viernes, marzo 31

La mujer del río


Hace tiempo, allá por comienzos de los 70, cuando yo estudiaba COU, tuve un profesor de religión que había sido misionero. No recuerdo cómo se llamaba, pero sí que era un buen tipo, uno de esos sacerdotes honestos que realmente están dispuestos a sacrificarse por los demás. Debía de tener treinta y tantos años y su talante era claramente posconciliar; de hecho, en sus clases no impartía doctrina, sino que las convertía en debates sobre los más diversos temas, casi siempre de índole social. Y hay que reconocerle que aceptaba con deportividad todo tipo de opiniones, incluyendo las de cierto joven y arrogante agnóstico que acababa de descubrir con desmedido entusiasmo a Bertrand Russell.

Ese profesor nos contaba a veces historias sobre su experiencia como misionero en diversos países del África subsahariana, y recuerdo que eran muy interesantes, aunque la verdad es que he olvidado la mayor parte de ellas. Pero hay una que se me quedó grabada, supongo que por su atrocidad. Según contaba mi profesor, cuando recorría en jeep los caminos de no recuerdo qué país centroafricano y llegaba a la altura de una aldea o se cruzaba con gente, bajaba lo más posible la velocidad e iba a paso de tortuga. ¿Por qué? Porque muchos padres arrojaban a sus hijos pequeños al paso del vehículo para cobrar el seguro.

Sorprendentemente, mi profesor, ese buen y sabio sacerdote, nos dijo que él comprendía aquella barbaridad. Sacrificando a su hijo menor, los padres obtendrían el dinero necesario para que sus restantes (y numerosos) hijos pudieran subsistir. Una cuestión de simple y fría economía vital. Lo terrible, decía él, no era que esa gente fuera capaz de matar a un hijo, sino que vivieran en un mundo donde ésa era su única alternativa para sobrevivir.

Ahora, permitidme una anécdota personal. A finales de los ochenta, pasé un mes en Colombia rodando anuncios de café. Llegamos a Bogotá, de allí cogimos un vuelo a Cali y acto seguido nos dirigimos en todo terreno a Buenaventura, el principal puerto colombiano en la costa del Pacífico. Buenaventura está situado en una zona selvática habitada mayoritariamente por negros. No, no hablo de mulatos ni mestizos; me refiero a descendientes directos de los esclavos africanos. Y no os podéis ni imaginar lo pobre que es esa gente. El caso es que parte del rodaje debía realizarse en plena selva, en un viejo puente de hierro situado sobre un río, junto a una aldea.

Llegamos allí a primera hora y, mientras descargaban el material de rodaje, cogí mi Nikon y me fui a dar una vuelta por los alrededores para hacer unas fotos. La aldea era una mera acumulación de chozas de madera sin calles, ni electricidad, ni agua corriente, ni nada de lo que nosotros consideramos imprescindible. Un lugar paupérrimo habitado por unos cuantos negros sin futuro ni esperanza. De pronto, me fijé que había una mujer en la orilla del río, lavando a un bebé de muy corta edad. Me acerqué y vi que estaba aplicando al cuerpo del niño una especie de infusión verdosa que tenía en una vasija. Le pregunté para qué era y ella me contestó que para cuidar la piel del bebé. Le pedí permiso para hacerle unas fotos y ella me lo concedió sin exigirme nada a cambio. Hice las fotos y luego le pregunté como se llamaba el niño. Entonces, ella, sin mirarme, muy seria, concentrada en lo que estaba haciendo, me contestó una de las cosas más terribles que he oído nunca: “Aún no tiene nombre; si vive, ya se lo pondremos”.

Si vive... No dije nada más; avergonzado, le di las gracias y me fui. En realidad, debería haberme metido la Nikon por el culo.

Con frecuencia pensamos que nuestros sentimientos, nuestra sensibilidad, es algo universal y común a todos los hombres y mujeres que pueblan el planeta. El amor a los hijos, la pasión romántica, la amistad desinteresada, el respeto a la vida y a la libertad ajena, el disfrute del arte, la empatía... todo ello nos parece natural, valores relacionados con lo más noble de la esencia humana. Pero no es cierto. Son lujos que sólo una cultura muy próspera puede permitirse.

Yo nunca me planteé si mis hijos, una vez nacidos sanos, iban a vivir o no, porque vinieron al mundo en un hospital moderno, recibieron toda la atención que necesitaban, se criaron en un entorno higiénico con una alimentación equilibrada y rica en proteínas. Todo jugaba a favor de su supervivencia. Pero ése no era el caso de la mujer del río; en su universo, la vida de su hijo era una moneda tirada al aire, cara o cruz, cincuenta por ciento a favor, cincuenta por ciento en contra. Con esas expectativas, no es de extrañar que la mujer no le pusiera nombre a su bebé recién nacido, porque darle nombre a un ser vivo es darle carta de naturaleza, certificado de existencia, y ella no estaba nada segura de si su hijo iba a existir mucho más tiempo o no. Yo, por el contrario, puede permitirme el lujo de buscar nombres para mis hijos cuando sólo eran un puñado de células con apariencia de sapo, me permití el lujo incluso de quererles antes de verles la cara. Pero es que lo mío era una apuesta casi segura; la mujer del río, sin embargo, no podía derrochar su cariño en lo que sólo era una moneda tirada al aire.

No, amigos míos, no estemos tan orgullosos de nuestra exquisita sensibilidad, porque sólo es un refinamiento que nos podemos permitir gracias a ser unos privilegiados, gente que nada en la abundancia dándole la espalda a la realidad. Vivimos en una especie de Disneylandia y por eso, cuando visitamos el mundo real de la pobreza y el dolor, lo contemplamos como si fuera una atracción de feria que nada tiene que ver con nosotros, y deambulamos por en medio de su miseria con cara de capullos, haciendo fotos y preguntas idiotas.

Jamás volveré a ver a la mujer del río. Teniendo en cuenta su esperanza de vida, lo más probable es que ya esté muerta. Pero si la volviese a ver, si me la encontrase de nuevo, le preguntaría por su hijo, cruzando los dedos para que ya tuviese un nombre, y le diría que nunca la he olvidado, que recuerdo con admiración su dignidad y que comprendo que nunca me mirara a la cara ni me ofreciera el consuelo de una sonrisa, porque yo no me lo merecía ni me lo merezco. Luego, le pediría perdón; perdón por atreverme a aparecer ante ella con mi Nikon y mi ropa de explorador de guardarropía, perdón por hacerle fotos en un estúpido intento de extraer belleza de su miseria, perdón por rodar anuncios en su pueblo, perdón por preguntar estupideces, perdón por no haber pedido perdón. Mi única excusa, le diría, el único atenuante que puedo ofrecer, es que soy un gilipollas.

martes, marzo 28

Género degenerado

En la anterior entrada, “Literatura de género”, daba la sensación, me temo, de que yo estaba sugiriendo que el género es mejor que la, llamémosla así, “literatura culta”. Nada más lejos de la realidad. De hecho, la mayor parte de la literatura de género es malísima. Pero...

En cierta ocasión, durante un debate radiofónico, uno de los participantes le espetó al escritor Theodore Sturgeon: “Tendrá usted que reconocerme que el 90% de la ciencia ficción es basura”. A lo cual, Sturgeon le respondió: “El 90% de todo es basura”. Desde entonces, a esa sentencia se la conoce como la Ley de Sturgeon. Y, en efecto, el 90% de la cf, o la novela policíaca, o la histórica, o el género que sea, es una puñetera mierda. Pero, ojo, también lo es el 90% de la (mal) llamada “novela literaria”. Sencillamente, este universo está tan jodidamente mal diseñado, que abunda mucho más lo malo que lo bueno.

Entonces, ¿a qué se debe la mala fama de la literatura de género? El criterio académico viene a sostener lo siguiente: todo género está definido, y limitado, por unas constantes que son las que le dan carta de identidad. Dicho de otra forma: todos los relatos adscritos a un determinado género contienen los mismos e idénticos parámetros, que son, precisamente, lo que les hacen pertenecer a ese género. Es decir, que cada género posee una especie de “plantilla” a la que deben ceñirse los escritores que deseen adscribirse a él. Ergo: el escritor de género escribe con plantilla, repite modelos anteriores. Y la base del auténtico arte es la innovación, la libertad plena, la búsqueda de nuevas formas estéticas. Por tanto, la literatura de género no es auténtico arte, sino, en el mejor de los casos, artesanía.

¿Sabéis qué? Lo cierto es que la mayor parte de la veces, esto es verdad. Casi todas las novelas de género son iterativas, miméticas, adocenadas. Los modelos narrativos de éxito se repiten una y otra vez, hasta la saciedad. Pongamos el ejemplo de la actual literatura fantástica. En los últimos tiempos, ha habido dos grandes best sellers: El señor de los anillos y Harry Potter. Pues bien, no el 90, sino el 99% de toda la fantasía que se publica es un calco de uno u otro modelo. ¿Y qué me decís de la “novela ocultista”? Cuando apareció El Péndulo de Foucault, casi no existía, pero desde el éxito de El código Da Vinci parece que no se publica otra cosa. De modo que sí, el género tiende a ser repetitivo.

Pero hay algo que la postura académica parece ignorar: los géneros cambian. Comparad un relato del Sherlock Holmes de Conan Doyle con cualquier novela de, por ejemplo, Dennis Lehane. En ambos casos se trata de literatura policíaca, pero no se parecen en nada. Y lo mismo ocurre si comparamos las novelas de ciencia ficción de Julio Verne con las de Ray Bradbury o, dentro de la fantasía, los relatos de M. R. James con los de Borges. Los géneros mutan, se transforman, evolucionan, y esa evolución se produce porque hay autores que, partiendo de las constantes del género, van más allá, expanden las fronteras; no siguen una plantilla: la utilizan como trampolín. Esos son los auténticos creadores.

Me apresuro a añadir que lo mismo ocurre con la “literatura culta”. Imaginad este argumento: “el protagonista, tras una crisis más o menos grave, regresa al pueblo de sus antepasados, se encuentra con una serie de personajes entrañables y/o misteriosos, descubre algún secreto relacionado con su familia y se encuentra a sí mismo, para bien o para mal”. ¿Os suena? No me extraña; se han escrito decenas de relatos con esa trama básica. Yo diría que, aunque no tenga nombre, es un género. Y es repetitivo, machacón y adocenado, aunque también es verdad que algún que otro autor lo ha llevado más allá de sus constantes y ha escrito una buena novela. Como ocurre con cualquier género.

Porque, como decía el bueno de Sturgeon, el 90% de toda la narrativa es basura. De lo que vale la pena hablar es del restante 10%, sea género o no.

Ahora regresemos a mi tesis: un país que no tiene una gran literatura de género no puede tener una gran literatura a secas. Eso no quiere decir que un país que carezca de literatura de género no pueda producir grandes literatos. Las individualidades surgen en cualquier momento y cualquier lugar; un pastor puede ser un genio matemático, como Ramanujan, lo cual no implica que el pastoreo sea una actividad propicia para el talento matemático (más allá de contar ovejas, claro). No, a lo que yo me refiero es a la calidad media de la literatura de un país, a cuántos creadores tiene y al alcance de sus creaciones. Sin duda, la narrativa de nuestro siglo XVII fue inmensa, tanto en calidad como en número e influencia; pero del XVIII hasta nuestros días... en fin, mejor no hablar.

Tras meditarlo un poco más, sigo pensando que es necesaria una clase media de escritores y lectores, muy relacionada con la literatura de género, para producir “alta literatura”. Sé, al menos, que existe una relación, y para comprobarlo basta con examinar las literaturas de los países de nuestro entorno cultural. Pero quizá mi explicación sea equivocada. A lo mejor es al revés: ningún país que no tenga una gran “literatura culta” puede tener una gran literatura de género. ¿Por qué? Porque los escritores de genero tomarían como modelo, al menos estilístico, las obras de los muchos y grandes autores de “alta literatura”. La verdad es que no me convence mucho, pero podría ser.

Y aún se me ocurre una tercera explicación: para que un país tenga una gran literatura, es necesario que exista un gran público lector. Es decir, mucha gente que pueda permitirse el lujo de haber estudiado y comprar libros, además de disponer de tiempo libre para leerlos. Cuanto más rico y próspero sea un país, más culta será la gente, más lectores habrá y mejor literatura producirá, tanto de género como de no género. Es decir que todo sería una cuestión de pasta.

Volviendo a la literatura de género, su mayor miseria es, como hemos visto, la reiteración, la falta de originalidad. Lo peor que le puede suceder a un género, además de pasar de moda, es ponerse de moda. Marketing y literatura no casan bien, salvo en lo que se refiere a los bolsillos de los editores. Pero hay otros peligros: los géneros pueden agotarse, una vez exploradas todas las alternativas. Eso ha ocurrido con el western, igual que ocurrió con la novela de caballerías. Los géneros pueden tomar rumbos equivocados, como la actual ciencia ficción. O estancarse, incapaces de encontrar un camino para evolucionar, como le pasa al terror. Pero, si nos paramos a pensarlo, lo mismo le sucede o puede suceder a toda la literatura en general.

Y es que el concepto de “género literario” es artificioso en sí mismo, una mera entelequia editorial. En realidad, lo único que debería importarnos es si un relato es bueno o malo, si nos hace soñar o bostezar. Todo lo demás, sobra.

viernes, marzo 24

Oft in the stilly night


Os voy a confesar un defecto y una debilidad. En lo que a la música se refiere, soy un hortera. No, no es que me gusten las canciones de José Luis Perales; es que soy la persona menos sofisticada musicalmente que conozco. Me gusta lo que a todo el mundo, lo cual no significa que lo que le gusta a todo el mundo me guste a mí. De hecho, la mayor parte de la música me deja indiferente. ¿Cuáles son mis preferencias dentro del clasicismo? El Canon de Pachelbel, las Cuatro Estaciones, la Novena Sinfonía de Beethoven..., en fin, lo que le gusta a todo hijo de vecino. Para que os hagáis una idea, la ópera me aburre y, por ejemplo, las obras más complejas de Bach o Hendel me dejan frío, así que de Schönberg para qué hablar.

En cuanto a la música popular... bueno, aquí viene mi debilidad: me chifla la música celta. Quizá se deba a que hice la mili en Galicia y asistí a una magnífica edición del festival de Santa Marta de Ortigueira. O no, puede que sea algo genético; a mi padre sólo le gustaban los tangos (durante mi infancia, acabé hasta la coronilla de tangos, pardiez). Y a mí casi sólo me gusta lo celta. Quizá a los Mallorquí no nos quepa más que un estilo musical en la mollera, quién sabe...

Taras familiares aparte, estaba yo hace un rato escribiendo mientras escuchaba un CD recopilatorio de música celta, cuando de pronto ha sonado en los altavoces Oft in the stilly night, una triste balada irlandesa interpretada por Celtic Thunder.

¿Sabéis lo pornográficamente sentimentales y melancólicas que pueden ser las baladas irlandesas? Bueno, pues ésta se lleva la palma, os lo aseguro. Y, como es natural en un hortera tan grande como yo, me encanta. Cada vez que la oigo, se me humedecen los ojos y recuerdo a los que se fueron, porque de eso trata la canción: de los muertos. La letra fue escrita en el siglo XIX por el poeta irlandés Thomas Moore. Permitidme que os la transcriba:

Oft in the stilly night
Ere slumber’s chain has bound me
Fond memory brings the light
Of other days around me

The smiles, the tears of boyhood years
The words of love then spoken
The eyes that shone are dimmed and gone
The cheerful hearts now broken

Thus in the stilly night
Ere slumber’s chain has bound me
Sad memory brings the light
Of other days around me

When i remember all the friends
So linked together
I’ve seen around me fall
Like leaves in wintry weather

I feel like one who treads alone
Some banquet ha
ll deserted
Whose lights have fled and garlands dead
And all but he departed.

Thus in the stilly night
Ere slumber’s chain has bound me
Sad memory brings the light
Of other days around me


Y, traducido al español:

A menudo en la callada noche,
antes de que me ate la cadena del sueño,
un agradable recuerdo me rodea
con la luz de otros tiempos.

Las sonrisas y lágrimas de los años de infancia,
las palabras amor que pronunciamos,
los ojos que brillaban, ahora apagados y desaparecidos,
los corazones joviales, ahora rotos.

Así, en la callada noche,
antes de que me ate la cadena del sueño,
un triste recuerdo me rodea
con la luz de otros tiempos.

Cuando recuerdo a todos los amigos
tan unidos, que he visto
caer a mi alrededor
como hojas en la época invernal,

me siento como alguien que se hallara solo
en una sala de banquetes abandonada,
con las luces apagadas y las guirnaldas marchitas
cuando se han ido todos menos él.

Así, en la callada noche,
antes de que me ate la cadena del sueño,
un triste recuerdo me rodea
con la luz de otros tiempos.



Los amigos que se fueron, los seres queridos que ya no están... Mi primer contacto con la muerte ocurrió cuando tenía quince años; mi abuela Julia falleció tras una larga enfermedad. No me afectó demasiado; se supone que los abuelos van a morirse, es el orden natural de las cosas, y, además, doña Julia nunca me cayó demasiado bien. La siguiente muerte, por inesperada, me afectó más. Fue un compañero de colegio cuyo nombre, lamentablemente, no recuerdo. Pero sí le recuerdo a él; era divertido, un poco loco, muy extrovertido. Un día, dejó de venir al colegio. Poco después, nos enteramos de que le habían amputado una pierna, ignoro por qué, nunca lo supe. Un año más tarde, nos dijeron que había muerto. Tendría diecisiete o dieciocho años. ¿Imagináis algo más injusto? Luego, murió mi madre, Leonor del Corral. De leucemia. Lloré mucho. Una noche de noviembre, año y medio después, mi padre, José Mallorquí, incapaz de soportar la pérdida de su mujer, se pegó un tiro. Yo tenía diecinueve años. Al día siguiente, encontré su cadáver yaciendo sobre una cama teñida de rojo. No me gusta tener ese recuerdo en la cabeza. Aquel disparo no sólo acabó con su vida: cambió la mía. En gran medida, soy lo que soy y estoy donde estoy por una bala. Qué paradójico, tratándose de un pacifista como yo. Muchos años después, falleció mi amigo Tuto. Tenía treinta y pocos años y se murió de repente, entrando en su casa. Restituto Esteban del Valle... era una fuerza de la naturaleza; ex jugador de rugby, bebedor, pendenciero, buen amigo de sus amigos y más bruto que matar un cerdo a besos. Vivía demasiado intensamente. Creo que murió porque concentró toda su existencia potencial en poco más de tres décadas.

Hace cinco años y una semana, mi hermano Eduardo, tras una larga depresión, siguió el camino de nuestro padre y se tragó varios tubos de pastillas. Sus cenizas están dispersas por la sierra de Madrid. Algún día, quiero escribir una novela acerca de él, si es que llego a encontrar una razón para hacerlo. Mi última muerte significativa fue la de Pepe Rivera, un viejo amigo, una excelente persona. Hacía muchos años que no nos veíamos; una noche, un conocido común mencionó, de pasada, el entierro de Pepe... Mi buen amigo había muerto cuatro años atrás, pero yo no lo sabía. Para mí, Pepe se extinguió esa noche. ¿Cuántas veces se muere? Supongo que tantas como el número de personas que te quieren.

Qué fúnebre me estoy poniendo; será por la maldita balada... Pero, en fin, como veis, estoy familiarizado con la pálida dama; he visto muchas veces el brillo de su guadaña destellando cerca de mí. Al principio, durante mi adolescencia, me aterrorizaba; luego, con el tiempo, fue dejando de asustarme. ¿Qué es estar muerto? Pues, literalmente, nada. Sin embargo, hay algo en la muerte que sí me entristece; no la pérdida de mi vida, sino la desaparición de mis recuerdos. Un diálogo de cierta película expresa maravillosamente esta idea. Es la famosa escena casi final de Blade Runner donde el androide Roy Batty, a punto de morir, dice con infinita tristeza: “He visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión; he visto rayos C brillar en la oscuridad, cerca de la Puerta de Tannhauser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”.

¿Comprendéis? Repasad vuestros recuerdos más hermosos... Aquel beso robado en un portal, esa noche de luna llena que fumaste un cigarrillo acodado en la ventana, el día que viste por primera vez el rostro de tu hijo, aquella tarde de domingo cuando eras niño y el mundo parecía nuevo y eterno... Todos esos momentos, ese inconmensurable tesoro de la memoria, que sólo es valioso para ti, pero infinitamente valioso, todo eso se perderá en el tiempo cuando llegue la hora de morir, como lágrimas en la lluvia.

Qué pena...

Hay una imagen de nuestra vieja, triste y puñetera balada irlandesa que me parece particularmente melancólica:

me siento como alguien que se hallara solo
en una sala de banquetes abandonada,
con las luces apagadas y las guirnaldas marchitas
cuando se han ido todos menos él
”.

¿No te has sentido alguna vez así? Supongo que si eres muy joven, no; pero descuida, tarde o temprano, y si no somos de los primeros en abandonar el banquete, nuestras vidas acabarán pareciéndose a eso.

Bueno, vale ya de sentimentalismo barato. Apago el reproductor y devuelvo el CD a su ataúd de metacrilato transparente (como la urna de Blancanieves). Y ahora, dejadme alzar mi copa –un vaso de agua helada- por aquellos que se fueron. Es hora de terminar.

Adiós, adiós...

miércoles, marzo 22

Literatura de género

Ayer comí con Care Santos en el restaurante Il Gusto. Ella tomó un carpaccio y yo una ensalada de tomate y mozzarella; luego, compartimos un risotto de hongos (descubrí, por cierto, que ambos somos cocacoláfilos). Fue muy agradable, como todos mis encuentros con Care; buena charla, buena comida, buena compañía. ¿Qué más se puede pedir? Ya, sí, que me toque la Primitiva; pero, aparte de eso, no hay nada mejor. Dejando a un lado el radiante encanto natural de Care (que por sí solo justifica no ya una comida, sino hasta la Última Cena), es reconfortante charlar con una colega, ya que puedes comentar y compartir cuestiones que sólo otro escritor puede entender. Sucede con todos los oficios; por ejemplo, mi adorada mujer (Pepa) y yo llevamos juntos tanto tiempo (23 años de matrimonio cumpliremos el próximo sábado), entre otras razones –además de su inteligencia, belleza y bondad- porque los dos somos publicitarios y podemos hablar de publicidad en el mismo idioma. En fin, también habría que tener en cuenta mis bonitos ojos azules, pero eso es otra cuestión.

El caso es que estábamos conversando Care y yo sobre literatura, cuando de pronto dije algo que había pensado antes en alguna ocasión, pero sin meditarlo demasiado: un país que no tiene una gran literatura de género (hablo de narrativa) no puede tener una gran literatura a secas. Care, quizá por amabilidad gastronómica, estuvo de acuerdo conmigo, lo cual, no voy a negarlo, me preocupó, porque eso quería decir que, a lo mejor, yo no había dicho una tontería. Y, ahora, pensándolo más tranquilamente, empiezo a considerar la remota posibilidad de que incluso haya dicho una potencial verdad. Intentaré razonarlo.

Las personas descubren la literatura gradualmente. No se empieza leyendo a Nabokov para pasar acto seguido a Proust o Joyce; comenzamos con La ratita presumida, seguimos con los tebeos de Superman y vamos poco a poco accediendo a lecturas de progresiva complejidad. Mucha gente, al llegar a la adolescencia, abandona los libros e ingresa en el populoso Club Ágrafo. Otros, siguen leyendo y se adentran en el prestigioso mundo de la “alta literatura” (sea esto lo que sea). Pero otros muchos se quedan en una zona intermedia, un lugar más o menos equidistante de las novelas de “a duro” y la “narrativa culta”. Son gente que lee, básicamente, por entretenimiento (lo cual no tiene nada de malo, todo sea dicho), y su territorio literario es, fundamentalmente, la literatura de género. Estamos hablando de algo así como la “clase media” lectora. Y es, precisamente, la “clase media” lo que permite el flujo entre el “lumpen” y las “clases altas”. Es decir, que el puente entre Marcial Lafuente Estefanía y Torrente Ballester sería, por ejemplo, Vázquez Montalbán.

¿Qué pasaría si no existiera esa clase media? Que se formarían dos grupos estancos: por un lado, los no lectores y los infralectores, y por otro los muy minoritarios “lectores cultos”. Exactamente lo que ha venido pasando en España hasta hace nada (si es que ha dejado de pasar...)

Echémosle un rápido vistazo a la historia de nuestra narrativa. Comencemos por el gran momento, el Siglo de Oro. Aparte de los nombres insignes, ¿había literatura de género? Sí, mucha; vamos, un huevo. Novela de caballerías (aunque ya estaba dando los últimos estertores), novela pastoril (qué cosa más absurda, por cierto) o la novedosa novela picaresca. Cervantes, como Quevedo, escribió narrativa de género. Es más, el propio Quijote es, aunque se trate de una parodia, puro género.

El siglo XVIII es el gran agujero negro de nuestra narrativa. ¿Algún nombre que señalar? No se me ocurre ninguno. ¿Había género? Sí, pero severamente constreñido por una férrea censura.

Pero el momento clave llega en el XIX. El romanticismo genera gran parte de los géneros tal y como hoy los conocemos. La novela de terror, la ciencia ficción, el policíaco, el fantástico moderno, la novela rosa... Pero, ¿qué pasó en España? Que el romanticismo triunfó, pero sólo en los territorios de la poesía y el teatro, porque en lo que se refiere a la narrativa... ¿alguien recuerda alguna novela romántica española aparte de El señor de Bembibre? En fin, tras la excepción que supone La Regenta, a finales del XIX, la narrativa parece revitalizarse con Galdós (sobre todo con ese ejemplo de narrativa de género –en este caso el histórico- que son los Episodios Nacionales) y los costumbristas, tan pesados ellos, siempre aferrados a la realidad más cotidiana y aburrida. Y llega la generación del 98, que tuvo grandes poetas, dramaturgos y ensayistas, pero muy pocos buenos narradores. Y luego, ya en pleno siglo XX, la del 27, tan volcada en la poesía. Y luego, pumba, la guerra civil y el 95% de los intelectuales a tomar por culo, sea por estar encarcelados, muertos o en el exilio.

Y llegó la dictadura, tan mosqueada ella con todo lo que oliese a cultura. Durante la primera parte de ese periodo, la única narrativa de género que se producía en España eran las “novelas de a duro”, una reminiscencia tardía –y bastante cutre- del pulp anglosajón (que ya era notablemente cutre de por sí). De ese universo, y aunque me esté mal decirlo, sólo sobresalió un autor: José Mallorquí, mi padre. Creo que fue nuestro primer escritor de género –durante el siglo XX- con proyección internacional. Por desgracia, el género que él practicaba –el western latino- hace tiempo que pasó a mejor vida.

Pero sigamos con la dictadura. Los escritores no adictos al régimen tenían que estar, forzosamente, comprometidos, y ese compromiso significaba aferrarse al realismo como un náufrago a un madero. Toda novela que se saliese de ese esquema, como la de género, era tachada de escapista. Dios santo, pero que triste es la narrativa de este infausto periodo, qué (bienintencionado) coñazo... Y luego, en fin, llega Benet, muy exquisito él, sosteniendo que contar historias es una horterada y que lo que mola de verdad es el estilo... Y, hala, la “novela culta” se aleja de la narrativa y comienza a filosofar, se vuelve discursiva, sentenciosa, pretenciosa, aburriiiiiiiiiiiiiiiiida... Sinceramente, creo que las dos peores cosas que le han pasado a la novela española contemporánea son Faulkner y Benet. Y no por ellos en sí mismos, sino por sus desastrosos efectos sobre los demás.

¿Quién fue nuestro primer autor de género digno de merecer cierto reconocimiento intelectual? Vázquez Montalbán... ¡en la década de los 70! A eso lo llamo yo retraso, sí señor. Bueno, no voy a seguir. El caso es que en España no hemos tenido un Wells, o un Conan Doyle, o un Karl May, o un Salgari, o un Verne... ni siquiera un Gaston Leroux o un Rafael Sabatini. No hemos tenido una “clase media” de autores de género. Y eso desde hace mucho, mucho tiempo.

Un momento, un momento... Alguien dirá: que no haya habido escritores de género propios no quiere decir que los lectores españoles no consumiesen género; lo hacían a través de las traducciones. Cierto. La literatura de género siempre se ha editado en nuestro país, y siempre ha sido mayoritariamente foránea. El problema es que esto impide la creación de unos “modelos” propios. Hubo un western español, pero no un fantástico español, ni una ciencia ficción española, ni un terror español, ni una novela de aventuras española, y sólo muy recientemente está empezando a haber una literatura policíaca autóctona.

Pero quizá no sea ése el problema... Veréis, a lo largo del tiempo he podido comprobar que, en general, los autores de género manejan mejor las técnicas narrativas que los “autores cultos”, sea porque dependan más del argumento, o quizá porque se supone que una novela de género ha de ser amena, lo cual requiere mucho dominio narrativo; no lo sé, el caso es que los escritores de género suelen ser mejores narradores y, todo hay que decirlo, peores estilistas (Vazquez Montalbán aseguraba que le resultaba técnicamente más difícil escribir una novela policíaca que una novela “literaria”). Eso en España, porque no ocurre lo mismo en otros países de nuestro entorno cultural. Comparad nuestra narrativa actual con la de Francia, Inglaterra, Italia, Alemania o USA... y echaos a llorar. Lo cierto es que muchos de nuestros escritores de prestigio no tienen ni puta idea de narrar. A lo mejor porque les interesan otras cosas, otros valores... vale, pero ni puta idea de narrar. Y quizá esto suceda por la docta desconfianza que despierta en nuestro país el arte de contar historias –como si fuera algo infantil-, así como por el tradicional desprecio que nuestros “intelectuales” han mostrado hacia la literatura de género, paradigma de lo narrativo.

Así pues, la “literatura culta” de nuestro país se ha construido de espaldas a los lectores, que es lo mismo que nacer muerta. Además, la literatura se ha convertido en una torre de marfil en la que mora una aristocracia de lectores y escritores que se consideran por encima del bien y del mal. Esa aristocracia es juez y parte. Esa aristocracia ha insultado a los lectores de género tildándoles de inmaduros, escapista y semianalfabetos. Esa aristocracia ha negado, incluso, la condición de literatura a todo aquello que no se ciñese a sus personales y mezquinos cánones. ¿Es ésa la forma más adecuada de fomentar el amor a los libros? Para mí que no.

Bueno, parece que últimamente las cosas están cambiando. Como siempre, con retraso; pero al menos, algo se mueve. Por favor, dejemos de pensar que la literatura es un deber, o una deidad, o una medalla (“mira los peñazos que soy capaz de leer”), o un muesca en el currículo. La literatura ha de ser una fuente de placer. Punto.

Y final.

lunes, marzo 20

Equinoccio de primavera


El equinoccio es la fecha en que el sol sale exactamente por el este. Cuando se produce, los rayos solares inciden perpendicularmente sobre el ecuador, y el día dura lo mismo que la noche (la palabreja viene de “equi”, que significa “igual”, y “nocte”, es decir, “noche”). Hoy, a las 18:26 tendrá lugar el equinoccio de primavera.

Durante el equinoccio de primavera se celebra la fiesta celta de Ostara, dedicada a la diosa de la fertilidad Eostree. En toda Europa, los rituales propios de esta época estaban –y están- relacionados con el fuego; se encienden hogueras y se queman muñecos. Supongo que no hace falta comentar que algunas de esas festividades ha sobrevivido hasta nuestros tiempos. Somos más paganos de lo que creemos.

Por cierto: hoy es un día clave para la Semana Santa cristiana, pues ésta comienza el primer domingo después de la primera Luna llena posterior al equinoccio (por eso es una fecha variable).

Ostara, según dicen, es la época más adecuada para cultivar un jardín mágico.

domingo, marzo 19

Mitos de papel

La anterior entrada, dedicada a la caja tonta, es la que más respuestas ha obtenido desde que se inauguró este blog. Curioso, ¿verdad? Aunque, en realidad, no tiene nada de sorprendente, porque la caja tonta es nuestra particular magdalena de Proust. Cada una de las series del pasado que se han mencionado representa un jalón, una marca, por leve que sea, en la vida de alguien (y, sin lugar a dudas, en la vida de quien la menciona), así que las asociamos con diversos momentos de nuestra vida. Son melancolía convertida en 625 líneas electrónicas. Por ejemplo, y ya sé que esto no le interesa a nadie, cada vez que recuerdo Los Vengadores evoco un momento concreto de mi pasado. Era sábado, después de comer; yo tenía catorce o quince años y acababa de ver el episodio de Los Vengadores en que Steed y la señora Peel deben sobrevivir en una casa diseñada para matarlos. Mi hermano mayor, por aquel entonces un joven estudiante de arquitectura, me dijo que había quedado con unos amigos para ver la Corona de Espinas, un edificio público que se estaba construyendo cerca de la Ciudad Universitaria (y que hoy, más de treinta años después, sigue sin estar acabado). Bueno, pues el caso es que fui con él y sus amigos, vimos el edificio... y ya está, eso es todo. Una tontería, ¿no? Pero, por algún motivo que no logro discernir, aquello se quedó indeleblemente grabado en mi memoria, adherido a ese episodio de mi serie favorita como un post-it mnemónico.

Me estoy yendo por las ramas. De lo que quería hablar es de la enorme influencia de la “cultura popular” sobre nuestras vidas. De hecho, creo que esa influencia es muy superior a la que ejerce la, llamémoslo así, “cultura canónica”. Pensadlo un momento: ¿cuáles son los arquetipos literarios hoy por hoy más universales? Por ejemplo, el Quijote; o don Juan; Hamlet, quizá. Puede que madame Bovary le suene a alguien. ¿Gregorio Samsa?... lo dudo. ¿Holden Caulfield? Seguro que nueve de cada diez ciudadanos ignoran quién es. Sin embargo, contemplad los siguiente nombres: Drácula, James Bond, Vito Corleone, Frankenstein, Hanibal Lecter, el Fantasma de la Ópera, Tarzán, Sherlock Holmes... todos esos personajes forman parte del “paisaje mental” del siglo XX.

En realidad, claro, estamos hablando de mitología. Porque no se trata sólo de personajes de ficción: son mitos, como Hércules, Prometeo o Satanás, pero mitos modernos que, por tanto, simbolizan los valores, aspiraciones y miedos del actual momento de nuestra civilización. Y, no lo olvidemos, son mitos literarios.

Pero centrémonos en uno de ellos, el último citado, el fascinante inquilino del 221 B de Baker Street. ¿Conocéis algún otro personaje de ficción que represente mejor al siglo XX? Al menos, en sus aspectos más luminosos, porque del lado oscuro se ocupa otro personaje, coetáneo de Holmes, sólo que real: Jack el Destripador. Sherlock Holmes es, quizá, el mito actual más universal, un arquetipo cuya influencia se ha extendido por todas las ramas de la cultura, incluyendo, y muy significativamente, a la propia literatura, y no sólo, ni mucho menos, la popular.

Sin embargo, la “cultura canónica” relega a Arthur Conan Doyle al purgatorio de los autores menores. En el fondo es gracioso: escritores cuya obra será olvidada un par de décadas después de ser escrita son encumbrados a los altares de la gloria literaria, mientras que el creador de uno de los mitos literarios más poderosos es un “autor menor”. Pero, claro, Conan Doyle era un buen narrador, un gran contador de historias, y eso, para algunos, siempre resulta sospechoso.

martes, marzo 14

La caja tonta

Dicen que los buenos guionistas de Hollywood se han refugiado en la TV y estoy empezando a creer que es verdad. Desde que el cine clásico fuera expulsado de la caja tonta –donde el blanco y negro parece ser veneno para la audiencia-, mi relación con la TV ha oscilado entre la indiferencia y el pasmo. De vez en cuando conectaba el monitor y me pasmaba al ver atrocidades como Gran Hermano, Operación Triunfo o Su media naranja. Este último concurso (¿os acordáis de él?; lo presentaba ese excelente actor que fue Jesús Puente) me provocaba una curiosa fascinación morbosa. A veces, mientras zapeaba, aparecía ante mis ojos y me quedaba unos minutos mirándolo. Al poco, comenzaba a sentir un creciente malestar, musitaba queda y repetidamente “no puede ser...”, incapaz de creer lo que estaba viendo y oyendo, y apagaba el receptor, horrorizado. Ese programa me enseñó una gran verdad: hay gente que está dispuesta a hacer cualquier cosa, por degradante que sea, con tal de salir en la tele. En fin, el caso es que dejé de ver TV casi por completo. Sin embargo, aunque la mayor parte de los programas son una mierda, siempre ha habido buenas teleseries. Sí, sí; por increíble que parezca, en la caja tonta cabe el talento.

¿Cuál es vuestra serie favorita de todos los tiempos? Estoy seguro de que la mayor parte de vosotros responderéis con un título extraído de vuestra infancia. Desde luego, en mi caso, así es. Veamos: cuando era un crío, me encantaban Viaje al fondo del mar (una serie malísima de Irwin Allen), Superagente 86, Star Trek (la serie original, claro) o The twilight zone. También me gustaban Los invasores, El agente de CIPOL, El Santo o Misión Imposible. Y, por supuesto, adoraba Jim West, una estimulante mezcla de western, espionaje y ciencia ficción. Pero sobre todo, era un rendido fanático de Los Vengadores. Ésa es para mí la mejor serie de todos los tiempos, con Patrick McNee interpretando al flemático e irónico John Steed, y una deliciosa, fascinante y adorable Diana Rigg en el papel de Emma Peel, mi amor eterno, la mujer de mi vida (y que mi santa me perdone). Ensoñaciones eróticas aparte, volví a ver algunos episodios de Los Vengadores hace unos años y comprobé que, en efecto, se trata de una serie de gran brillantez y no de un espejismo de la infancia. Puro surrealismo pop. Ah, por cierto, otra serie inglesa de aquella época que participaba del mismo espíritu de Los Vengadores era El Prisionero, ideada, producida y protagonizada por el gran Patrick McGoohan.

Pero luego llegó la segunda mitad de los 70, y los terribles 80, y las series dejaron de interesarme. El equipo A, Corrupción en Miami, Los ángeles de Charlie, Kojak, Starsky y Hutch... la verdad es que todas esas series me parecieron siempre de lo más gilipollas. En fin, seguía habiendo productos de calidad, como Yo Claudio, Lou Grant o Retorno a Brideshead, pero en general las series se contagiaron del tono hortera de la época.

Y entonces llegaron los 90 y, con ellos, la serie que habría de cambiar la TV: Twin Peaks. Supongo que no hace falta hablar del famoso culebrón posmoderno de David Lynch; todos lo conocemos. Me limitaré a señalar que se cargó la estúpida convención del “lenguaje televisivo” –ya sabéis, muchos primeros planos y mucha cámara estática- e impuso en TV las reglas del cine. Además, influyó decisivamente en diversos productos posteriores, como Expediente X o los cada vez más numerosos CSI’s, Por otro lado, los 90 trajeron extraordinarias telecomedias, como Las chicas de oro, Los Simpson, Seinfeld, Roxanne o Parker Lewis, convirtiendo la TV en el auténtico refugio de la comedia clásica norteamericana.

Últimamente me he hecho adicto a un par de series: Mujeres desesperadas (entre otras cosas, porque tiene dentro a mi adorada Teri Hatcher) y Perdidos. Pero hay una serie que me ha atrapado de forma inesperada: House. Y digo “de forma inesperada” porque House es una serie de médicos, de hospitales, y yo odio esa clase de series. Mejor dicho, odio los hospitales. Así que cualquier programa donde aparezcan agujas, bisturís y menudillos al aire queda inmediatamente fuera de mi lista de visionado. Pero House es diferente, y lo es por su protagonista. El doctor Gregory House, extraordinariamente interpretado por el actor Hugh Luarie, es un médico especialista en resolver los problemas clínicos que los demás doctores son incapaces de diagnosticar. Básicamente, algo así como el Sherlock Holmes de la medicina, un galeno-sabueso capaz de detectar las enfermedades más extrañas con sólo echarle un vistazo a los pacientes.

Pero no es ahí donde reside el atractivo de esta serie, sino en el carácter de su protagonista. El doctor House es, probablemente, el personaje más borde jamás aparecido en TV (si descontamos las entrevistas a Chemari Aznar, claro). Cojo, resentido, misántropo y dotado de un humor tan ácido que a su lado el SO4H2 parece horchata, trata a los pacientes como si fueran cosas cuyo único interés reside en su enfermedad, es incapaz de relacionarse humanamente con sus colaboradores y pasa de sus superiores como de oler mierda. Además, supongo que para establecer un nexo con el “modelo Holmes”, House es un toxicómano adicto a la codeína.

Reconozco que las historias que cuenta la serie no me interesan mucho (ya he dicho que las tramas de hospitales no me van), y que el resto de los personajes tampoco es como para echar las campanas al vuelo, pero no puedo evitar, cada martes por la noche, sentarme frente al televisor y quedarme mirando a la espera de un “momento House”, esos instantes en que el corrosivo doctor da rienda suelta a toda su capacidad para el sarcasmo y la mala leche, que, creedme, es mucha. Esos gloriosos momentos –hay varios en cada episodio-, justifican no sólo el visionado de la serie, sino la existencia misma de la caja tonta.

Así que, ya veis, estoy enganchado a House, una serie de TV que, a causa de tanto mondongo sanguinolento, ni siquiera me gusta demasiado. ¿Me estaré volviendo gagá?...

viernes, marzo 10

Los consejos de Fray César: Ray Bradbury

Queridos hijos: a la hora de escoger qué autores y obras de ciencia ficción (cf) recomendar a quienes no frecuentan el género, decidí descartar a aquellos escritores que todo el mundo conoce. Así pues, no hablaré de Huxley y su Mundo Feliz, ni del 1984 de Orwell o La naranja mecánica de Burgess, ni de Wells, ni de Verne. Sin embargo, se me planteó una duda: ¿conoce todo el mundo a Ray Bradbury? Sin duda, es el autor de cf más apreciado en los sectores literarios “cultos” (junto, quizá, a Ursula K. Le Guin y Stanislaw Lem), pero sospecho que no muchos le han leído. En cualquier caso, Bradbury quizá sea el primer gran escritor surgido de las mismísimas entrañas del género, así que parece oportuno comenzar por él. Adelante, pues.


Ray Bradbury nació el 22 de agosto de 1920 en Illinois, aunque su familia no tardó en trasladarse a California. Bradbury abandonó los estudios en 1938 y comenzó a dedicarse a la literatura. Su primer relato profesional, Pendulum, se publicó en la revista Weird Tales (1941). Desde entonces, sus cuentos no dejaron de aparecer con regularidad (y bajo diversos seudónimos) en toda suerte de revistas pulp. En 1947 publicó su primera antología, Carnaval Oscuro. Y aquí tenemos que hacer un inciso: ¿recordáis, hijos míos, lo que escribí en La ciencia ficción y yo (1) acerca de la cf norteamericana? Bueno, pues en el caso que nos ocupa, olvidaos de todo lo que dije, porque Bradbury jamás formó parte de ninguna tendencia, siempre fue por libre. En efecto, sus relatos, poéticos y profundamente humanistas, no se parecen en nada a la cf que se publicaba por aquel entonces. La prueba definitiva de su singularidad y talento llegó en 1950, con la publicación de la antología Crónicas Marcianas, uno de los más bellos libros del siglo XX. Permitidme recuperar lo que comentaba respecto a esta obra en mi artículo Anteproyecto para un canon de la cf, publicado en la revista Gigamesh:

“Bradbury no está muy de moda últimamente. Cierto, ya no es ni sombra de lo que fue; pero tampoco hay particular respeto por lo mejor de su obra. Es aburrido, dicen; y sensiblero. Teniendo en cuenta el actual estado de la cf, tales opiniones no me extrañan. En cualquier caso, Bradbury es, con mucha diferencia, uno de los mejores escritores surgidos de las entrañas del fandom. Claro que la suya no es una cf convencional: le importan un bledo la ciencia, la tecnología y las sociedades futuras. Bradbury, en realidad, siempre habla del pasado, y lo hace desde un punto de vista lírico, romántico, triste y, en definitiva, abrumadoramente pesimista.

Podría haber escogido casi cualquier otra de sus antologías de relatos anteriores a los años ochenta (Las doradas manzanas del sol, El país de octubre, Remedio para melancólicos...), pero creo que su obra más pura y diáfana es Crónicas marcianas. Se trata de una obra primeriza, ya lo sé: no es perfecta, hay cierta desconexión formal entre algunos relatos y el escenario dista mucho de ser homogéneo. No obstante, ese Marte fantasmagórico e irreal que describen sus páginas, ese mundo crepuscular donde impera un profundo sentimiento de melancolía, una lacerante sensación de pérdida, se convierte, gracias al talento del autor, en un universo literario único y original donde el futuro no es más que una imagen deformada del pasado. El eje de Crónicas marcianas, así como el leitmotiv de la mayor parte de la obra de Bradbury, es algo tan intrínsicamente humano como la añoranza por el paraíso perdido. O, con otras palabras: el drama universal que supone el fin de la inocencia.

Los relatos que componen Crónicas marcianas fueron escritos entre 1945 y 1949, cuando su autor aún no había cumplido los treinta años de edad. Siempre me he preguntado cómo es posible que un hombre tan joven pudiera escribir una obra tan fatalista, tan melancólica, tan añorante. ¿Qué le pasó al Bradbury de aquella época? La respuesta es evidente: le pasó la Segunda Guerra Mundial. Tal es la herida que está en el centro de Crónicas marcianas, esa guerra brutal que no sólo alteró el equilibrio del mundo, sino que además demolió hasta los cimientos una vieja forma de vida, más serena e ingenua, que ya jamás volverá. Después de Auschwitz, nadie puede ser del todo inocente.

Crónicas marcianas es una de las mejores metáforas que se han escrito sobre el gran trauma del siglo XX y, aunque sólo sea por eso, merece con honores ocupar un lugar en el canon”.

Poco más puedo añadir, salvo que Crónicas marcianas contiene uno de los relatos más hermosos y tristes que jamás se han escrito: Volverán las mansas lluvias. Es imposible leerlo sin sentir un estremecimiento en el corazón. ¿Qué otras obras de Bradbury puedo recomendaros? Pues muchas, la verdad. El hombre ilustrado, Las doradas manzanas del sol, Remedio para melancólicos, El país de octubre, El vino del estío, Las maquinarias de la alegría, La feria de las tinieblas, R is for Rocket, Farenheit 451... Podéis encontrar toda su obra en la editorial Minotauro.

Es cierto que sus relatos de las últimas décadas han perdido, en mi opinión, cierto brío. El viejo maestro ya no es lo que era (pero, aún así, sigue siendo mucho, ojo); no obstante, sus primeras obras lo convierten en un manjar exótico y delicioso para cualquier amante de la literatura. Así que no os privéis y daos un festín.

Podéis ir en paz.

miércoles, marzo 8

El coleccionista de frases 14

Hoy, día internacional de la mujer, vamos a dedicar esta entrada a los hombres. O, mejor dicho, a todos esos estúpidos, mezquinos y miserables hombres que sólo consiguen superar su complejo de inferioridad considerando inferiores a las mujeres. Para ello, voy a recurrir a un curioso libro que compré hace tiempo: La “inferioridad natural” de la mujer, de Tama Starr. La señora Starr, una próspera mujer de negocios norteamericana, tenía la curiosa afición de coleccionar frases –como yo-, sólo que ella había escogido un tema: las frases machistas. El libro, claro está, es una crítica al machismo; un crítica muy inteligente, en mi opinión, porque lo único que hace es reproducir fielmente los estereotipos misóginos, y esos estereotipos son tan ridículos que se desacreditan a sí mismos con sólo enunciarlos. Veamos unos ejemplos:

“La mujer es un hombre inferior”
Aristóteles

“La diferencia principal entre las mujeres llamadas decentes y las putas es que estas últimas son menos deshonestas”
León Tolstoi

“La mujer es naturaleza, y por ello detestable”
Baudelaire

“Sólo hay tres cosas en el mundo que las mujeres no comprenden y son: la libertad, la igualdad y la fraternidad”
Chesterton

“El mundo entero está sembrado de acechanzas, trampas, ardides y escollos para que las mujeres capturen a los hombres”
Bernard Shaw

“Podéis considerarlo un ejemplo de la injusticia masculina si afirmo que la envidia y los celos juegan un papel todavía mayor en la vida mental de la mujeres que en la de los hombres”
“El masoquismo, como dice la gente, es realmente femenino”
Sigmund Freud

“Tal es la estupidez del carácter de la mujer que en todas la cuestiones le incumbe desconfiar de sí misma y obedecer al marido”
Confucio

“Los hombre son superiores a las mujeres debido a las cualidades con las que Dios les ha dado predominio”
“Las buenas mujeres son obedientes y guardan en secreto lo que Alá ha guardado. En cuanto a aquellas que temáis que se rebelen, amonestadlas, haced que duerman en camas separadas y azotadlas”
Mahoma

“El hombre debe ser educado para la guerra y la mujer para la recreación del guerrero; todo lo demás es tontería”
Nietzsche

“Nadie puede soslayar el hecho de que, al seguir una vocación masculina, estudiar y trabajar como un hombre, la mujer está haciendo algo que no concuerda del todo con su naturaleza femenina, si no es directamente perjudicial”
Carl Jung

“Ningún bien ha salido jamás de la dominación femenina. Dios creó a Adán dueño y señor de todas las criaturas vivientes, pero Eva lo estropeó todo”
Martín Lutero

“Una mujer que tiene la cabeza llena de lengua griega, o participa en controversias fundamentales sobre mecánica, también podría llevar barba”
Immanuel Kant

“Educar a una mujer es como verter miel sobre un buen reloj suizo. Deja de funcionar”
Kurt Vonnegut

“La principal distinción en las facultades intelectuales de los dos sexos queda evidenciada por la eminencia que alcanza el hombre en todo cuanto emprende, que es superior a la de la mujer, tanto si la empresa requiere un pensamiento profundo como si se trata de razón, imaginación o simplemente el uso de los sentidos y las manos”
Charles Darwin

“En general, la mujeres no sienten amor por ningún arte, no tienen un conocimiento apropiado de ninguno y carecen de genio”
Rousseau

Supongo que sobran los comentarios... No, qué narices, no sobran; voy a hacer uno: quería acabar esta entrada con una frase positiva hacia las mujeres, una frase que no fuese ni una cursilada, ni condescendiente, ni tópica. Para ello, me he puesto a buscar en mis múltiples diccionarios de citas y... ¿sabéis qué? No he encontrado ni una. Lo cual, qué queréis que os diga, me ha deprimido más que todas esas absurdas frases que hoy he incluido en El Coleccionista.

Como hombre, y si es que pertenecer a un sexo significa representarlo, únicamente puedo decirle una cosa a la mujeres: perdón. Y no me disculpo sólo por tanta barbarie, ni por tanta injusticia, ni por tanta arbitrariedad; pido perdón, sobre todo, por tanta estupidez.

martes, marzo 7

El plagio Da Vinci

Dan Brown, autor de El código Da Vinci, ha sido demandado por dos escritores ingleses, Michael Baigent y Richard Leigh, bajo la acusación de plagiar una obra de estos últimos, Holy Blood, Holy Grail. Lo gracioso es que Baigent y Leigh tienen toda la razón del mundo; pero lo más gracioso de todo es que, probablemente, no podrán demostrarlo.

Veamos; Holy Blood, Holy Grail, llamado en España El enigma sagrado, es un ensayo histórico (?) cuya tesis puede resumirse así: Jesucristo se casó con María Magdalena y tuvo hijos. Después de la diáspora, María Magdalena y la descendencia de Jesús emigraron a Francia, donde entroncaron con la dinastía Merovingia. Mucho después, Pipino el Breve derrocó a Childerico III, el último rey merovingio (y supuesto descendiente de Jesús), acabando con el linaje. Pero no, por lo visto no acabó con él, pues un desconocido hijo de Childerico emparentó con los Saint Clair, convirtiéndose así esta familia en la (supuesta) descendencia de Jesús. Entre tanto, en la Edad Media, se fundan los Templarios y en su seno surge una sociedad secreta llamada el Priorato de Sión, cuyo objetivo es proteger el Grial. ¿Y qué es, según los autores, el Santo Grial? La corrupción de la expresión Sang Real, sangre real, la sangre de Cristo: su descendencia.

¿Os suena? Sí, ahí está todo el trasfondo de El código Da Vinci, de pe a pa. Y no es de extrañar, porque Brown, más bien poco riguroso el hombre, se documentó para escribir su novela, como él mismo reconoce, en dos o tres libros sensacionalistas, entre los que se encontraba El enigma sagrado. El problema estriba en que la obra de Baigent y Leigh es, supuestamente, un documentado ensayo acerca de hechos históricos reales. Y si son hechos históricos, cualquiera puede escribir sobre ellos. Así que Baigent y Leigh sólo tienen dos opciones: o reconocer que El enigma sagrado se lo han inventado ellos y, por tanto, la novela de Brown es un plagio, o seguir insistiendo en que su ensayo describe hechos reales y demandar a Brown en base a alguna triquiñuela legal. Creo que han hecho eso último, porque, en contra de lo que dice la prensa, ellos han vendido un porrón de ejemplares de El enigma sagrado, y no es cosa de confesarle a sus rendidos lectores que todo ese asunto es un puro disparate. Pillados por su propia mentira; podría decirse que es justicia poética, si no fuese porque Brown saldrá de rositas, pese a ser un plagiario de tomo y lomo.

El enigma sagrado comienza con el misterio de Rennes le Château. ¿Habéis oído hablar de este asunto? A finales del siglo XIX, Bérenger Saunière, el humilde párroco del no menos humilde pueblo occitano de Rennes le Château, encontró en el balaustre hueco de una columnata visigótica de la iglesia parroquial ciertos pergaminos cuyo contenido nunca ha quedado del todo claro, aunque los rumores aseguran que entre ellos había una genealogía y dos mensajes cifrados. Saunière viajó a París con los documentos y, a su regreso, comenzó a gastarse una fortuna en arreglar la iglesia. Luego, se construyó una casa y una torre neogótica e hizo numerosas reformas en el pueblo. Vamos que, sin saber cómo, se hizo millonario de la noche a la mañana. Se calcula que entre 1890 y el momento de su muerte, Saunière gastó el equivalente a 20 millones de francos previos al euro. ¿De dónde salió el dinero? La versión oficial es que el párroco se dedicaba al tráfico de misas; pero, joder, ¿con cuántas misas tenía que traficar para obtener tanta pasta? No, no tiene sentido. Además, hubo otros sucesos para los que no hay explicación. Saunière hizo excavaciones en el cementerio y borró una extraña lápida, hubo una tumba misteriosa en mitad del campo, un cuadro de Poussin, enigmáticas inscripciones en la iglesia y, posteriormente, asesinatos. Vamos, todo un folletín; pero fascinante.

Por eso, por su vinculación con el misterio de Rennes le Château, leí El enigma sagrado. La teoría de Beigent y Leigh es que Saunière encontró documentos que confirmaban la existencia de un linaje secreto de Jesús y, o bien chantajeó al Vaticano, o bien obtuvo dinero de los monárquicos franceses. En fin, las pruebas que aportan –ciertos panfletillos depositados en la Biblioteca Nacional Francesa durante los 50 y 60- carecen de la menor consistencia. El enigma sagrado es un disparate detrás de otro. Pero también es muy divertido; mucho más que El código Da Vinci de las narices. La trama que describen Baigent y Leigh (y un tal Lincoln que no se ha sumado a la demanda), es tan absurda como bien urdida; en cierto modo, me recuerda a lo mejor de El péndulo de Foucault. Si te lo tomas como si fuera un “ensayo-ficción” y dejas un momento en suspenso la incredulidad, puedes pasar un buen rato leyéndolo, porque en su contenido hay argumentos para cien novelas ocultistas. De hecho, la saga de Los hijos del Grial, de Peter Berling, también está basada en El enigma sagrado.

El problema, claro, es creérselo, como miles de lectores de El código Da Vinci creen que son reales las bobadas pseudohistóricas que el prota de la novela vierte a diestro y siniestro en un aburrido acceso de incontinencia verbal. Dan Brown, aparte de mal escritor y plagiario, es un inculto.

Pero, bueno, por lo menos hace leer a la gente...

jueves, marzo 2

La ciencia ficción y yo (2)

En 1991, yo llevaba diez años sin escribir; mejor dicho, llevaba diez años escribiendo sólo anuncios publicitarios, una actividad muy bien remunerada pero, a la larga, poco estimulante. Un buen día, recibí una carta que anunciaba la convocatoria de un concurso literario de cf: el Premio Aznar (cuyo nombre no se refiere al paleopolítico del bigote, sino a una vieja saga de cf española; más tarde, el premio, concedido por la TERMA, se llamaría Pablo Rido en honor a un personaje creado por mi padre). Decidí participar y, para ello, tomé un relato escrito diez años atrás –Amor en mal estado- y lo rescribí en profundidad, convirtiéndolo en El mensaje perdido. Es curioso; era el primer cuento que acometía tras una década de inactividad literaria, pero no elegí para escribirlo una narrativa clásica. De hecho, quizá sea mi relato más experimental. Usando la técnica de collage, El mensaje perdido cuenta la historia de Gedeón Montoya, un gitano del Sacromonte que, al ser accidentalmente alcanzado en el momento de su nacimiento por un mensaje extraterrestre, se vuelve omnisciente. ¿Absurdo? Por supuesto. En realidad, no es verdadera cf, sino una historia de amor donde se mezcla surrealismo, humor y poesía. Es un cuento raro, la verdad.

Pero ganó. Y, aunque por aquel entonces el premio ni siquiera estaba dotado económicamente, me sirvió de acicate para probar suerte con la literatura (y también para conocer a mi buen amigo Julián Díez, pero eso es otra historia).
Ahora bien, yo había dejado de escribir a comienzos de los 80 porque no sabía hacerlo, así que lo primero de todo era aprender. Escogí varias novelas, aquellas cuya narrativa más me había atrapado, y comencé a destriparlas, intentando desentrañar los secretos de su arquitectura narrativa. Era primavera y solía dar largos paseos por las zonas más solitarias de la Casa de Campo, siempre dándole vueltas al arte de narrar. Finalmente, decidí poner en práctica lo que había aprendido (o creído aprender). Pero, ¿cómo hacerlo? Empezando por el principio, claro. Pese a mi desencanto con la cf, era el género cuyas claves mejor conocía, así que opté por escribir cf, cuando menos, al principio. Además, la cf tiene una particularidad muy especial: sus lectores suelen ser muy participativos. Se agrupan, publican fanzines, promueven convenciones; a eso se le llama fandom, un término anglosajón que proviene de la fusión de dos palabras: fanatic kingdom. Reino de los aficionados. Era un buen entorno para demostrarme a mí mismo si había aprendido algo.

Mi siguiente relato, La pared de hielo, ganó otro premio, el Alberto Magno, esta vez sí remunerado. Luego vino El rebaño, quizá uno de los mejores cuentos que he escrito. Y seguí escribiendo relatos, y ganando premios; a decir verdad, la mayor parte de los que había entonces. Todo ello lo hacía, sobre todo, para afilar mis armas de escritor. Pero también por otro motivo: quería decir algo acerca del género. La cf contemporánea ya no me gustaba. La excesiva autorreferencia, y el recurso a ambientar las historias en un futuro lejano, hacían que el género discurriese por caminos muy alejados de los intereses de un ciudadano normal de comienzos del siglo XXI. Así pues, mis relatos siempre transcurrirían en el presente (o el pasado) y tratarían sobre seres humanos, no sobre tecnología. Pero había algo más, un problema relacionado con la cf española.

Si logré, más o menos, resumir la historia de la cf mundial en la anterior entrada, creo podría resumir la historia de la cf española en dos párrafos. La primera colección de cf moderna, Futuro, apareció en 1953 y fue un proyecto personal de mi padre que, por culpa de la escasez de presupuesto, no pudo, como deseaba, traducir al español a los autores “clásicos” del género. Eso lo hizo en los 60 una colección posterior, Nebulae, en la que publicaron los primeros autores españoles “modernos” de cf: Antonio Ribera, Valverde Torné, Juan G. Atienza y Domingo Santos, entre otros. Este último fundó en 1968, junto con Luis Vigil y Sebastián Martínez, Nueva Dimensión, la mejor revista de cf jamás publicada en España y un auténtico milagro de calidad y seriedad. En las páginas de ND publicaron relatos muchos autores españoles, pero por desgracia la mayoría acabó abandonando el género. Sin embargo, en la última etapa de la revista surgió un autor que marcaría un punto de inflexión: Rafael Marín. Hasta entonces, los escritores españoles de cf eran en su mayor parte bienintencionados aficionados, así que, dejando aparte excepciones como las firmadas por Tomás Salvador o Gabriel Bermúdez Castillo, la calidad media era muy deficiente. Pero en 1980 aparece en ND Nunca digas buenas noches a un extraño, del joven (por aquel entonces) escritor gaditano Rafa Marín, una novela corta que técnicamente podía compararse con lo mejor de la cf anglosajona. Ésa, y su posterior novela Lágrima de luz, marcarían el estándar de calidad a partir de entonces.

Pero en 1983 sobrevino el desastre: Nueva Dimensión cerró. Hasta entonces, la cf española había girado en torno a esa revista; al desaparecer, el género entró en una crisis de la que no saldría durante todos los 80. Paradójicamente, en ese periodo surge una de las voces más lúcidas y brillantes de nuestra cf: la excelente escritora Elia Barceló. Y entonces llegan los 90. De pronto, el género entra en ebullición. Surgen nuevos grupos de aficionados, se reactivan las convenciones, los fanzines florecen. En Barcelona, Miquel Barceló impulsa el género con su colección Nova y promoviendo el Premio UPC de novela corta, mientras Alejo Cuervo hace otro tanto con su trabajo editorial en Martínez Roca y, posteriormente, en Gigamesh, su propio sello editorial. En Madrid, comienza a surgir una corriente, tenuemente liderada por Julián Díez, que propugna una visión crítica, cultista y revisionista del género. Entonces, entro yo en escena. El problema que veía en la cf española era su dependencia de los modelos anglosajones; sobre todo, los norteamericanos. Demasiado mimetismo, pensaba yo; y me preguntaba: si te dieran a escoger entre un Rolex auténtico y otro de imitación, ¿cuál elegirías si costaran lo mismo? La respuesta es evidente. Pues bien, mi proyecto fue buscar una voz propia para cf española, contemplar los grandes temas del género, pero desde la perspectiva de nuestra realidad, española o europea. El resultado de ese proyecto fue la antología El círculo de Jericó y las novelas cortas La vara de hierro y El coleccionista de sellos, así como un puñado de artículos donde intentaba explicar lo que yo creía que debía ser la cf en nuestro país.

Finalmente, acabé pensando que mis ideas sólo servían para crear polémica. Luego, pensé que no estaba de acuerdo con la mayor parte de la cf que se publicaba en España y, un segundo más tarde, comprendí que en realidad no estaba de acuerdo con la práctica totalidad de la cf mundial. Entonces, ¿para qué seguir? Abandoné el género a mediados de los noventa; desde entonces, sólo he escrito algún que otro esporádico cuento. Y lo lamento, porque me gusta escribir cf; pero, ¿qué sentido tiene?

Lo curioso es que, al final, me hicieron más caso de lo que yo pensaba. No sólo a mí, claro; yo no era el único que propugnaba por una “voz propia”, pero lo incuestionable es que tal criterio acabó imponiéndose. Y así, hoy contamos con un amplio plantel de autores españoles de cf, todos ellos de considerable calidad: los ya citados Rafael Marín y Elia Barceló, Javier Negrete, Rodolfo Martínez, Juan Miguel Aguilera, León Arsenal, Félix J. Palma, Carlos F. Castrosín, Eduardo Vaquerizo..., y otros muchos que, o bien no conozco, o bien mi galopante Alzheimer ha relegado, con total injusticia, al olvido. Ojalá tanto talento junto logre hacer madurar el género en nuestro país, aunque lo dudo. Sencillamente, porque no hay mercado para este género.

La cf, en mi opinión, ha entrado en una espiral de decadencia cada vez más vertiginosa. De hecho, salvo excepciones, la mejor cf la escriben ahora autores no adscritos al género, como Paul Auster, Margaret Atwood, Amitav Gosh, José Carlos Somoza o Houellebecq, por citar sólo unos cuantos ejemplos. En realidad, creo que ése sería el mejor destino de la cf: incorporarse, como una temática más, a la corriente general de la literatura.

Bueno, después de todo este rollo, supongo que ha quedado claro mi desencanto. Sin embargo, eso no significa que rechace la cf, ni que niegue sus aportaciones al mundo literario. En la historia del género ha habido muchos buenos autores que no merecen el olvido. El problema es que la mayor parte de los grandes relatos de cf sólo son conocidos por una pequeña minoría de aficionados. Pues bien, para solucionar ese problema, y en atención a los visitantes de este blog que no suelen frecuentar el género, fray César de Baskerville se convertirá próximamente en vuestro director espiritual sobre cf y fantasía.

Permaneced atentos a la pantalla.