aquello era un accidente, un mero escollo en el camino del materialismo dialéctico que nada tenía que ver con la verdadera esencia del comunismo, y se pusieron a mirar hacia otros paraísos proletarios, como China o Cuba. Pero Mao y Castro sólo eran –el segundo sigue siéndolo- dictadores.

En España, durante los años 60 y 70, ser de izquierdas era prácticamente sinónimo de ser comunista. Sólo había un partido potente en la clandestinidad, el PC, y cuantos mantenían posturas antifranquistas militaban en ese partido o colaboraban de algún modo con él. Sin embargo, yo nunca fui comunista. No quería cambiar una dictadura facha por una dictadura del proletariado. Sencillamente, no quería dictaduras. No era una postura cómoda, porque en aquellos tiempos estar en contra del comunismo –y yo lo estaba- era lo mismo que ser un fascista. Afortunadamente, mi simpatía por el anarquismo hacía que mis amigos izquierdistas me contemplaran como si fuera un ingenuo en vez de mirarme como a un gusano.

En cuanto a la derecha, el advenimiento del comunismo fue el pretexto perfecto para clamar por regímenes fuertes capaces de oponerse y derrotar a la “amenaza marxista”. Cuando Mussolini y, sobre todo, Hitler llegaron al poder, no vayáis a pensar que la derecha occidental mostró alguna reticencia. Lejos de ello, la política del Hitler pre-bélico fue saludada con admiración por la mayor parte de los conservadores europeos (incluyendo a Inglaterra y Francia) y norteamericanos. Basta con echarle un vistazo a los periódicos de la época para comprobarlo.

Pero hubo una Guerra Mundial cuyos grandes derrotados fueron los fascismos, así que esta ideología fue desterrada del Primer Mundo, aunque luego proliferó mucho por el Tercero. Desde 1945, en Europa ya no había regímenes fascistas... con dos excepciones: Portugal y España. Así pues, la derecha española continuó vinculada al fascismo hasta la segunda mitad de los 70. Es decir, treinta y tantos años más que sus colegas europeos. Lo cual significa que una parte de la actual derecha española, ésa que hoy se reúne en torno al PP, colaboró, simpatizó o, cuando menos, contemporizó con la dictadura franquista. Y que nadie se rasgue las vestiduras, porque no debemos olvidar que el fundador y presidente honorífico del PP, don Manuel Fraga, fue un ministro franquista. O que don José María Aznar fue de joven un autoconfeso filo-falangista.

Esto no quiere decir, por supuesto, que toda la gente de derechas sea fascista, ni mucho menos. Estoy seguro de que la mayor parte de los conservadores españoles son demócratas convencidos. Sin embargo, la derecha de nuestro país procede, se quiera o no, del franquismo. Ésas son sus raíces históricas y culturales: una dictadura de corte fascista –la última de Europa- que duró hasta hace muy poco. Y parte de los líderes de la derecha se criaron en ese caldo de cultivo. ¿Acaso puede sorprenderle esto a alguien? Lo raro sería lo contrario.

¿A qué viene todo este rollo? Pues a un e-mail que me acaba de llegar y que, por lo visto, anda circulando alegremente por la Red. Permitidme que lo reproduzca, porque no tiene desperdicio.

Alguien de plena confianza me ha hecho llegar este correo ... con que sólo la mitad sea cierto, los próximos meses van a ser muy fuertes (por otro lado, es algo que muchas personas empiezan a asumir como hipótesis muy probable):Según fuentes fidedignas de una amiga de mi compañera de trabajo, que está muy, muy metida en política, Pedro J tiene todas las pruebas que involucran a Marruecos, a ETA y al PSOE en el 11 M. La cosa fue así: Marruecos quería atentar contra el gobierno de Aznar. Intentó la operación de Perejil, pero Aznar llamó a Bush y éste la frustró. Entonces se pusieron en contacto con ETA. Junto con ETA organizaron y planificaron el 11M. El PSOE se enteró de todo a través de los infiltrados que tiene en ETA y Zapatero autorizó y propició la situación para que el atentado se llevara a cabo a cambio de que se hiciera el día 11 de marzo de 2004 para poder disfrazarlo de castigo islamista a Aznar y así ganar las elecciones. El PSOE es posible que no supiera la magnitud que iba a tener el atentado, pero lo autorizó. Pedro J dispone incluso de una grabación en la que Pepiño Blanco le dice a Rubalcaba "ya está todo listo, se han tragado lo de los islamistas... hemos ganado las elecciones". Pedro J está amenazado incluso por Zapatero, pero él dice que no tiene miedo, que a él le pueden matar pero que lo que nunca podrán es matar a su periódico. Tiene un equipo de más de 1000 personas investigando el 11M, en el que hay incluso guardias civiles, agentes del CNI, jueces, etc. Rodriguez Ibarra le escribió una carta diciéndole que si es verdad y todo esto sucedió así, que él pedirá la disolución del PSOE. Le pidió a Pedro J que no publicara la carta. Y todo esto es la razón por la que ya no se presenta a la Junta de Extremadura en las próximas elecciones. El plan de Pedro J, tal y como se lo ha dicho a Jimenez Losantos, es ir sacándolo a la luz todo poco a poco y justo antes de las próximas elecciones dar la puntilla final... Acordáos de las palabras de Luis del Pino el otro día: "todo esto que está saliendo no es nada comparado con lo que va a salir en los próximos meses..."

Os juro que no he cambiado ni una coma. Lo primero que me gustaría señalar es la similitud de esta historia con las leyendas urbanas, sobre todo en lo que se refiere a la fuente de la información: “una amiga de mi compañera de trabajo, que está muy, muy metida en política”. Eso es lo que yo llamo una base sólida para sustentar tamaña conjura. Si lo dice la amiga de la compañera, no hay más que hablar: sin duda, se trata de la absoluta verdad.

En fin, ¿qué puede decirse de este panfleto? Que es pueril, estúpido, torpe e infantil, aparte de obsceno y perverso. De su anónimo autor nada digo, porque locos o canallas los hay en todas partes. Pero, ¿y la gente que lo lee? Ya conozco a más de una persona, en apariencia sensata, que acepta como verosímil toda esa sarta de insensateces, y al parecer –según las encuestas- hay bastante gente –votantes, claro, del PP- dispuesta a aplaudir como verdad irrebatible lo que cualquiera con un mínimo de sentido común consideraría una absurda conspiración de pacotilla no sustentada por prueba alguna.

Ahora bien, los que creen que el contenido de ese panfleto es cierto, ¿qué están creyendo en realidad? Creen que el presidente de su país es cómplice del mayor atentado terrorista de la historia española y co-responsable, por tanto, de más de doscientas muertes. Creen que el principal partido de izquierdas está detrás de ese atentado y debe disolverse. Creen, por último, que el actual gobierno es ilegítimo.

Ya, ya sé que son tonterías, pues sólo alguien muy estúpido puede tragarse algo semejante, pero... ¿no os da un poco de miedo? Se está sembrando demasiado odio y empieza a preocuparme el día que llegue la cosecha. Sinceramente, me parece que la parte más extrema de la derecha española está yendo demasiado lejos.

Como decía Schiller: contra la estupidez, los mismos dioses luchan en vano.

jueves, noviembre 2

Especial Día de los Muertos: Miedo de papel.

No soy un gran aficionado a la literatura de terror; o, mejor dicho, lo soy de forma indirecta. El problema es que las novelas de miedo no me dan miedo, así que un relato de terror debe ofrecerme algo más que terror para gustarme. Afortunadamente, este género está muy próximo a otros dos de los que sí soy devoto lector: el fantástico y el thriller, lo cual me ha permitido adentrarme en los oscuros y ominosos pasadizos de la narrativa terrorífica. En cualquier caso, no pienso ofrecer un top ten literario, ni nada parecido; me limitaré a repasar aquellas obras de terror que dejaron en mí un agradable sabor a sangre, bilis y adrenalina.

El terror surgió con el romanticismo. La novela gótica... jamás he podido leer una. Por ejemplo, Frankenstein, la primera novela de ciencia ficción; mira que he intentando veces leerla, y nada, imposible, me parece un tostón. Además, no creo que en realidad se trate de literatura de terror, sino más bien de narrativa filosófica y... pesada. En fin, tampoco he podido con El monje, de Lewis, o con El castillo de Otranto, de Walpole. Así que cero en novela gótica, la madre del terror literario.

Antes he dicho que las novelas de miedo no me dan miedo, y eso es cierto ahora, pero no cuando era un niño. La narración que más miedo me ha dado –la leí con doce o trece años- es La isla del doctor Moreau, de Wells. ¿Cómo, que no es una novela de terror? Pues a mí me acojonó. Como me acojonaron notablemente los relatos de Poe, si señor. Sobre todo, El extraño caso del señor Valdemar, El pozo y el péndulo, El corazón delator... bueno, muchos. Era un genio. El siguiente autor en irrumpir en mi vida lectora debió de ser Lovecraft. Una confesión: del ermitaño de Providence sólo suele gustarme la primera parte de sus historias, la creación del ambiente; luego, cuando irrumpe de lleno lo sobrenatural, sencillamente me aburro. Salvo El caso de Charles Dexter Ward, que es una obra maestra, y la vibrante En las montañas de la locura. Por esa misma época leí Drácula, de Stoker, que me parecería una novela fascinante de no ser porque el género epistolar me deja un poco frío.

Uno de mis autores de terror favoritos es Arthur Machen, con sus ritos ancestrales y sus mitologías paganas. El gran dios Pan es un relato germinal. Y he disfrutado mucho con los relatos de fantasmas de M. R. James. Me gusta también Robert Bloch, el autor de Psicosis, un maestro del relato corto. Y ya que hablamos del relato corto, os recomiendo las Pesadillas de Fredric Brown, así como, de este mismo autor, la novela El ser mente, realmente angustiosa. Muchos autores de ciencia ficción han escrito en algún momento terror, como por ejemplo Ray Bradbury con La feria de las tinieblas. O ese terrible relato de Harlan Ellison que es No tengo boca y debo gritar. O Los cristales soñadores, de Theodore Sturgeon, una fábula cruel y poética. Richard Matheson es un caso aparte, pues escribió un montón de terror; de su producción destacaría Soy leyenda y La casa infernal. Frtiz Leiber tiene también muchas obras de terror (perteneció al círculo de Lovecraft), como Nuestra señora de las tinieblas; pero, la verdad, no me parecen gran cosa.

De los autores todavía en activo, destacaría a Clive Barker, pero exclusivamente por una de sus obras, la primera: los cinco tomos de los Libros sangrientos (o Libros de sangre), un conjunto de relatos cortos que expandió el género en direcciones totalmente nuevas. Sus posteriores obras, lo siento, me parecen mediocres en comparación. Y llegamos a Stephen King, el emperador del género, el Steven Spielberg de la literatura de terror. Sus primeras novelas me parecen interesantes, hasta llegar a It; a partir de ese título, su producción fue engordando en número de páginas y adelgazando en calidad. No obstante, recomiendo encarecidamente sus relatos cortos; son excelentes. Ramsey Campbell y Dean Kontz me parecen mediocres, Peter Straub un coñazo, a Poppy Z. Brite y Richard Laymon los considero morralla... en fin, que no hay mucho terror actual que me guste.

Un escritor reseñable es Robert Holdstock, autor de esa obra maestra que es Bosque Mitago. Sus novelas de terror, como Muerte en el laberinto o, incluso, Lavondyss, son en muchos sentidos fallidas, pero el tipo de terror que proponen, primitivo y brutal, basado en los mitos neolíticos, resulta particularmente exótico y perturbador. Sus tramas son deficientes, pero el ambiente que crea es fascinante. Otro título muy aconsejable es El curso del corazón, de M. John Harrison, una novela de compleja lectura donde la magia no es más que una forma de corrupción moral, y viceversa. Por otro lado, hay títulos que soy incapaz de clasificar. ¿Es El señor de las moscas, de Golding, terror? Probablemente no, pero en muchos sentidos encaja dentro del género. ¿Y El cuerno de caza, de Sarbán?...

Para terminar, la producción española..., que es bastante escasa, entre otras cosas porque, probablemente, el terror sea el género más denostado en este país de críticos papanatas. En fin, el primer autor que se me ocurre es, claro, Gustavo Adolfo Bécquer y sus Leyendas. Luego, tengo que dar un inmenso salto hasta llegar a Las noches lúgubres, de Alfonso Sastre. Y a continuación otro salto que nos lleva a Pilar Pedraza (La fase del rubí, Necrópolis). Un nuevo salto nos conduce a La dama número 13, de José Carlos Somoza... y después sólo se me ocurren dos nombres, dos escritoras que para colmo son buenas amigas mías. Elia Barceló, con su novela El contrincante, y Care Santos que acaba de publicar El dueño de las sombras, una historia de terror que todavía no he visto por las librerías, pero que compraré y leeré en cuanto pueda echarle la zarpa.

Y ya que hablamos de la señora Santos, os recuerdo que en su blog (http://silencioeslodemas.blogspot.com) encontraréis la tercera y última entrega de este Especial Día de los Muertos, donde Care habla de sus terrores literarios favoritos y comenta, de paso, uno de los mejores cuentos de terror jamás escritos: La pata de mono, de W. W. Jacobs. No os lo perdáis.

miércoles, noviembre 1

Especial Día de los Muertos: Escalofríos de celuloide

A instancias de César M., ese pobre pecador irredento, este humilde monje llamado Fray César de Baskerville dedicará su sermón de hoy a elaborar una lista con las diez mejores películas del cine de terror. Es decir, lo que hizo Moisés en el Sinaí, pero en plan cinéfilo. No obstante antes de emprender dicha labor, debo advertiros algo: no soy un gran aficionado a las películas de miedo. Por ejemplo, no me gusta casi ningún film de la Hammer (me parecen acartonados), no me gusta el gore, me irritan las reinas del grito y el terror oriental, con sus fantasmas peludos, y aun reconociéndole la capacidad de crear imágenes inquietantes, me parece repetitivo y tedioso. Me asombra, por ejemplo, el prestigio de La noche de los muertos vivientes, de Romero, que siempre me ha parecido de una tosquedad ofensiva y... en fin, hijos míos, que no soy un experto ni un gran consumidor. Pero, dado que estoy familiarizado con los tormentos del Infierno, y teniendo en cuenta que el terror está muy próximo a otros géneros que conozco mejor, sí que he visto bastante cine de terror; al menos, lo suficiente como para atreverme a proponer una lista.

Pues bien, amadísimos corderos, a la hora de repasar el cine de terror, surge el problema de separarlo de otros dos géneros muy próximos a él: el fantástico y el thriller. Por ejemplo, yo incluiría en la lista Alien, pero Alien es terror y ciencia ficción a la vez. Como ya apareció en otra lista, no lo hace en ésta, pese a ser, con diferencia, la película que más miedo le ha provocado a este insignificante fraile. Y si hablamos del thriller, los problemas crecen. ¿El silencio de los corderos es terror o thriller? ¿Y El Fotógrafo del pánico? Dos de las películas que incluyo en mi lista podrían considerarse thrillers, pero son también terror. Otro problema es la caducidad del género; películas que aterrorizaron a nuestros abuelos hoy ni nos inquietan. Por ejemplo, el Frankenstein de Whale; pero fue concebida como terror y es una obra maestra, así que ¿cómo no incluirla? En cualquier caso, hijos de mi corazón e hijas de otras vísceras que no voy a mencionar, sin más dilaciones, aquí va mi lista:

1. El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene 1919). He aquí una de las dos cumbres del expresionismo alemán. Poco importa el argumento de esta magistral película; lo impactante son sus imágenes: ese mundo dislocado en el que se mueven unos personajes alucinados, los decorados torcidos, los intensos contrastes de luces y sombras, las actuaciones exageradas hasta el paroxismo. Jamás el celuloide ha mostrado con tanta intensidad la locura. Todavía hoy, después de tanto tiempo, su contemplación produce un extraño desasosiego que va mucho más allá que el mero miedo.

2. Nosferatu (F. W. Murnau 1921). Y aquí tenemos la otra cumbre del expresionismo. Debo confesaros algo: la figura del vampiro nunca me ha interesado demasiado; me parece una versión tosca y poco estimulante del diablo (en valaquio, drakul significa demonio). A partir de Lugosi, la tendencia ha sido humanizar al vampiro, mostrarlo culto, refinado, sexy o, si entramos en el mundo de Anne Rice/Neil Jordan, prácticamente metrosexual. Murnau, sin embargo, propone un vampiro, el conde Orlok, absolutamente inhumano, una alimaña, un parásito cuya mera contemplación estremece. Y es que, aparte de las poderosas imágenes, quizá el aspecto más memorable de esta obra maestra sea la terrorífica recreación del conde Orlok llevada a cabo por el actor Max Schreck. Creo que Nosferatu es la mejor película de vampiros que se ha rodado, aunque debo confesar que no he visto Vampyr de Dreyer.

3. La parada de los monstruos (Tod Browning 1932). En un circo ambulante, un enano de una trouppe de monstruos (freaks) se enamora de una bella trapecista llamada Cleopatra, que le sigue la corriente y se casa con él para apoderarse de su dinero. Al enterarse del engaño, el resto de la trouppe decide vengarse convirtiendo a Cleopatra en uno de ellos. Una historia sencilla e ingenua, sin suspense, sin golpes de efecto, sin sustos, sin tensión... pero extraordinariamente perturbadora, porque sus personajes, ese grupo de monstruos deformes, no son obra del maquillaje o los efectos especiales, sino auténticos fenómenos de feria. Seres humanos, como tú o como yo... si es que tú y yo somos humanos, claro.

4. Frankenstein & La novia de Frankenstein (James Whale 1931 – 1935). La crítica suele preferir el segundo título al primero, pero a mí me gusta mucho más Frankenstein, aunque reconozco que su continuación es de una gran brillantez, con una espléndida Elsa Lanchester y con ese maravilloso personaje que es el doctor Praetorius (interpretado por Ernest Thesiger), uno de los grandes doctores locos de la historia del cine. La modélica dirección de arte, los maravillosos decorados, la fascinante fotografía, los elegantes movimientos de cámara, el deliro romántico, todo hace de estos dos filmes un delicioso manjar para el cinéfilo aficionado al fantástico. Sin olvidarnos, por supuesto, del excelente trabajo que realizaron Jack Pierce (maquillador) y Boris Karloff (actor) en la creación de El Monstruo.

5. La noche del cazador (Charles Laughton 1955). Ya que hablábamos de Elsa Lanchester, ésta es la única película que dirigió su marido, el genial e histriónico actor inglés Charles Laughton. ¿Es La noche del cazador una película de terror? No estoy seguro; se trata de un cuento en el que dos hermanos, un niño y una niña, son perseguidos por un ogro representado por el reverendo Powell (Robert Mitchum), y en todo cuento hay numerosos elementos terroríficos. Por otro lado, la figura del Reverendo, con sus dedos tatuados con las palabras “amor” y “odio”, ha sido el referente de numerosos psicópatas posteriores. En cualquier caso, sea o no sea terror, el film de Laughton es una obra maestra indiscutible, un inesperado retorno al expresionismo cuyas imágenes –como la del cadáver de Shelley Winters sumergido en el lago- se resisten a abandonar nuestra memoria.

6. Psicosis (Alfred Hitchcock 1960). En mi opinión, esta cinta inaugura el terror cinematográfico moderno. El monstruo ya no es un ser sobrenatural que acecha en la oscuridad, ni un engendro de la naturaleza; el monstruo somos nosotros, tú, yo, o ese muchacho tan simpático que cuida de su madre enferma. Sería demasiado largo analizar el modo en que Hitchcock utiliza, y subvierte, las convenciones del género para pillar a contrapié al espectador; baste decir que Psicosis es un monumento a la sabia manipulación narrativa.

7. El exorcista (William Friedkin 1972). Anteayer mismo volví a ver esta película en la televisión y me quedé pasmado por su modernidad. De hecho, en el año 2000 se reestrenó con el añadido de unos cuantos minutos de metraje nuevo y tuvo un éxito extraordinario. ¿Cuál es el secreto de su vigencia? La verosimilitud. Mediante un virtuoso manejo del ritmo y la progresión dramática, Friedkin va introduciendo poco a poco elementos inquietantes antes de que sepamos por qué debemos inquietarnos. Por ejemplo, las prueba médicas que realizan en Megan, la niña poseída, son tan terroríficas o más que la propia posesión diabólica. De este modo, entrelazando lo natural con lo sobrenatural, el director logra que el espectador sienta que lo que está viendo, por fantástico que parezca, es real. El exorcista podría definirse como una película de terror narrada en clave de thriller.

8. Al final de la escalera (Peter Medak 1979). Sencillamente, ésta es la mejor película de casas encantadas que se ha filmado. Y también una lección de cine y buen gusto, pues demuestra que, para aterrorizar al espectador, no hacen falta millones de dólares invertidos en efectos especiales. Una simple pelota infantil cayendo por una escalera puede ponerte los pelos de punta. Como siempre, da más miedo lo que no se ve que lo que se ve.

9. El resplandor (Stanley Kubrick 1980). Con esta película me ha pasado algo curioso. La primera vez que la vi, me decepcionó: de alguna forma –aunque no sabría explicar por qué-, no era lo que esperaba de Kubrick. Sin embargo, cada vez que la volvía a ver me gustaba más y, como la he visto muchas veces, ahora me gusta muchísimo. Reconozcamos algo: Nicholson fue un error de casting, pues difícilmente puede describirse del proceso de enloquecimiento de un personaje, Torrance, que ya parece loco desde el principio. Sin embargo, ¿podría ponerle a Torrance otra cara que no fuese la de Nicholson? No. Paradójico, ¿verdad? En cualquier caso, El resplandor ofrece un abanico de imágenes imborrables, como todas las secuencias que se desarrollan en el bar, o esos travelling siguiendo al niño en su cochecito por los interminables pasillos del hotel, o Torrance, igual que el lobo feroz del cuento, derribando a hachazos la puerta tras la que se oculta su familia para hacerlos picadillo. Una obra maestra.

10. Henry, retrato de un asesino (John McNaughton 1986). En mi opinión, ésta es la película más malsana de la historia del cine, la más sucia, desagradable y hedionda. Es decir, una maravilla. Con cuatro duros, McNaughton rodó una película que sigue los pasos de un serial killer vagamente inspirado en el auténtico asesino múltiple Henry Lee Lucas. La narración adopta el punto de vista del psicópata, sin el menor afán moralizante, limitándose a mostrar con frialdad las atrocidades que comete un personaje con quien, gracias a la terrorífica habilidad del director, llegamos a empatizar. La secuencia en que Henry y su (repugnante) amigo Otis masacran a una familia, narrada en fuera de campo a través de una cámara de video, es capaz de revolverle el estómago al más pintado. Eso por no hablar de su demoledor final.

Y ahora, queridos feligreses, debería extenderme en una larga prédica sobre la psicología y la sociología del terror, sobre cómo los periodos de tensión social aumentan la producción de películas de este género, sobre los símbolos que se ocultan tras la mitología del miedo... pero no lo voy a hacer. Se me han quedado demasiadas películas en el tintero del scriptorium, de modo que no me resisto a, por lo menos, citarlas. De entrada, comencemos por las que me habría gustado incluir en la lista, pero no cabían:

De entrada, El malvado Zaroff (Ernest Schoedsack 1932): la caza humana como deporte; otra joya del director de King Kong. Jacques Torneur filmó en Hollywood dos obras maestras del cine de terror: La mujer pantera (1942) y Yo caminé con un Zombi (1943), historias sencillas y directas, pero dotadas de un clima fantástico irrepetible. El fotógrafo del pánico (Michael Powell 1960) es un film en cierto modo similar a Psicosis, pues ambos títulos proponen una renovación del género a través de la figura del psicópata. Si os fijáis, ambas películas se rodaron el mismo año. La semilla del diablo (Roman Polanski 1968) no sólo es un excelente film, sino también el antecedente directo de El exorcista y todo el moderno cine demoníaco. La matanza de Texas (Tob Hooper 1974) es una película fea, sucia y malsana, tan desagradable como deslizarse por hojas de afeitar. De David Cronenberg destacaría La mosca (1986) e Inseparables (1989). Y no puedo dejar de mencionar Escalofrío (Bill Paxton 2001), una original rareza totalmente alejada de los cánones y las modas del género. ¿Qué pasaría si, siendo un niño, descubrieras que tu padre es un psicópata asesino? Por último (para no extenderme demasiado), esa maravilla que es El sexto sentido (M. Night Shyamalan 1999).

En fin, hijos míos, todas las películas que acabo de citar podrían estar incluidas en la lista de honor, pero todavía no se han inventado las decenas de veinte elementos, qué le vamos a hacer. No obstante, hay muchas más películas de terror que merecen, cuando menos, una mención. Por ejemplo, Un hombre lobo americano en Londres (John Landis 1981), deliciosa mezcla de terror y comedia, El Otro (Robert Mulligan 1972), una brillante pieza de terror psicológico, La Profecía (Richard Donner 1976), que inició el tema del anticristo, Carretera al Infierno (Robert Harmon 1986), con Rutger Hauer convertido en un implacable y terrorífico autoestopista asesino, El Padrastro (Joseph Ruben 1987), una inteligente e inquietante serie B, o Parque Jurásico (Steven Spielberg 1993), una película que hay que reseñar aunque solo sea por la magistral secuencia de los velocirraptores en la cocina. Y no quiero dejar de mencionar Picnic en Hanging Rock (Peter Weir 1975), un film en el que no sucede absolutamente nada, pero que te mantiene en tensión durante todo su metraje.

Y ya para ir terminando, las contribuciones españolas. En primer lugar, La residencia (1969) y ¿Quién puede matar a un niño? (1976), dos notables películas que nos hacen derramar lágrimas por el hecho de que su director, Chicho Ibáñez Serrador, prefiriera dedicarse al concurseo en detrimento del cine de terror. Después tenemos El día de la bestia (1995), la mejor película de Alex de la Iglesia, vigoroso cóctel de terror y comedia. Y por último (teniendo en cuenta que no me gusta demasiado Jaume Balagueró), Los otros (Alejandro Amenabar 2001), un elegante retorno al terror clásico.

Y aquí concluye mi sermón del Día de Todos los Santos, queridísimos hijos. Bien sé que he olvidado un montón de películas interesantes, y que muchos títulos que a mí no me parecen dignos de mención, para otros serán omisiones imperdonables. Así pues, expresad sin timidez vuestros pareceres, que este humilde fraile os escuchará atento en confesión.

Pero antes de abandonar los bancos de la iglesia, os recomiendo que os dirijáis raudos a El aprendizaje de la soledad (http://silencioeslodemas.blogspot.com), donde Care Carmille Santos os invita a dar un interesante paseo por sus terrores cinematográficos favoritos.

Podéis ir en paz (en la paz de los cementerios, se entiende)